"¡Cuánta gente no se acerca o se aleja porque en la Iglesia no se siente acogida y amada, sino mirada con recelo y juzgada!".
Por: Papa Francisco | Fuente: Vatican.Va
«El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4,18).
A partir de este versículo comenzó la predicación de Jesús y este mismo
versículo dio inicio a la Palabra que acabamos de escuchar
(cf. Is 61,1). Así pues, al principio está el Espíritu del Señor.
Y sobre Él quisiera reflexionar
hoy con ustedes, queridos hermanos, sobre el Espíritu del Señor. Porque sin el
Espíritu del Señor no hay vida cristiana y, sin su unción, no hay santidad. Él
es el protagonista y, en este día en que nació el sacerdocio, es
hermoso reconocer que Él está en el origen de nuestro ministerio, de la vida y
de la vitalidad de todo pastor. En efecto, la santa Madre Iglesia nos enseña a
profesar que el Espíritu Santo es «dador de
vida» [1], como lo afirmó Jesús diciendo: «El
Espíritu es el que da Vida» ( Jn 6,63); una enseñanza de
la que se hizo eco el apóstol Pablo, quien escribió que «la letra mata, pero el Espíritu da vida» ( 2
Co 3,6) y habló de «la ley del Espíritu, que da la Vida […] en
Cristo Jesús» ( Rm 8,2). Sin Él, tampoco la Iglesia sería la Esposa
viva de Cristo, sino a lo sumo una organización religiosa —más o menos buena—;
no sería el Cuerpo de Cristo, sino un templo construido por manos humanas. ¿Cómo, pues, puede edificarse la Iglesia, si no es a
partir del hecho de que somos “templos del Espíritu Santo” que “habita en
nosotros»” (cf. 1 Co 6,19; 3,16)? No podemos dejarlo de lado o
aparcarlo en alguna zona de devoción. No, debemos ponerlo en el centro.
Necesitamos decirle cada día: “Ven porque sin tu ayuda divina no hay nada en el
hombre” [2].
El Espíritu del Señor está sobre
mí. Cada uno de nosotros puede decir esto; y no es presunción, es una realidad,
pues todo cristiano, especialmente todo sacerdote, puede hacer suyas las
siguientes palabras: «porque el Señor me ha ungido»
(Is 61,1). Hermanos, sin méritos, por pura gracia hemos recibido
una unción que nos ha hecho padres y pastores en el Pueblo santo de Dios.
Consideremos, pues, este aspecto del Espíritu: la
unción.
Tras la primera “unción” que tuvo lugar en el vientre de María, el
Espíritu descendió sobre Jesús en el Jordán. Después
de esto, como explica san Basilio, «toda acción [de Cristo] se iba realizando
con la copresencia del Espíritu Santo» [3]. En efecto, por el poder de esa unción, predicaba y realizaba signos;
en virtud de ella «salía de Él una fuerza que sanaba a todos» ( Lc 6,19).
Jesús y el Espíritu actúan siempre juntos, de modo que son como las dos manos
del Padre [4] —Ireneo dice esto— que, extendidas hacia nosotros, nos
abrazan y nos levantan. Y por ellas fueron marcadas nuestras manos, ungidas por
el Espíritu de Cristo. Sí, hermanos, el Señor no sólo nos ha elegido y llamado
de aquí y de allá, sino que ha derramado en nosotros la unción de su Espíritu,
el mismo Espíritu que descendió sobre los Apóstoles. Hermanos, nosotros somos “ungidos”.
Fijémonos, pues, en ellos, en los
Apóstoles. Jesús los eligió y a su llamada dejaron sus barcas, sus redes, sus
casas y todo lo demás. La unción de la Palabra cambió sus vidas. Con entusiasmo
siguieron al Maestro y comenzaron a predicar, convencidos de que más tarde
realizarían cosas aún mayores; hasta que llegó la Pascua. Allí todo pareció
detenerse; llegaron a renegar y a abandonar al Maestro. No debemos tener miedo.
