Decía en mi artículo anterior – Antropolatría: la fe del Anticristo – que el mundo moderno ha puesto en el centro a la persona y el hombre ha caído, una vez más, en el pecado de querer ser como Dios y rebelarse contra su Creador. Y así, el hombre ha decidido adorarse a sí mismo. El hombre es el nuevo becerro de oro para sí mismo: el hombre se cree que se puede crear a sí mismo y ser lo que desee, sin ninguna cortapisa ni límite alguno. El hombre se cree que se ha liberado a sí mismo de todas las ataduras, incluidas las de la propia naturaleza: cada uno puede elegir libremente y según los que siente en cada momento lo que quiere ser, su “orientación sexual” e incluso su propio sexo y ser hombre o mujer a voluntad e incluso de manera fluida: hoy mujer y mañana hombre.
La rebelión contra Dios es
rebelión contra la propia naturaleza humana. El hombre que odia a Dios y se
rebela contra Él acaba odiándose a sí mismo y a toda su especie. Y así, la
nueva religión climática que adora a la Madre Naturaleza, hace creer a sus
adeptos que el ser humano es un virus maligno para el Planeta y en un arranque
de locura suicida y nihilista, sostienen que lo mejor es acabar con la especie
humana para que el Planeta sobreviva. Lo mejor es que el ser humano
desaparezca. Así, crecerá la biodiversidad y el Planeta seguirá vivo y feliz;
pero sin hombres.
Están locos. Rebelarse contra
Dios es la mayor locura. Yo, con la Pachamama,
habría hecho lo que Moisés con el becerro de oro: Y
tomando el becerro que habían hecho, lo quemó en el fuego, lo molió
hasta reducirlo a polvo y lo esparció sobre el agua, e hizo que los hijos de
Israel la bebieran. (Éxodo, 32, 20).
Llamadme indietrista,
rigorista o lo que os dé la gana. Pero la idolatría es un pecado mortal que hay
que combatir sin contemplaciones.
El Nuevo Orden Mundial, el Foro
de Davos, las Naciones Unidas y sus agencias multicolores; toda la basura que
luce el circulito multicolor en la solapa no representa sino a los hijos de Satanás, disfrazada de filantropía
solidaria y pacifista. Pero por mucho que la mierda se disfrace de gloria,
sigue siendo mierda: abortistas, degenerados,
inmorales, promotores de la eutanasia y de todo cuanto promueva la muerte de
seres humanos.
¿Por qué odian tanto al
hombre y por qué esa obsesión con asesinar personas? Porque odian a Dios y el hombre es imagen y semejanza de Dios. Matar a
un ser humano es para ellos como matar a Cristo una vez más. Porque Satanás odia a Dios y odia al ser humano y
no sabe más que de muerte, destrucción y odio. Fieles a la filosofía de
Nietzsche y de Darwin, los nihilistas modernos son partidarios de eliminar a
todos los débiles, a los desvalidos, a los pobres, a los enfermos… Solo deben
quedar los mejores, que obviamente, son los plutócratas globalistas, los
multimillonarios, los guapos, los guais. Los demás, sobramos: somos una «huella de carbono» a eliminar: contaminación y
consumo de recursos escasos que los ricos necesitan para vivir ellos como
dioses y disfrutar sin límites.
Estos sinvergüenzas, degenerados,
amorales y asesinos promueven su propia religión, que es la del Anticristo. Esa religión ya la describí
sobradamente en el artículo La Religión del Anticristo y no voy a abundar en el asunto.
Hoy quiero centrarme en un tema
muy grave: los pecados contra el Espíritu Santo. Esos
pecados, dice el Señor, no tienen perdón posible y consisten en afirmar que el mal
está bien y el bien, mal. Lo explica muy bien Eulogio López en Hispanidad en su
artículo Los tiempos del Anticristo: “no creyendo en la verdad se
complacen en la iniquidad”.
No lo digo yo, ni ningún vidente
del siglo XXI. Lo dice San Pablo:
“Dios les envía un poder engañoso para que crean
en la mentira y sean condenados cuantos no creyendo en la verdad se complacen
en la iniquidad” (II Tesalonicenses 2, 11-12).
