Santo Tomás de Aquino (1225-1274) fue canonizado el 18 de julio de 1323 por Juan XXII y proclamado Doctor de la Iglesia por San Pío V en 1567. Cuadro atribuido a Evaristo Muñoz, principios del siglo XVIII, Universidad de Valencia.
Dicen los que saben que fue el
cardenal Basilio Bessarión quien
señaló a Santo Tomás de Aquino como “el más
sabio entre los santos, y el más santo entre los sabios”. Quienes hemos
leído y estudiado a Santo Tomás lo admiramos, ante todo, por su preclara inteligencia y su
monumental sabiduría. Pero… ¿consideramos
suficientemente su inigualable santidad? Quizá no lo
suficiente…
Basta reflexionar un poco para
advertir que el gran amor de Santo Tomás por la verdad era consecuencia de su gigantesco Amor por aquel que es “el Camino, la Verdad y la Vida”. Toda la vida y
la obra de Tomás se explica por ese amor: un amor que lo llevó, además, a
estudiar a Aristóteles.
De acuerdo con Josef
Pieper, “lo que interesa a
Tomás de Aristóteles no es Aristóteles, sino la verdad”; y más adelante:
“En última instancia, no le interesa lo que
Aristóteles pensaba, «sino cuál es la verdad de las cosas»”.
Así, el amor a Dios y el amor
a la verdad son los fundamentos
del camino hacia la santidad de Tomás de Aquino.
En estos tiempos de relativismo galopante y de sentimentalismo desenfrenado,
Santo Tomás vuelve a ser referencia obligada para todos los católicos, desde el
Papa hasta el último laico. Su amor por la verdad nos interpela, porque como él
mismo expresó, “toda verdad, la diga quien la diga,
proviene del Espíritu Santo”. ¿Buscamos en nuestra vida la verdad, con una
pasión tal que nos acerque a la santidad? ¿Seríamos capaces de defender las verdades de la fe católica
aunque en ello nos vaya la vida? Es bueno que nos lo preguntemos. Sobre
todo, porque la caótica situación del mundo y de la Iglesia, más que augurar
floridas primaveras, parece vaticinar sangrientos martirios… Por lo menos, esto
parece cierto para todos aquellos empeñados en defender la fe de sus padres -y el derecho de transmitirla a sus hijos- hasta las últimas consecuencias.
Tomás no murió mártir, por
supuesto; pero entregó su vida a la búsqueda, comprensión y transmisión de la
verdad en todas sus formas. Hoy, a muchos de nosotros, el buen Dios nos pide
algo parecido. “No nos pedirá cuentas -decía el
padre Leonardo
Castellani- de las batallas ganadas, sino de las cicatrices de
la lucha”.
Esperamos que la Iglesia
universal celebre del modo más solemne posible los setecientos años
de la canonización de Santo
Tomás de Aquino. Y que su amor a la verdad llene las almas de todos los
católicos, a lo largo y ancho del mundo.
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