Seamos valientes para leer nuestra propia vida y nuestras caídas. Ellos
llegaron a renegar y a abandonar al Maestro, Pedro el primero. Tomaron
conciencia de su propia incapacidad y se dieron cuenta de que no lo habían
entendido. El “no conozco a ese hombre” (cf. Mc 14,71),
que Pedro pronunció en el patio del sumo sacerdote después de la Última Cena,
no es sólo una defensa impulsiva, sino una confesión de ignorancia espiritual: él y los demás quizá se esperaban una vida de éxito
detrás de un Mesías que atraía multitudes y hacía prodigios, pero no reconocían
el escándalo de la cruz, que echó por tierra sus certezas. Jesús sabía que no
lograrían nada solos, y por eso les prometió el Paráclito. Y fue
precisamente esa “segunda unción”, en
Pentecostés, la que transformó a los discípulos, llevándolos a pastorear el
rebaño de Dios y ya no a sí mismos. Esta es la contradicción que debemos
resolver: ¿soy pastor del pueblo de Dios o de mí
mismo? Y es el Espíritu el que nos enseña el camino. Fue esa unción
fervorosa la que extinguió su religiosidad centrada en sí mismos y en sus propias
capacidades. Al recibir el Espíritu, los miedos y vacilaciones de Pedro se
evaporan; Santiago y Juan, consumidos por el deseo de dar la vida, dejan de
buscar puestos de honor (cf. Mc 10,35-45), nuestro carrerismo,
hermanos; los demás ya no permanecen encerrados y temerosos en el cenáculo,
sino que salen y se convierten en apóstoles en el mundo. Es el Espíritu el que
cambia nuestro corazón, el que lo pone en ese plano distinto, diferente.
Hermanos, un itinerario como éste
abarca nuestra vida sacerdotal y apostólica. También para nosotros hubo una
primera unción, que comenzó con una llamada de amor que cautivó nuestros
corazones. Por ella soltamos las amarras, y sobre ese entusiasmo genuino
descendió la fuerza del Espíritu, que nos consagró. Luego, según el tiempo de
Dios, llega para cada uno la etapa pascual, que marca el momento de la verdad.
Y es un momento de crisis, que reviste diversas formas. A todos, antes o
después, nos sucede que experimentamos decepciones, dificultades, debilidades,
con el ideal que parece desgastarse entre las exigencias de la realidad,
mientras se impone una cierta costumbre; y algunas pruebas, antes difíciles de
imaginar, hacen que la fidelidad parezca más difícil que antes. Esta etapa —de
esta tentación, de esta prueba que todos tuvimos, tenemos y tendremos— esta
etapa representa un momento culminante para quienes han recibido la unción. De
ella se puede salir mal parado, deslizándose hacia una cierta mediocridad,
arrastrándose cansinamente hacia una “normalidad” en
la que se insinúan tres tentaciones peligrosas: la del compromiso, por la
que uno se conforma con lo que puede hacer; la de los sucedáneos, por la
que uno intenta “llenarse” con algo distinto
respecto a nuestra unción; la del desánimo —que es lo más común—, por
la que, insatisfecho, uno sigue adelante por pura inercia. Y aquí está el gran
riesgo: mientras las apariencias permanecen
intactas —“Yo soy sacerdote, yo soy cura”—, nos replegamos sobre
nosotros mismos y seguimos adelante desmotivados; la fragancia de la unción ya
no perfuma la vida y el corazón; y el corazón ya no se ensancha, sino que se
encoge, envuelto en el desencanto. Es un destilado, ¿entiendes?
Cuando el sacerdocio lentamente va deslizándose hacia el clericalismo y
el sacerdote se olvida de ser pastor del pueblo, para convertirse en un clérigo
estatal.
