El deseo de definir al ser humano solamente por el ADN resulta insuficiente y reductivo.
Por: Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
Los estudios sobre el ADN (en inglés DNA) avanzan continuamente y permiten alcanzar
nuevas metas en el mundo de la medicina y de la ciencia.
Gracias al ADN se pueden predecir enfermedades, escoger mejor los transplantes
de órganos o tejidos, preparar medicinas “personalizadas”.
A la vez, se puede identificar a personas en situaciones delicadas, como
es el caso del reconocimiento de cadáveres o para individuar a posibles
delincuentes.
Los progresos en el campo de la genética llevan a algunos a pensar que el ADN
es la característica central, lo que nos define como seres vivos de una
determinada especie. Para saber si estamos o no estamos ante un hombre,
bastaría con observar el patrimonio genético del individuo en cuestión. Incluso
hay quienes creen que lo que define nuestra humanidad consiste en poseer los 46
cromosomas típicos de nuestra especie.
Es cierto que el ADN tiene una importancia enorme en la configuración y en el
desarrollo de los seres vivos. Pero el ADN tiene una cantidad enorme de
variantes. Además, el ADN se inserta en un complejo equilibrio dinámico entre
diversas partes de las células, y depende en mucho de las circunstancias
ambientales para poder “expresarse” con
normalidad.
Entre los seres humanos, por ejemplo, no todos tienen 46 cromosomas. Hay
personas que tienen 47, otros tienen 45, y se dan más variantes. Entre los que
tienen 46 cromosomas (como entre quienes tienen más o menos cromosomas), hay
una gran variabilidad en la disposición interna de los genes, unos sanos, otros
dañados, otros ausentes, etc.
Las variaciones en el AND explican la diversificación de los individuos. Un
observador atento puede señalar fácilmente las enormes diferencias que hay
entre una persona que no llega a medir más de un metro y medio y quien es
superior a dos metros; entre quien tiene unos rasgos raciales de un tipo y
quien los tiene de otro; entre quien se mueve y se expresa con agilidad y
quien, por motivos fisiológicos o de otro tipo, muestra una gran lentitud de
movimientos.
Junto a la riqueza de diferencias entre los individuos debida al ADN, existen
otras diferencias que surgen según los modos en los que el ADN interactúa con
las demás partes de la célula, especialmente gracias al ARN (en inglés, RNA) y
a los ribosomas, y con el ambiente.
Es posible, por ejemplo, que un ADN “sano” no
pueda ser leído correctamente durante el embarazo porque la madre ha tomado
algunas sustancias dañinas. El caso del talidomide es, en ese sentido,
tristemente famoso. Otras veces un genoma dañado, orientado a provocar ciertas
enfermedades en la edad adulta, nunca llega a “actuar”
(a dañar a la persona), por factores externos o simplemente porque esa
persona muere prematuramente.
El deseo de definir al ser humano solamente por el ADN resulta, por lo tanto,
insuficiente y reductivo. Una compleja cadena de aminoácidos, como la de
nuestro ADN, tiene un papel insustituible a la hora de explicar la mayoría de
los procesos fisicoquímicos de nuestro cuerpo. Pero no puede ni fundar la
dignidad humana ni explicar fenómenos tan complejos y tan maravillosos como son
el pensamiento intelectual y el amor.
La naturaleza humana tiene su característica propia y está dotada de dignidad
no por los cromosomas que tiene, sino por aquello que los clásicos
identificaban como alma espiritual. Porque sólo una dimensión superior a la
materia explica nuestras ideas abstractas y nuestras decisiones libres, y funda
así la dignidad que es común a todo ser humano, a pesar de las muchas
variaciones que nos “separan” (ser grande o
pequeño, blanco o negro, rico o pobre, niño o anciano, sano o enfermo, nacido o
sin nacer).
Si lo recordamos, evitaremos el riesgo de reducir nuestra mirada a lo que puede
decir (y es mucho y valioso) la ciencia sobre el ADN, y reconoceremos
dimensiones profundas que son posibles desde el alma espiritual, gracias a la
cual todos los seres humanos estamos abiertos, si no hay graves obstáculos, al
ejercicio de la libertad y del pensamiento, a la inserción en el mundo de la
cultura y de la vida social.
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