Debemos recuperar la educación del deseo, la capacidad de discernir el bien y practicarlo.
Por: Josep Miró i Ardèvol | Fuente: ForumLibertas
Tenemos un grave problema con buena parte de nuestros adolescentes y jóvenes.
Negarlo es quedar ciego ante la luz de la verdad. Y ese problema no se arregla
solo rebajando la edad penal, porque es demasiado extenso y profundo, y porque
su raíz está en la sociedad y los poderes públicos.
Cuando somos niños pequeños nos enseñan a discernir entre lo que es un bien
para nosotros o los demás, y lo que representa la incitación a un deseo. Esta
es la base de la educación (exégesis) “no comas
esto,” “no bebas aquello”, “no hagas esto otro”. Desarrollar aquella
capacidad de discernimiento es el fundamento de la educación.
También sabemos que cualquier práctica que deseemos emprender con posibilidades
de éxito, en la ganadería, jugando al ajedrez, o ser empresario, exige
inexorablemente conocer cuáles son los bienes relacionados con la práctica –y,
por tanto, los males-. Un agricultor no puede pecar de inconstante porque las
vacas necesitan el ordeño diario al igual que la alimentación de los animales;
la paciencia es necesaria para el ajedrez; y la confianza básica para el
empresario. Se necesita además la práctica y los medios necesarios para
alcanzar aquellos bienes. Para conseguir todo esto nuestros deseos deben ser
encauzados, educados, y que ésta solo pueda ser una actitud permanente.
Pues bien, ser humano, vivir la propia vida, es más decisivo que cualquier
actividad concreta, lo que vale cuando éramos niños, y después, para ser
ganadero, ajedrecista o empresario, todavía es más necesario para realizarnos
como personas. Es evidente que exige saber distinguir entre lo bueno y el
simple deseo, como aprendimos, o así debería haber sido en la infancia. El
problema que padecen un número creciente de adolescentes es que tal aprendizaje
les ha sido negado y deformado, por incapacidad de sus padres, primero;
maestro, después; y la sociedad, en general, o por la actitud deliberada que
considera que aquellas condiciones que son las que razonablemente nos exigimos
para el desempeño de cualquier tarea, incluso el más sencillo de los hobbys, no
debe aplicarse a la educación de las personas. Por esta causa violan tanto,
agreden y son cada vez más violentos. Se drogan más y más pronto e incurren en
una dañina promiscuidad Asumiendo hábitos dañinos que les pasarán factura a los
30, 40 años.
Por consiguiente, debemos recuperar la educación del deseo, la capacidad de
discernir el bien y practicarlo. Para ello es necesario ayudar a que cada uno
entienda y descubra cuál es la mejor forma de vivir para nosotros, porque con
nuestras actitudes expresamos alguna manera de lo que cada uno entiende por
felicidad, en términos de bienes, no de deseos, de manera que sepamos cuál es
nuestro gran bien último, como nos organizamos en relación a los otros bienes y
qué estamos dispuestos a sacrificar.
En nuestra cultura clásica el fin último -la felicidad- podía alcanzarse por
medio de la sabiduría, como Platón; con su ejercicio en la política; mediante
las virtudes adquiridas, como Aristóteles; o en una relación perfeccionada con
Dios, como Tomás de Aquino; o en las tres. En cualquier caso, la felicidad
nunca podía surgir de la búsqueda sistemática del placer, el poder o el dinero
–como fin último, como hiperbién-, lo que no niega las posibilidades de cada
uno como medios secundarios. De ahí la importancia de la educación para
reconocerse en uno mismo si se está haciendo algo para alcanzar el fin bueno, o
realmente en la práctica solo estamos enmascarando nuestro deseo de placer,
poder, dinero. Y esto es, sobre todo, una reflexión práctica.
Y porque se trata de práctica y la pregunta no puede sólo formularse sobre el
yo -¿qué debo hacer?- sino sobre el
nosotros, debe entrar en juego la razón deliberativa porque el criterio del
otro nos ayuda a superar nuestras concepciones erróneas sobre la manera de
alcanzar nuestro fin último, de manera que cuando persigamos fines genuinamente
buenos, sepamos ver cuando no los perseguimos por este motivo sino porque
redundará en dinero o en poder. Por esto es tan importante la deliberación en
el proceso educativo, siempre y cuando no degenere en corrupción; es decir,
cuando los demás se esfuercen en ejercitar las virtudes de la objetividad.
El escultismo clásico -no, evidentemente algunas mutaciones posteriores- es la
gran escuela de formación de niños y adolescentes, porque encauza, entre otras,
la tendencia al pandillismo, al liderazgo y socialización del adolescente en el
sistema de patrullas que funciona bajo criterios de bien muy poderosos, la Ley
Scout y su promesa, el raciocinio y la corrección deliberativa, las reuniones
de patrulla, los consejos de honor, constituyen un proceso de deliberación
racional compartida para lograr bienes últimos: el
honor, la lealtad, el servicio a los demás, la fraternidad entre scouts; la
cortesía el amor a los animales y a la naturaleza, la obediencia, el espíritu
de sacrificio y de superación, la formación de la personalidad y del cuerpo,
mediante la práctica, esto es, la acción, el testimonio y el compromiso.
En una cultura desvinculada y su expresión, las políticas del deseo y la
burocracia de la despersonalización, recuperar el estudio y divulgación de los
grandes educadores de la sociedad como Aristóteles y Tomás es tan necesario
como lo fue en las épocas más negras de la historia humana, en otro plano, el
de la vida cotidiana, la profundización de la naturaleza y métodos como los del
escultismo clásico, sin las deformaciones que incorporaron las crisis post
sesenta y ocho.
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