"Dios se hizo niño, y este niño, al hacerse grande, se dejó clavar en la cruz".
Por: Papa Francisco | Fuente: Vatican.Va
Queridos hermanos y hermanas:
1. El Señor nos da una vez más la gracia de celebrar el misterio de su
nacimiento. Cada año, a los pies del Niño que está recostado en el pesebre
(cf. Lc 2,12), se nos permite mirar nuestra vida a partir de esta luz
especial. No es la luz de la gloria de este mundo, sino «la luz verdadera que
ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). La humildad del Hijo de Dios que viene en
nuestra condición humana es para nosotros escuela de adhesión a la realidad.
Así como Él elige la pobreza, que no es simplemente ausencia de bienes, sino
esencialidad, del mismo modo cada uno de nosotros está llamado a volver a la
esencialidad de la propia vida, para deshacerse de lo que es superfluo y que
puede volverse un impedimento en el camino de santidad. Y este camino de
santidad no se negocia.
2. Pero es importante tener claro que cuando se examina la propia
existencia o el tiempo transcurrido, siempre es necesario tener como punto de
partida la memoria del bien. En efecto, sólo cuando somos conscientes del bien
que el Señor ha hecho por nosotros somos también capaces de dar un nombre al
mal que hemos vivido o sufrido. Ser conscientes de nuestra pobreza sin serlo
también del amor de Dios, nos aplastaría. En este sentido, la actitud interior
a la que habríamos de dar más importancia es la gratitud.
El Evangelio, para explicarnos en
qué consiste la gratitud, nos cuenta la historia de los diez leprosos que
fueron curados por Jesús; pero sólo uno regresó para agradecer, un samaritano
(cf. Lc 17,11-19). El acto de agradecer le da a este hombre, además
de la curación física, la salvación total (cf. v. 19). El encuentro con el bien
que Dios le ha concedido no se queda en la superficie, sino que toca el
corazón. Es así: sin un ejercicio de gratitud constante sólo acabaremos por
hacer la lista de nuestras caídas y opacaremos lo más importante, es decir, las
gracias que el Señor nos concede cada día.
3. Muchas cosas sucedieron en este último año y, en primer lugar, queremos
decir gracias al Señor por todos los beneficios que nos ha concedido. Pero entre
todos estos beneficios esperamos que esté también nuestra conversión, que nunca
es un discurso acabado. Lo peor que nos podría pasar es pensar que ya no
necesitamos conversión, sea a nivel personal o comunitario.
Convertirse
es aprender a tomar cada vez más en serio el mensaje del Evangelio e intentar
ponerlo en práctica en nuestra vida. No se trata sencillamente de tomar
distancia del mal, sino de poner en práctica todo el bien posible: esto es
convertirse. Ante el
Evangelio seguimos siendo siempre como niños que necesitan aprender. Creer que
hemos aprendido todo nos hace caer en la soberbia espiritual.
Este año se celebraron los
sesenta años de la apertura del Concilio Vaticano II. ¿Qué
ha sido el acontecimiento del Concilio sino una gran ocasión de conversión para
toda la Iglesia? A este respecto, dijo san Juan XXIII: «No es el Evangelio el que cambia, somos nosotros los que
empezamos a comprenderlo mejor». La conversión que nos dio el Concilio
es la oportunidad de comprender mejor el Evangelio, de hacerlo actual, vivo y
operante en este momento histórico.
Tal como ha sucedido otras veces
en la historia de la Iglesia, también en nuestra época, como comunidad de
creyentes, nos hemos sentido llamados a la conversión. Y este itinerario no ha
concluido en absoluto. La actual reflexión sobre la sinodalidad de la Iglesia
nace precisamente de la convicción de que el itinerario de comprensión del
mensaje de Cristo no tiene fin y continuamente nos desafía.