Sinceramente la mejor definición que he escuchado
de la Blasfemia contra el Espíritu Santo, el signo
de nuestro tiempo… y resulta que ya estaba en San Pablo. Recuerden, la
Blasfemia contra el Espíritu Santo, el pecado que no
se perdonará ni en este siglo ni en el venidero, consiste en lo que los
fariseos habían dicho cuando Jesús les habla de ese tipo de blasfemia
imperdonable: le llamaron Dios al demonio y
demonio a Dios, bien al mal y mal al bien, verdad a la mentira y mentira a la
verdad y, cómo no, bello a lo feo y feo a lo bello: “Este expulsa
los demonios por el poder de Beelzebú, príncipe de los demonios”
(Mt, 12).
La Blasfemia contra el Espíritu
Santo es la mayor impostura de la historia, latente desde los comienzos de la
civilización y ahora, en el siglo XXI, expresa, casi definitoria de la sociedad actual.
Don Eulogio tiene más
razón que un santo. Para el mundo del siglo XXI, El bien es mal y el mal, bien;
la mentira es verdad y la verdad, mentira; lo feo es bello y lo bello, feo. Dios es odioso y el Demonio es adorable y adorado.
Dicen que tener caridad con el prójimo y llamarlo a conversión es delito de
odio y que las mutilaciones genitales son el no va más de lo recomendable para
quienes quieren cambiar de sexo (como si uno se pudiera rebelar contra la
génetica y la biología); la muerte para los seguidores del Anticristo es un
derecho y un bien; mientras que rezar delante de un abortorio, de una
trituradora de niños, ahora resulta que es un delito. Dar vida está mal; matar
está bien. Es el mundo al revés.
Y dentro de la propia Iglesia, en
su más alta jerarquía, cada vez hay más defensores de la homosexualidad;
obispos partidarios de bendecir en los templos a las parejas homosexuales… Eso
es llamar bien al mal; es querer bendecir el pecado, querer cambiar la
doctrina, enmendarle la plana al propio Jesucristo (como no había grabadoras, ¿quién sabe lo que realmente dijo Jesús?),
reescribir las Sagradas Escrituras, ignorar la tradición; cambiar el catecismo,
reinterpretar los dogmas para agradar al mundo y al demonio y dar rienda suelta
a la carne. Quieren convertir la Iglesia de Jesucristo en otra cosa: proponen
una fe distinta; una liturgia a veces delirante, a veces sacrílegamente
creativa e incluso ofensivamente blasfema.
La nueva religión no cree en el
cielo ni en el infierno: no creen en la
trascendencia. No creen en la metafísica ni en Dios. Creen en una
ideología política que plantea una utopía ecosostenible, en un mundo sin
coches, sin contaminación, sin energías fósiles… Es la religión del nuevo orden
mundial que nos quiere obedientes, encerrados en casa; sin calefacción ni aire
acondicionado; comiendo insectos en vez de chuletones de ternera. Porque
quieren acabar con la ganadería, con la agricultura, con el consumo… Y nos
quieren llevar de vuelta al paleolítico, a la caverna y a las pinturas
rupestres. No en vano, su modelo ideal de vida es el de las tribus salvajes,
que según esta banda de gilipollas, viven en paz y en armonía con la
naturaleza, en una especie de Jardín del Edén, en el que los salvajes son
buenos y benéficos y viven ajenos al mal y libres del pecado original. Y todo
eso son mentiras. Puras mentiras que parecen sacadas de una película de Disney.
La naturaleza es cruel. Los salvajes no saben de derechos humanos y se matan
unos a otros con fruición. Y eso del indigenismo adámico y el buen salvaje es
un cuento que no se lo creen más que los necios. No creen en Dios ni en el
cielo ni en la necesidad de conversión y redención, pero creen, en cambio, en
un hombre salvaje, incivilizado, casi angelical, todo bondad, que vive en el
mundo de los teletubbies.
Creen en un paraíso puramente terrenal, idílico e irreal que ni existe ni
existirá jamás. Y plantean una falsa fraternidad entre todos los hombres por el
mero hecho de pertenecer a la misma especie.
Pero esa visión del mundo y del
hombre se pega de bruces una y otra vez con la realidad. Porque en el mundo hay
pecado y pecadores; hay guerras, asesinatos, violaciones y toda clase de
delitos e inmoralidades. Y el ser humano no es un ser angelical ni adámico sin
rastro de maldad ni de pecado. Este mundo está lleno de hijos de puta y de
necios. Y todos somos pecadores y todos estamos necesitados de la redención, de
la salvación, que solo Jesucristo nos puede dar. Sólo Dios nos salva y nos
libra del mal y del pecado. Cristo en la cruz pagó el precio por nuestros
pecados para abrirnos las puertas del cielo y salvarnos. Pero para eso, tenemos
que convertirnos, arrepentirnos de nuestros pecados, bautizarnos y confesarnos
(según el caso) y dejarnos transformar y santificar poco a poco por la gracia
de Dios que solo podemos recibir en la Iglesia a través de los sacramentos. Y
no hay otro camino de salvación más que ese. Fuera de la Iglesia no hay
salvación porque no hay otro salvador fuera de Jesucristo.
