El Papa Francisco se reunió esta mañana con una delegación de indígenas presentes en Quebec. A continuación, el discurso completo del Santo Padre:
Queridos hermanos y hermanas:
Los saludo cordialmente y les agradezco por haber venido hasta aquí
desde diversos lugares. La inmensidad de esta tierra lleva a pensar en el
largo camino de sanación y reconciliación que estamos afrontando juntos.
En efecto, la frase que nos ha acompañado desde marzo, desde que los
delegados indígenas me visitaron en Roma, y que caracteriza mi visita aquí
entre ustedes, es Caminar Juntos: Walking Together / Marcher
Ensemble.
He venido a Canadá como amigo para encontrarme con ustedes, para ver,
escuchar, aprender y apreciar cómo viven los pueblos indígenas de este
país. No vine como turista. He venido como hermano, a descubrir en
primera persona los frutos, buenos y malos, producidos por los miembros de la
familia católica local a lo largo de los años. He venido con espíritu
penitencial, para expresarles el dolor que llevo en el corazón por el mal
que no pocos católicos les causaron apoyando políticas opresivas e
injustas.
He venido como peregrino, con mis limitadas posibilidades físicas, para
dar nuevos pasos adelante con ustedes y para ustedes; para que se prosiga
en la búsqueda de la verdad, para que se progrese en la promoción de caminos de
sanación y reconciliación, para que se siga sembrando esperanza en las
futuras generaciones de indígenas y no indígenas, que desean vivir juntos
fraternalmente, en armonía.
Pero quisiera decirles, ya próximo a la conclusión de esta intensa
peregrinación, que, si he venido animado por estos deseos, regreso a casa
mucho más enriquecido, porque llevo en el corazón el tesoro incomparable
hecho de personas y de pueblos que me han marcado; de rostros, sonrisas y
palabras que permanecen en mi interior; de historias y lugares que no podré
olvidar; de sonidos, colores y emociones que vibran fuertes en mí.
Realmente puedo decir que, durante mi visita, fueron sus
realidades, las realidades indígenas de esta tierra, las que visitaron mi alma;
entraron en mí y siempre me acompañarán. Me atrevo a decir, si me lo permiten,
que ahora, en cierto sentido, yo también me siento parte de vuestra
familia, y me siento honrado.
El recuerdo de la fiesta de Santa Ana, vivida junto a varias
generaciones y a tantas familias indígenas, permanecerá indeleble en mi
corazón. En un mundo que lamentablemente es tan a menudo individualista, ¡qué valioso es ese sentido de familiaridad y de
comunidad que es tan genuino entre ustedes! ¡Y qué importante es cultivar
bien el vínculo entre los jóvenes y los ancianos, y custodiar una relación
sana y armoniosa con toda la creación!
Queridos amigos, quisiera encomendar al Señor lo que hemos vivido en
estos días y la continuación del camino que nos espera en el cuidado
atento de quienes saben custodiar lo que es importante en la vida.
Pienso en las mujeres, y en tres mujeres en particular. Ante todo en
Santa Ana, de quien pude sentir su ternura y protección, venerándola
junto a un pueblo de Dios que reconoce y honra a las abuelas.
En segundo lugar pienso en la Santa Madre de Dios: ninguna criatura
merece más que ella ser definida como peregrina, porque siempre, también
hoy, también ahora, está en camino; en camino entre el cielo y la tierra,
para cuidarnos por encargo de Dios y para llevarnos de la mano hacia su
Hijo.
Y por último, mi oración y mi pensamiento en estos días han ido
frecuentemente a una tercera mujer de presencia afable que nos ha
acompañado, y cuyos restos se conservan no lejos de aquí. Me refiero a
Santa Catalina Tekakwitha.
La veneramos por su vida santa, pero, ¿no
podríamos pensar que su santidad de vida, caracterizada por una entrega
ejemplar en la oración y el trabajo, así como por la capacidad de
soportar con paciencia y dulzura tantas pruebas, no podríamos pensar que esta
santidad de vida también fue posible por ciertos rasgos nobles y
virtuosos heredados de su comunidad y del ambiente indígena en el que
creció?
Estas mujeres pueden ayudar a unir, a volver a tejer una reconciliación
que garantice los derechos de los más vulnerables y sepa mirar la
historia sin rencores ni olvidos. Dos de ellas, la Santísima Virgen María
y Santa Catalina, recibieron de Dios un proyecto de vida y, sin preguntar
a ningún hombre, dieron su “sí” con
valentía.
Estas mujeres podrían haber respondido mal a todos los que se
oponían a ese proyecto, o bien permanecer sujetas a las normas patriarcales de
su tiempo y resignarse, sin luchar por los sueños que Dios mismo había
impreso en sus almas.
Pero no tomaron esa decisión, sino que con mansedumbre y firmeza,
con palabras proféticas y gestos resueltos se abrieron camino y cumplieron
aquello a lo que habían sido llamadas.
Que ellas bendigan nuestro camino común, que intercedan por
nosotros y por esta gran obra de sanación y reconciliación tan agradable a
Dios. Los bendigo de corazón. Y les pido, por favor, que sigan rezando por mí.
Gracias.
Redacción ACI Prensa
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