Pero esta crisis puede
convertirse también en el punto de inflexión del sacerdocio, en la «etapa decisiva de la vida espiritual, en la que hay que
hacer la elección definitiva entre Jesús y el mundo, entre la heroicidad de la
caridad y la mediocridad, entre la cruz y un cierto bienestar, entre la
santidad y una honesta fidelidad al compromiso religioso» [5]. Al
final de esta celebración les darán como regalo un clásico, un libro que trata
este problema: “La segunda llamada”, es
un clásico del padre Voillaume que aborda este problema, léanlo. Por otra
parte, todos nosotros necesitamos reflexionar sobre este momento de nuestro
sacerdocio. Es el momento bendito en el que, como los discípulos en
Pascua, estamos llamados a ser «suficientemente
humildes para confesarnos vencidos por Cristo humillado y crucificado, y
aceptar iniciar un nuevo camino, el del Espíritu, el de la fe y el de un
amor fuerte y sin ilusiones» [6]. Es el kairós en el que
descubre que «las cosas no se reducen a abandonar
la barca y las redes para seguir a Jesús durante un tiempo determinado, sino
que exige ir hasta el Calvario, acoger la lección y el fruto, e ir con la
ayuda del Espíritu Santo hasta el final de una vida que debe terminar
en la perfección de la divina Caridad» [7]. Con la ayuda del
Espíritu Santo: es el tiempo, para nosotros como
para los Apóstoles, de una “segunda unción”, tiempo de una segunda llamada que
debemos escuchar, para la segunda unción, en la que acojamos al Espíritu no en
el entusiasmo de nuestros sueños, sino en la fragilidad de nuestra realidad.
Es una unción que desvela la verdad en lo profundo de nosotros mismos, que le
permite al Espíritu ungir nuestras debilidades, nuestros trabajos, nuestra
pobreza interior. Entonces la unción tiene de nuevo buen olor: la fragancia de Cristo, no la nuestra. En este
momento, interiormente, estoy haciendo memoria de algunos de ustedes que están
en crisis —digámoslo así— que están desorientados y que no saben cómo afrontar
el camino, cómo retomar el camino en esta segunda unción del Espíritu. A estos
hermanos —yo los tengo presentes— simplemente les digo: ánimo, el Señor es más grande que tu debilidad, que tus pecados. Abandónate
en el Señor y déjate llamar una segunda vez, esta vez con la unción del
Espíritu Santo. La doble vida no te ayudará; tirar todo por la ventana,
tampoco. Mira hacia adelante, déjate acariciar por la unción del Espíritu
Santo.
Y el camino para este paso de
maduración es admitir la verdad de la propia debilidad. A esto nos exhorta «el Espíritu de la Verdad» (Jn 16,13), que
nos impulsa a mirar hasta el fondo de nosotros mismos, para preguntarnos: ¿mi realización depende de lo bueno que soy, del cargo
que obtengo, de los cumplidos que recibo, de la carrera que hago, de los
superiores o colaboradores, o de las comodidades que puedo
garantizarme, o de la unción que perfuma mi vida? Hermanos, la madurez
sacerdotal pasa por el Espíritu Santo, se realiza cuando Él se convierte en el
protagonista de nuestra vida. Entonces todo cambia de perspectiva, incluso las
decepciones y las amarguras —también los pecados—, porque ya no se trata de
mejorar componiendo algo, sino de entregarnos, sin reservarnos nada, a Aquel
que nos ha impregnado en su unción y quiere llegar hasta lo más profundo de
nosotros. Hermanos, redescubramos entonces que la vida espiritual se vuelve
libre y gozosa no cuando se guardan las formas y se hace un remiendo, sino
cuando se deja la iniciativa al Espíritu y, abandonados a sus designios, nos
disponemos a servir donde y como se nos pida. ¡Nuestro
sacerdocio no crece remendando, sino desbordándose!