Lo contrario a la conversión es
el fijismo, es decir, la convicción oculta de no necesitar ninguna comprensión
mayor del Evangelio. Es el error de querer cristalizar el mensaje de Jesús en
una única forma válida siempre. En cambio, la forma debe poder cambiar para que
la sustancia siga siendo siempre la misma. La herejía verdadera no consiste
sólo en predicar otro Evangelio (cf. Ga 1,9), como nos recuerda
Pablo, sino también en dejar de traducirlo a los lenguajes y modos actuales,
que es lo que precisamente hizo el Apóstol de las gentes. Conservar significa
mantener vivo y no aprisionar el mensaje de Cristo.
4. Pero el verdadero problema, que tantas veces olvidamos, es que la
conversión no sólo nos hace caer en la cuenta del mal para hacernos elegir el
bien, sino que al mismo tiempo impulsa al mal a evolucionar, a volverse cada
vez más insidioso, a enmascararse de manera nueva para que nos cueste
reconocerlo. Es una verdadera lucha. El tentador vuelve siempre, y vuelve
disfrazado.
Jesús en el Evangelio usa una
comparación que nos ayuda a comprender esta situación, que está hecha de
diversos momentos y modos: «Cuando un hombre fuerte
y bien armado hace guardia en su palacio, todas sus posesiones están seguras,
pero si viene otro más fuerte que él y lo domina, le quita el arma en la que
confiaba y reparte sus bienes» (Lc 11,21-22). Nuestro primer gran
problema es confiar demasiado en nosotros mismos, en nuestras estrategias, en
nuestros programas. Es el espíritu pelagiano del que he hablado otras veces.
Entonces algunos fracasos son una gracia, porque nos recuerdan que no tenemos
que confiar en nosotros mismos, sino sólo en el Señor. Algunas caídas, también
como Iglesia, son una gran llamada a volver a poner a Cristo en el centro;
porque: «El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo,
desparrama» (Lc 11,23). Es así de simple.
Queridos hermanos y hermanas,
denunciar el mal, aun el que se propaga entre nosotros, es demasiado poco. Lo
que se debe hacer ante ello es optar por una conversión. La simple denuncia
puede hacernos creer que hemos resuelto el problema, pero en realidad lo
importante es hacer cambios, de manera que no nos dejemos aprisionar más por
las lógicas del mal, que muy a menudo son lógicas mundanas. En este sentido,
una de las virtudes más útiles que se ha de practicar es la de
la vigilancia. Jesús describe la necesidad de esta atención sobre nosotros
mismos y sobre la Iglesia —la necesidad de la vigilancia— por medio de un
ejemplo eficaz: «Cuando el espíritu impuro sale de
un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de reposo, y al no encontrarlo,
piensa: ‘Volveré a mi casa, de donde salí’. Cuando llega, la encuentra barrida
y ordenada. Entonces va a buscar a otros siete espíritus peores que él; entran
y se instalan allí. Y al final, ese hombre se encuentra peor que al principio»
(Lc 11,24-26). Nuestra primera conversión conlleva un cierto orden: el mal que hemos reconocido y tratado de extirpar de
nuestra vida, efectivamente se aleja de nosotros; pero es ingenuo pensar que
permanezca alejado por largo tiempo. En realidad, poco después se nos
vuelve a presentar bajo una nueva apariencia. Si antes aparecía vulgar y
violento, ahora en cambio se comporta de manera más elegante y educada.
Entonces necesitamos reconocerlo y desenmascararlo una vez más. Permítanme la
expresión: son los “demonios educados”, entran con
educación, sin que uno se dé cuenta. Sólo la práctica cotidiana del
examen de conciencia puede hacer que nos demos cuenta. Por eso se ve la
importancia del examen de conciencia, para vigilar la casa.
En el
siglo XVII —por ejemplo— aconteció
el famoso caso de las monjas de Port Royal. Una de sus abadesas, Madre
Angélica, había comenzado bien; se había reformado “carismáticamente”
a sí misma y al monasterio, expulsando de la clausura incluso a los
progenitores. Era una mujer llena de cualidades, nacida para gobernar, pero
después se volvió el alma
de la resistencia jansenista, mostrando una cerrazón intransigente incluso ante
la autoridad eclesiástica. De ella y de sus monjas se decía: “Puras como ángeles, soberbias como demonios”. Habían
expulsado al demonio, pero más tarde volvió
siete veces más fuerte y, bajo apariencia de austeridad y rigor, había llevado
consigo la rigidez y la presunción de ser mejores que los demás. Siempre
vuelve; el demonio, aunque lo eches fuera, vuelve; disfrazado, pero vuelve.
