En este 11 de octubre se cumplen 30 años de la constitución apostólica Fidei depositum, con la cual San Juan Pablo II ordenó la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica.
Las palabras del Papa estaban
llenas de satisfacción y entusiasmo por el trabajo realizado.
Latía el convencimiento de que el
Catecismo “responde enteramente a una necesidad de la Iglesia universal
y de las Iglesias particulares”.
Leemos también en la Fidei depositum:
“De todo corazón hay que dar gracias al Señor en este día en que podemos
ofrecer a toda la Iglesia… este texto de referencia para una
catequesis renovada en las fuentes vivas de la fe”.
Y más adelante: “Este Catecismo es una contribución importantísima a la
obra de renovación de la vida eclesial, deseada y promovida por
el Concilio Vaticano II”.
El Catecismo era necesario. Se
veía particularmente necesario veinte años después del Concilio. La confusión generada en
los años siguientes al Concilio era muy grande. Lo dijo con claridad el
entonces cardenal Ratzinger: “Puesto que la teología ya no parece capaz de transmitir un modelo
común de la fe, también la catequesis se halla expuesta a la desintegración, a
experimentos que cambian continuamente. Algunos catecismos y
muchos catequistas ya no enseñan la fe católica en la armonía de su conjunto,
sino que buscan hacer humanamente interesantes (según las orientaciones
culturales del momento) algunos elementos del patrimonio cristiano. (…) Consecuencia: no una
catequesis comprendida como formación global en la fe, sino reflexiones y
ensayos en torno a experiencias antropológicas parciales, subjetivas” (Informe
sobre la fe).
El Catecismo era necesario
porque es realmente determinante para el cristiano saber lo
que cree. “Y puesto que la fe es un acto
que abarca todas las dimensiones de nuestra existencia, siempre tiene que ser
de nuevo reflexionada y de nuevo manifestada; por eso los grandes temas de la
fe -Dios, Cristo, Espíritu Santo, Gracia y Pecado, Sacramentos e Iglesia,
Muerte y Vida Eterna- nunca son temas ya superados, sino siempre son los temas
que más profundamente nos afectan” (Joseph Ratzinger, Evangelio,
catequesis, catecismo).
¿Cómo puedo decirme
católico, si “mi fe” y “mi moral” están calcadas muchas veces sobre los
imperativos de la cultura dominante y el mero sentimiento personal?
Con toda razón afirmaba el mismo
sabio cardenal Ratzinger en 1985: “La regla de la
fe, hoy como ayer, no se halla constituida por los descubrimientos (sean estos
verdaderos o meramente hipotéticos) sobre las fuentes y sobre los estratos
bíblicos, sino sobre la Biblia tal como es, tal como se ha leído en la
Iglesia, desde los Padres hasta el día de hoy. Es la fidelidad a esta
lectura de la Biblia la que nos ha dado a los Santos, que han sido con
frecuencia personas de escasa cultura… y sin embargo han sido ellos los que
mejor la han comprendido” (Informe sobre la fe).
Esta crisis acerca de la
catequesis ya la había diagnosticado con claridad e insistencia San
Pablo VI. Un buen ejemplo sintético lo tenemos en una alocución del
27 de abril de 1975: “La verdad debe ser la raíz de
la acción, de la libertad. Lo dijo el Señor: 'La verdad os hará libres'. No va
por buen camino quien antepone la acción al pensamiento, la
praxis a la doctrina, el voluntarismo a la sabiduría”.
El Catecismo de la Iglesia Católica era necesario para tener “un texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina católica”
(Depositum fidei), en el desconcierto del creciente relativismo mundano, introducido
también en tantas mentes de católicos.
Aquella necesidad de hace décadas
no cesó. En la medida en que las nuevas ideologías y sus poderosos recursos
para “modelar” las opiniones y los deseos de
los hombres se van imponiendo y extendiendo, nos encontramos en más grave estado de confusión y de vacío espiritual, y por
consiguiente más perdidos en el mar de la historia.
A pesar de esta aguda necesidad,
muy bien atendida por el Catecismo, no parece que en este momento haya
una memoria viva y un importante reconocimiento de
este texto magisterial, tan válido hoy como ayer.
En este “olvido”
influirá seguramente el hecho de que en muchos ámbitos eclesiales se ha
hablado mucho, con sentido dialéctico y sin más distinciones, de ser “pastores”, y no “doctrinarios”.
Según ese discurso, algunos
opinan que afirmar las verdades de la fe y de la moral sería un acto
inevitablemente intolerante,
duro, farisaico. En todo caso manifestaría demasiada
confrontación con la visión del mundo que se va imponiendo. Habría que
silenciar toda referencia a las verdades de alcance universal.
En las últimas décadas se han
escrito textos influyentes, para
catequistas, con expresiones como estas: “Un cambio
radical de la imagen del hombre”, “abrirse a las corrientes universales”,
“hacia la superación de todo dogmatismo”, “el cristianismo se inventa de
nuevo”…
Fuertes signos de un gran complejo o de una ingenua asimilación de
la “cultura dominante”, con graves consecuencias
para la fe y para el sentido común.
Un complejo que los santos de
todos los tiempos, los Padres, los Doctores, los Pastores y los Mártires
ciertamente no tuvieron. Sabían con toda convicción que necesitamos de la verdad tanto o más que de la luz del sol. Y
creían con toda certeza que la Verdad total sobre Dios y sobre el hombre se nos
ha revelado en Cristo.
Precisamente de esto trata de modo claro, completo y autorizado el Catecismo de la Iglesia Católica.
Valgan estas líneas como modesto
homenaje y recordatorio de este don de
la Madre Iglesia para alimento de la fe, la esperanza y la caridad de sus
hijos.
Jorge Piñol, CR es
doctor en Teología con la tesis 'Revelación, redención y recapitulación en los
misterios de Cristo, según el Catecismo de la Iglesia Católica'.
Por: Jorge Piñol, ICR
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