El SIDA sigue siendo un reto para la comunidad internacional y para la Iglesia.
Por: Fernando Pascual | Fuente: catholic.net
El SIDA (en inglés, AIDS) es una de las enfermedades
que más estragos ocasiona en el mundo, especialmente en África.
Los datos publicados por la Organización mundial de la salud relativos al año
2007 muestran la gravedad de la situación: la
epidemia sigue cobrándose millones de vidas.
El número de contagiados gira alrededor de los 33 millones de personas. El virus HIV penetra en la vida de innumerables niños,
jóvenes y adultos, hombres y mujeres, en todos los continentes, pero
especialmente en África. El número de muertos por SIDA
hasta el año 2008 alcanzaría un número aproximado de 38 millones de personas
(la cifra podría ser mayor).
¿QUÉ HACE Y PROPONE LA IGLESIA PARA PALIAR EL DOLOR DE
MILLONES DE PERSONAS Y PARA PREVENIR NUEVOS CONTAGIOS?
Un punto central consiste en la atención y el respeto hacia el enfermo. Hay que
evitar cualquier tipo de marginación o de condena. Mirar a un enfermo de SIDA como si fuese un “castigado
por Dios” no es ni cristiano ni justo desde una perspectiva simplemente
humana. Es cierto que algunos contraen la enfermedad por comportamientos
peligrosos (por ejemplo, una excesiva promiscuidad sexual o por el uso de
ciertas drogas), pero ello no quita el respeto que merece todo enfermo, ni
destruye su dignidad de ser humano. A la vez, resulta injusto excluir o
marginar a las personas seropositivas de la vida social, cuando podrían
desarrollar con normalidad y sin riesgos muchas actividades laborales.
Sobre este punto, podemos hacer presente lo mucho que está haciendo la Iglesia.
Se calcula que un 25% de enfermos de SIDA
reciben tratamiento en organizaciones de la Iglesia o promovidas por católicos,
lo cual es una ayuda enorme. Y eso que la Iglesia no siempre recibe fondos de
organismos filantrópicos que promueven campañas contra el
SIDA, sino que tiene que financiarse muchas veces con la generosidad de
millones de católicos que se sienten invitados a hacer algo por quienes viven
situaciones tan dramáticas como esta.
Junto a la atención a los enfermos, la Iglesia invita a promover medidas de
prevención, como se hace respecto de cualquier enfermedad contagiosa. La
prevención debe aplicarse a los distintos niveles en los que es posible
contraer el SIDA, es decir: en las relaciones madre-hijo (antes, durante o
después del parto); en las transfusiones de sangre o a través del contacto con
heridas; a través de relaciones sexuales; en ciertos modos de drogarse.
Respecto al contagio madre-hijo, se puede hacer mucho con una buena inversión
en medicinas para África, como ya se hace en los países ricos. Por egoísmo o
por otros motivos no claros, el mundo desarrollado no está ayudando como
debería en este punto. Hoy es posible reducir el contagio materno-filial a
porcentajes muy bajos con un buen seguimiento médico del embarazo y del parto,
y con ayudas para evitar una lactancia peligrosa.
Respecto a la transmisión sexual, es claro que el método preventivo más seguro
es la abstinencia antes del matrimonio y la fidelidad conyugal. Estos dos
consejos coinciden con la doctrina de la Iglesia sobre la moral matrimonial, y
tienen un valor antropológico muy rico, válido también para los no creyentes.
Si uno ha sido contagiado por el virus del SIDA,
tiene una responsabilidad muy grave de evitar relaciones de cualquier tipo,
incluso con preservativo (condón). Algunos critican fuertemente la posición de
la Iglesia sobre este punto, pero tal posición tiene a su favor razones de
peso. Cuando se trata de una enfermedad contagiosa y que implica peligro de
muerte, no basta con reducir el riesgo de contagio como se puede hacer con el
preservativo (dicen que resulta eficaz en un 90% de los casos). Lo que hay que
hacer, entonces, es optar por el medio más seguro (con una seguridad del 100%):
abstenerse de relaciones sexuales o de comportamientos peligrosos (compartir
jeringas para drogarse, etc.).