Por eso, nuestra misión es
anunciar el evangelio a todos los pueblos y a todas las naciones: incluidos los salvajes del Amazonas. Y hay que
hacerlo para transmitirles la fe por el bautismo y para que tengan esperanza de
vida eterna. Es urgente llamar a la conversión de todos. Yo llevo muchos años
escribiendo y siempre acabo igual: llamando a la conversión, al arrepentimiento
de los pecados. Porque solo habrá paz y justicia cuando Cristo sea reconocido
Rey por todas las naciones y todos los pueblos. Porque Cristo vive y reina por
los siglos de los siglos. Y su reino no tendrá fin. No hay utopías: no existen
mundos ideales. Hay un solo Dios que es amor, caridad, belleza y bondad
infinitos. El hombre se vuelve loco buscando una felicidad sin Dios y acaba
muerto, perdido y asqueado. Porque no hay felicidad fuera de Cristo. Los únicos
felices son los santos. Y nosotros queremos ser santos y vivir aquí ya unidos
al Señor. Y para eso, tenemos a Jesús Sacramentado que es el pan de vida y el
cáliz de salvación. Quien come su carne y bebe su sangre, tendrá vida eterna.
Esa es nuestra esperanza. Solo Cristo tiene palabras de vida eterna.
Sigue habiendo dos
ciudades. San Agustín las describió gráficamente:
Dos amores fundaron,
pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la
terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial.
La Ciudad Terrena está
simbolizada por el circulo multicolor de los llamados objetivos del milenio o
por la Agenda 2030: aborto, eutanasia, ideología de
género y políticas LGTBI… Odian a Dios y lo desprecian y solo saben de
muerte, de pecado y mal. Estos pecan contra el Espíritu Santo. Blasfeman y
comenten toda clase de abusos y sacrilegios. Y a los miembros de la Iglesia que
defienden estas política pecaminosas y estas maldades, más les valdría no haber
nacido.
La Ciudad de Dios ama a Dios por
encima de cualquier otra cosa. Es la ciudad de los santos; la Ciudad de quienes
prefieren morir a apostatar.
Unos se creen dioses; otros,
simples siervos de Dios, pobres pecadores que aman a Dios con locura y se saben
necesitado del Señor cada día y a cada instante porque saben que, sin Dios, no
son nada.
Soberbios y degenerados, unos;
humildes y piadosos, los otros. O con Dios o con el Demonio. Cada cual elige su
bandera.
Pero ¡Ay de los que
pecan contra el Espíritu Santo! ¡Ay de quienes, para cambiar la Iglesia al
gusto del mundo, del demonio y de la carne, se atreven a manifestar
públicamente que el Espíritu Santo habla, a través de no sé qué asambleas que a
nadie le importan, para contradecirse a sí mismo y cambiar así la Ley de Dios y
la Verdad Revelada! Dios no
dice una cosa hoy para cambiar de opinión mañana. La revelación está cerrada. No hay nada nuevo que añadir ni
nada que quitar. El depósito de la fe está cerrado y nadie puede modificarlo:
ni siquiera el Papa. Hay un solo bautismo, una sola fe, un solo Dios, una sola
religión verdadera. Dios es Cristo. Dios no se muda: lo que antes era pecado,
hoy sigue siendo pecado. Y quien diga lo contrario es un hereje y peca contra
el Espíritu Santo que nos reveló la Ley de Dios. No hay ni puede haber
contradicción ni ruptura entre la Iglesia de siempre y una supuesta nueva
iglesia de no sé qué nuevos paradigmas. Lo que era verdad y doctrina santa
antes del Vaticano II, sigue siendo verdad y doctrina santa ahora. Y la nueva
iglesia esa que predica que el mal es bien y el bien, mal, es la iglesia
del Anticristo. Sea anatema quien os predique una fe y un evangelio distintos
de aquella fe y aquel Evangelio que se ha predicado siempre en todas partes a
lo largo de los siglos y por el que han dado la vida tantos santos, confesores
y mártires.
Por eso yo doblo mis rodillas ante el Padre, de
quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra. A Aquel que
tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que
podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a Él la gloria
en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos.
Amén.
Pedro L. Llera
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