¡Estemos atentos!
5. Jesús, en el Evangelio, cuenta muchas parábolas dirigidas sobre todo a
biempensantes, a escribas y fariseos, con el intento de poner de manifiesto el
engaño de creerse justos y despreciar a los demás (cf. Lc 18,9). Por
ejemplo, en las llamadas parábolas de la misericordia (cf. Lc 15), Él
narra no sólo las historias de la oveja perdida y del hijo menor de aquel pobre
padre —que es tratado como un muerto precisamente por ese hijo—, que nos
recuerdan que el primer modo de pecar es irse, perderse, hacer cosas
evidentemente equivocadas; pero en esas parábolas habla también de la dracma
perdida y del hijo mayor. La comparación es eficaz: uno se puede perder incluso
en casa, como en el caso de la moneda de esa mujer; y se puede vivir infeliz
aun permaneciendo formalmente en el sitio del propio deber, como le sucede al
hijo mayor del padre misericordioso. Si, para quien se va, es fácil darse
cuenta de la distancia, para quien se queda en casa es difícil percatarse del
infierno que se vive por la convicción de ser solamente víctimas, tratados
injustamente por la autoridad constituida y, en último análisis, por Dios
mismo. ¡Y cuántas veces nos sucede esto aquí, en
casa!
Queridos hermanos y hermanas, a
todos nosotros nos habrá pasado que nos hemos perdido como esa oveja o nos
hemos alejado de Dios como el hijo menor. Son pecados que nos han humillado, y
precisamente por esto, por gracia de Dios, logramos afrontarlos a cara
descubierta. Pero la mayor atención que debemos prestar en este momento de
nuestra existencia es al hecho de que formalmente nuestra vida actual
transcurre en casa, tras los muros de la institución, al servicio de la Santa
Sede, en el corazón del cuerpo eclesial; y justamente por esto podríamos caer
en la tentación de pensar que estamos seguros, que somos mejores, que ya no nos
tenemos que convertir.
Nosotros corremos mayor peligro
que todos los demás, porque nos asecha el “demonio
educado”, que no llega haciendo ruido sino trayendo flores. Perdónenme,
hermanos y hermanas, si a veces digo cosas que pueden sonar duras y fuertes, no
es porque no crea en el valor de la dulzura y de la ternura, sino porque es
bueno reservar las caricias para los cansados y los oprimidos, y encontrar la
valentía de “afligir a los consolados”, como
le gustaba decir al siervo de Dios don Tonino Bello, porque a veces su
consolación es sólo el engaño del demonio y no un don del Espíritu.
6. Finalmente, quisiera reservar una última palabra al tema de
la paz. Entre los títulos que el profeta Isaías atribuye al Mesías está el
de «Príncipe de la paz» (9,5). Nunca como
ahora hemos sentido un gran deseo de paz. Pienso en la martirizada Ucrania, pero
también en tantos conflictos que están teniendo lugar en diversas partes del
mundo. La guerra y la violencia son siempre un fracaso. La religión no debe
prestarse a alimentar conflictos. El Evangelio es siempre Evangelio de paz, y
en nombre de ningún Dios se puede declarar “santa” una
guerra.