Algunos, sin embargo, preguntan: si una persona
contagiada (seropositiva) quiere tener relaciones “peligrosas”, ¿no sería bueno
aconsejarle el uso del preservativo? La pregunta es un poco parecida a
la de aquel que preguntaba: si alguien está
decidido a matar a un enemigo, ¿le invitamos al menos a usar un narcótico para
que la víctima no sufra? ¿Podemos proponerle un curso de puntería para que sus
disparos no hieran a otros que pasen por el lugar donde está la víctima?
Notamos en seguida que hay un vicio en el planteamiento de estas
preguntas, pues ya estamos en una actitud equivocada de base. Siempre es bueno
reducir daños, pero en temas de vida o muerte (ese es el caso del SIDA), no basta con una opción a favor de “reducir daños”, sino que hay que ir a fondo.
Podemos añadir, además, un dato estadístico a favor de la abstinencia. Las
campañas basadas solamente en la promoción del uso de los preservativos han
logrado pocos resultados en evitar nuevos contagios de SIDA. En cambio, las
campañas que han defendido con claridad el valor y la eficacia de la
abstinencia, como las promovidas en Uganda, ya están viendo sus frutos. Los
datos hablan por sí solos: con programas implementados desde 1992 a favor de la
abstinencia y de la fidelidad conyugal, se ha reducido la tasa de contagios en
Uganda en un 50%. El número de infectados ha pasado de un 12-15% (1991) a un
4-5% (2003) de la población.
A esta luz se comprenden las palabras del Papa Benedicto XVI en la rueda de
prensa que tuvo al iniciar su viaje a Camerún y Angola (el 17 de marzo de
2009), y que han sido malinterpretadas y leídas fuera de contexto, incluso con
tergiversaciones que rayan en lo absurdo. Ante la pregunta de la postura de la
Iglesia ante el SIDA, considerada por algunos
como poco realista y eficaz, el Papa respondió:
“Yo diría lo contrario: pienso que la realidad más
eficiente, más presente en el frente de la lucha contra el SIDA es precisamente la
Iglesia católica, con sus movimientos, con sus diversas realidades. Pienso en
la comunidad de San Egidio que hace tanto, visible e invisiblemente, en la
lucha contra el SIDA, en los Camilos, en todas las monjas que están a
disposición de los enfermos... Diría que no se puede superar el problema del
SIDA sólo con eslóganes publicitarios. Si no está el alma, si no se ayuda a los
africanos, no se puede solucionar este flagelo sólo distribuyendo
preservativos: al contrario, existe el riesgo de aumentar el problema”.
¿Cuál sería, entonces, la manera correcta de afrontar
el problema? Benedicto XVI continuaba así en su respuesta:
“La solución puede encontrarse sólo en un doble
empeño: el primero, una humanización de la sexualidad, es decir, una renovación
espiritual y humana que traiga consigo una nueva forma de comportarse uno con
el otro; y segundo, una verdadera amistad también y sobre todo hacia las
personas que sufren, la disponibilidad incluso con sacrificios, con renuncias
personales, a estar con los que sufren. Y estos son factores que ayudan y que
traen progresos visibles. Por tanto, diría, esta doble fuerza nuestra de
renovar al hombre interiormente, de dar fuerza espiritual y humana para un
comportamiento justo hacia el propio cuerpo y hacia el prójimo, y esta
capacidad de sufrir con los que sufren, de permanecer en los momentos de
prueba. Me parece que ésta es la respuesta correcta, y que la Iglesia hace esto
y ofrece así una contribución grandísima e importante. Agradecemos a todos los
que lo hacen”.
En conclusión, el SIDA sigue siendo un reto para
la comunidad internacional, llamada a ayudar a los países más afectados. A la
vez, es una invitación a evitar comportamientos discriminatorios contra los
enfermos o los seropositivos, y a omitir aquellos actos que puedan ser causa de
nuevos contagios.
La postura de la Iglesia católica a favor de la abstinencia y la fidelidad, y
el esfuerzo por atender a los millones de enfermos de SIDA
son, en este sentido, una contribución muy valiosa para defender la vida y la
salud de tantos seres humanos necesitados de un apoyo fraterno, que es siempre
la base de cualquier justicia social.
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