Si dejamos actuar en nosotros al
Espíritu de la verdad custodiaremos la unción —custodiar la unción—,
porque enseguida saldrán a la luz las falsedades —las hipocresías clericales—,
las falsedades con las que estamos tentados de convivir. Y el Espíritu, que “lava las manchas”, nos sugerirá, sin cansarse,
que “no manchemos la unción”, ni un poco. Me
viene a la memoria aquella frase de Qohélet que dice: «Una
mosca muerta corrompe y hace fermentar el óleo del perfumista» (10,1).
Es verdad, toda doblez —la doblez clerical, por favor— toda doblez que se
insinúa es peligrosa, no hay que tolerarla, sino sacarla a la luz del Espíritu.
Porque si «nada es más tortuoso que el corazón
humano y no tiene arreglo» ( Jr 17,9), el Espíritu Santo es el
único que nos cura de la infidelidad (cf. Os 14,5). Para nosotros es
una lucha a la que no podemos renunciar, en efecto, es indispensable, como
escribía san Gregorio Magno, que «quien predica la palabra de Dios considere
primero cómo debe vivir, para que luego, de su vida, deduzca qué y cómo debe
predicar. [...] que no se atreva a decir exteriormente lo que no hubiera oído
primero en el interior» [8]. El maestro interior al que hay que escuchar
es el Espíritu, sabiendo que no hay nada en nosotros que Él no quiera ungir.
Hermanos, custodiemos la unción; que invocar al Espíritu no sea una práctica
ocasional, sino el aliento de cada día. Ven, ven, custodia la unción. Yo,
ungido por Él, estoy llamado a sumergirme en Él, a dejar que su luz entre en
mis sombras —tenemos tantas— para encontrar la verdad de lo que soy. Dejémonos
impulsar por Él para combatir las falsedades que se agitan en nuestro interior;
y dejémonos regenerar por Él en la adoración, porque cuando lo adoramos, Él
derrama su Espíritu en nuestros corazones.
«El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Él me envió» —continúa la
profecía—, y me envió a llevar una buena nueva, liberación, curación y gracia (cf. Is 61,1-2; Lc 4,18-19);
en una palabra, a llevar armonía donde no la hay. Porque como dice
san Basilio: “El Espíritu es armonía”, es Él el que crea la armonía. Después de
haberles hablado de la unción, quisiera decirles algo sobre esta armonía, que
es su consecuencia. En efecto, el Espíritu Santo es armonía. Antes que nada, en
el cielo. San Basilio explica que «toda esa armonía sobrecelestial e indecible
en el servicio de Dios y en la sinfonía mutua de las potencias supracósmicas,
es imposible que se conserve si no es por la autoridad del Espíritu» [9]. Y luego, en la tierra. Él es, en efecto, en la Iglesia, esa «Armonía divina y musical» [10] que lo
une todo;. si no, piensen en un presbítero sin armonía, sin Espíritu, no
funciona. Él suscita la diversidad de los carismas y la recompone en la unidad,
crea una concordia que no se basa en la homologación, sino en la creatividad de
la caridad. Así crea armonía en la multiplicidad. Así crea armonía en un
presbítero. En los años del Concilio Vaticano II, que fue un don del Espíritu,
un teólogo publicó un estudio en el que hablaba del Espíritu no en clave
individual, sino plural. Invitaba a pensar en él como una Persona divina no
tanto singular, sino “plural”, como el “nosotros de Dios”, el “nosotros”
del Padre y del Hijo, porque es su nexo, es en sí
mismo concordia, comunión, armonía [11]. Recuerdo que cuando leí este
tratado teológico —estaba estudiando teología— me escandalicé, me parecía una
herejía, porque en nuestra formación no se entendía bien cómo era el Espíritu
Santo.
Crear armonía es lo que Él desea,
especialmente a través de aquellos en quienes ha derramado su unción. Hermanos,
crear armonía entre nosotros no es sólo un método adecuado para que la
coordinación eclesial funcione mejor, no es bailar el minué, no es una cuestión
de estrategia o cortesía, sino una exigencia interna de la vida en el Espíritu.
