A Dios se le atribuye el milagro (siempre), y a los santos y a nuestros hermanos, la intercesión.
Por: Karla Yamilet Montero Gallardo | Fuente:
Semanario Alégrate
Como pueblo de Dios, nuestro país es altamente devoto. Esta ferviente devoción
no necesariamente es sinónimo de una fe sólida, bien formada y fundamentada en
Cristo y sus preceptos. Un gran porcentaje de los mexicanos, por ejemplo, se
confiesa guadalupano y, sorpresivamente, dentro de este grupo hay personas que,
guardando veneración a la Virgen María, se dicen no creyentes de la fe
cristiana: Guadalupanos sí, católicos no. Y, así como esto, algunos más tienen
devoción por otros santos sin declararse practicantes de nuestra religión. ¿Contradictorio? Y desordenado, sí.
Resulta, además que, entre el
desacomodo, podemos encontrar cristianos practicantes (tú y yo, por ejemplo)
que, al desconocer la doctrina católica, dan paso a terribles errores como
igualar la veneración a los santos con la que rendimos a la Virgen, y ambas con
la adoración a Dios. Un gran problema derivado de este desorden es que
atribuimos a los santos propiedades que sólo corresponden a Dios. Por ejemplo,
los milagros. Y aquí, con esto, nuestras expresiones al respecto. Que si la
Virgen, que si San Judas, que si San Rafaelito “es
muy milagroso”. Debemos ser muy claros al respecto: Sólo Dios concede milagros. Los santos, las ánimas
del Purgatorio e incluso nuestros semejantes (y todos nosotros, hijos de Dios)
son intercesores que, presentando sus súplicas a Dios, alcanzan para nosotros
el favor de su respuesta, de acuerdo con su santa y perfecta voluntad. A esto
le llamamos Comunión de Los Santos, en virtud de los tres estados de la Iglesia
(CIC 954), que nos hablan de la relación entre la Iglesia del Cielo y la de la
tierra. En el numeral 946 el Catecismo nos dice: “Como
todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica a
los otros [...] Es, pues, necesario creer [...] que existe una comunión de
bienes en la Iglesia. Pero el miembro más importante es Cristo, ya que Él es la
cabeza [...] Así, el bien de Cristo es comunicado [...] a todos los miembros, y
esta comunicación se hace por los sacramentos de la Iglesia” (Santo Tomás de
Aquino, In Symbolum Apostolorum scilicet «Credo in Deum» expositio, 13)”.
“El bien de Cristo
es comunicado”, dice, y con esto podemos
confirmar que es Él mismo quien nos brinda la gracia. Entonces, reordenando: A Dios se le atribuye el milagro (siempre), y a los
santos y a nuestros hermanos, la intercesión delante de Dios para obtener de Él
la bendición. (Es así, de hecho, que comienzan las causas de los santos,
los procesos de canonización).
Así que, si hasta ahora habíamos
dicho algo relacionado con esto de adjudicar milagros a las personas, a los
santos y a la propia Virgen María, podemos (debemos) comenzar a cambiar nuestra
expresión por algo más parecido a: “nuestra Madre
Santísima es la mayor intercesora”, “he pedido intercesión a San José”, “Dios
nos concedió el milagro por intercesión de San Rafael”. Hacerlo de otro
modo podría no ser tan grave si sólo es un decir. Pero si es un decir, mejor
que sea bueno.
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