Allí donde reina la muerte, la
división, el conflicto, el dolor inocente, nosotros no podemos más que
reconocer a Jesús crucificado. Y en este momento quisiera que nuestro
pensamiento se dirigiera precisamente a los que sufren. Vienen en nuestra ayuda
las palabras de Dietrich Bonhoeffer, que en la cárcel donde estaba prisionero
escribía: «Desde el punto de vista cristiano, unas
navidades pasadas en la celda de una prisión no plantean ningún problema
especial. En esta casa habrá posiblemente muchos que celebren unas navidades
más auténticas y llenas de sentido que allí donde sólo se conserva el nombre de
fiesta. El que la miseria, el sufrimiento, la pobreza, la soledad, el desamparo
y la culpa tienen un significado muy diferente ante los ojos de Dios que en el
juicio de los hombres; el que Dios se vuelve precisamente hacia el lugar de
donde acostumbra a apartarse el hombre; el que Cristo nació en un establo,
porque no hubo sitio para él en la hospedería, esto lo comprende un preso mucho
mejor que cualquier otra persona, y para él significa una auténtica buena
nueva» (Resistencia y sumisión, Sígueme, Salamanca 2001, 122).
7. Queridos hermanos y hermanas, la cultura de la paz no sólo se construye
entre los pueblos y las naciones, sino que comienza en el corazón de cada uno
de nosotros. Mientras sufrimos por los estragos que causan las guerras y la
violencia, podemos y debemos dar nuestra contribución en favor de la paz
tratando de extirpar de nuestro corazón toda raíz de odio y resentimiento
respecto a los hermanos y las hermanas que viven junto a nosotros. En la Carta
a los Efesios leemos estas palabras, que encontramos también en la oración de
Completas: «Eviten la amargura, los arrebatos, la
ira, los gritos, los insultos y toda clase de maldad. Por el contrario, sean
mutuamente buenos y compasivos, perdonándose los unos a los otros como Dios los
ha perdonado en Cristo» (4,31-32). Podemos preguntarnos: ¿cuánta amargura hay en nuestro corazón? ¿Qué es lo que
la alimenta? ¿Qué es lo que causa la ira que muy a menudo crea distancias entre
nosotros y alimenta rabia y resentimiento? ¿Por qué los insultos, en cualquiera
de sus formas, se vuelven el único modo que tenemos para hablar de la realidad?
Si es verdad que queremos que el
clamor de la guerra cese dando lugar a la paz, entonces que cada uno comience
desde sí mismo. San Pablo nos dice claramente que la benevolencia, la
misericordia y el perdón son la medicina que tenemos para construir la paz.
La benevolencia es elegir siempre
la modalidad del bien para relacionarnos entre nosotros. No existe sólo la
violencia de las armas; existe la violencia verbal, la violencia psicológica,
la violencia del abuso de poder, la violencia escondida de las habladurías, que
hacen tanto daño y destruyen tanto. Ante el Príncipe de la Paz, que viene al
mundo, depongamos toda arma de cualquier tipo. Que ninguno saque provecho de la
propia posición o del propio rol para mortificar al otro.
La misericordia también es
aceptar que el otro pueda tener sus límites. Incluso en este caso, es justo
admitir que personas e instituciones, precisamente porque son humanas, son
también limitadas. Una Iglesia pura para los puros es sólo la repetición de la
herejía cátara. Si no fuera así, el Evangelio, y la Biblia en general, no nos
hubieran narrado los límites y los defectos de muchos de aquellos que hoy
nosotros reconocemos como santos.
Por
último, el perdón significa conceder siempre otra oportunidad, es decir,
comprender que uno se hace santo a base de intentos. Dios hace así con cada uno
de nosotros, nos perdona siempre, vuelve a ponernos siempre en pie y nos da aún
otra oportunidad. Entre nosotros debe ser así. Hermanos y hermanas, Dios no se cansa nunca de perdonar,
somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.
Toda guerra, para que se extinga,
necesita del perdón. De lo contrario, la justicia se convierte en venganza, y
el amor sólo se reconoce como una forma de debilidad.
Dios se
hizo niño, y este niño, al hacerse grande, se dejó clavar en la cruz. No hay
algo más débil que un
hombre crucificado y, sin embargo, en esa debilidad se manifestó la
omnipotencia de Dios. En el perdón obra siempre la omnipotencia de Dios. Que
la gratitud, la conversión y la paz sean entonces los
dones de esta Navidad.
¡Les deseo a todos una
feliz Navidad! Y una vez más les pido que no se
olviden de rezar por mí. ¡Gracias!
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