Se peca contra el Espíritu, que es comunión, cuando nos convertimos, aunque sea
por ligereza, en instrumentos de división, por ejemplo —y volvemos al mismo
tema— con las murmuraciones. Cuando somos instrumentos de división pecamos
contra el Espíritu. Y le hacemos el juego al enemigo, que no sale a la luz y
ama los rumores y las insinuaciones, que fomenta los partidos y las cordadas,
alimenta la nostalgia del pasado, la desconfianza, el pesimismo, el miedo.
Tengamos cuidado, por favor, de no ensuciar la unción del Espíritu y el manto
de la Santa Madre Iglesia con la desunión, con las polarizaciones, con
cualquier falta de caridad y de comunión. Recordemos que el Espíritu, “el nosotros de Dios”, prefiere la forma
comunitaria: es decir, la disponibilidad respecto a las propias necesidades, la
obediencia respecto a los propios gustos, la humildad respecto a las propias
pretensiones.
La armonía no es una virtud entre
otras, es mucho más. San Gregorio Magno escribe: «De
cuánto valga, pues, la virtud de la concordia consta, puesto que, sin ella,
queda demostrado que las demás virtudes no son virtudes» [12].
Ayudémonos, hermanos, a custodiar la armonía, custodiar la armonía —esta es la
tarea—, empezando no por los demás, sino por uno mismo; preguntándonos: mis
palabras, mis comentarios, lo que digo y escribo, ¿tienen
el sello del Espíritu o el del mundo? Pienso también en
la amabilidad del sacerdote —porque muchas veces los curas, nosotros, somos unos maleducados—; pensemos en la
amabilidad del sacerdote: si la gente encuentra incluso en nosotros personas
insatisfechas, personas descontentas, solterones, que critican y señalan con el
dedo, ¿dónde descubrirán la armonía? ¡Cuánta gente no se acerca o se aleja
porque en la Iglesia no se siente acogida y amada, sino mirada con recelo y
juzgada! En nombre de Dios, ¡acojamos y
perdonemos siempre! Recordemos que ser agrios y quejumbrosos, además de
no producir nada bueno, corrompe el anuncio, porque contra-testimonia a Dios,
que es comunión y armonía. Y esto desagrada mucho y sobre todo al Espíritu
Santo, a quien el apóstol Pablo nos exhorta a no entristecer
(cf. Ef 4,30).
Hermanos, les dejo estas
reflexiones que han salido del corazón y concluyo dirigiéndoles una palabra
sencilla e importante: gracias. Gracias por su testimonio, gracias por su
servicio; gracias por el mucho bien escondido que hacen, gracias por el perdón
y el consuelo que dan en nombre de Dios: perdonar siempre, por favor, nunca
negar el perdón; gracias por su ministerio, que a menudo se realiza en medio de
mucho esfuerzo, incomprensiones y poco reconocimiento. Hermanos, que el
Espíritu de Dios, que no defrauda a los que confían en Él, los llene de paz y
lleve a término lo que ha comenzado en ustedes, para que sean profetas de su
unción y apóstoles de armonía.
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[1] Símbolo niceno-constantinopolitano.
[2] Cf. Secuencia de Pentecostés.
[3] Spir. 16,39.
[4] Cf. Ireneo, Adv. haer. IV,20,1.
[5] R. Voillaume, «La seconda chiamata», en S. Stevan ed., La Seconda
chiamata. Il coraggio della fragilità, Bolonia 2018, 15.
[6] Ibíd., 24.
[7] Ibíd., 16.
[8] Homilías sobre Ezequiel, I,X,13-14.
[9] Spir. XVI, 38.
[10] In Ps. 29,1.
[11] Cf. H. Mühlen, Der Heilige Geist als Person. Ich – Du – Wir,
Münster in W., 1963.
[12] Homilías sobre Ezequiel, I,VIII,8.
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