El Espíritu Santo no se equivoca ni nos engaña. Lo que el Espíritu ha dicho a su Iglesia una vez, no lo contradice otra. Por eso, Escritura, Tradición y Magisterio van entrelazados, como nos enseña Vaticano II. - Monseñor Demetrio Fernández
La convocatoria del Papa
Francisco para el Sínodo universal sobre la sinodalidad ha revuelto las aguas
de la Iglesia. La Iglesia por su propia naturaleza es sinodal, es comunión, es
asamblea. Y en la Iglesia todos hemos recibido la unción del Espíritu Santo,
que nos hace profetas. Somos convocados todos a profetizar, a expresar lo que
el Espíritu dice hoy a su Iglesia, para nosotros mismos y para los demás.
Ahora bien, es el Espíritu
Santo el que habla en nosotros. Y aquí puede venir el equívoco, porque no falta
gente que confunde el Espíritu Santo con sus propios pájaros en la cabeza. Se
hace necesario un discernimiento, al más puro estilo que san Ignacio propone en
sus Ejercicios. Es decir, examinar los espíritus para ver si vienen de Dios o
vienen del maligno. Porque el demonio es un especialista para camuflarse en
ángel de luz y hacernos pasar por evangélico y de Dios lo que viene del
egoísmo, destruye y mata.
En este contexto de sínodos y
asambleas quizá la palabra más frecuente sea esa, discernimiento. Es decir,
ponernos a la escucha de lo que el Espíritu Santo dice hoy a su Iglesia. Y eso
lo vamos descubriendo en el ejercicio del discernimiento.
Un primer criterio de
discernimiento es la Palabra de Dios. En ella, Dios sigue hablando hoy a su
pueblo, sigue hablando hoy a nuestro corazón. Por eso, se hace necesaria una
actitud de escucha al Espíritu en la oración, en el silencio, en la
contemplación. No perdemos el tiempo cuando entramos en esa órbita, sino por el
contrario, nos ponemos en sintonía con Dios, que quiere guiar nuestra vida y
nuestra historia. Si los sínodos y asambleas nos llevan más a la oración, al
trato con Dios, a abrir nuestro corazón a su Palabra y a su voluntad, a
convertir nuestra vida a él, bendito sea. Si toda esta movida nos entretiene en
palabras y palabras, en reuniones y en grupos, en encuentros a todos los
niveles, con gasto de tiempo y energías, y no nos convertimos, eso no viene de
Dios.
Un segundo criterio es mirar
lo que en todas partes y siempre ha vivido la Iglesia a lo largo de los siglos.
Es lo que llamamos Tradición, con mayúscula. La Iglesia y la misión que Cristo
le ha encomendado no la vamos a inventar nosotros ahora. La Iglesia nos viene
dada como un regalo del Corazón de Cristo. La Iglesia es la Esposa amada, por
la que Cristo ha dado la vida para purificarla mediante el baño del agua y la
palabra para presentársela ante sí sin mancha ni arruga ni nada semejante (cf
Ef 5). Qué bonita es la Iglesia cuando la miramos desde el Corazón de Cristo su
Esposo. Cómo ves la Iglesia hoy, me preguntaba un buen amigo hace unos días.
Con corazón de esposo, le dije, como Cristo la mira. Y en ese desposorio, cada
uno de nosotros somos los hijos de la Iglesia, nuestra madre.
En esa Tradición viva, los
santos son la linfa que ha ido vivificando la Iglesia. Acudir a los santos,
conocer sus biografías, su historia trenzada del amor de Dios y de la infinidad
de pecados humanos, propios y ajenos. Acercarse a los testigos de ese amor,
rubricado unas veces con la propia sangre, otras con la entrega de la propia
vida por amor hasta el extremo, es lo que vitaliza hoy a la Iglesia en sus
asambleas y en sus sínodos. Si de cada asamblea no sacamos la conclusión de que
estamos llamados a la santidad, y merece la pena gastar la vida en esa empresa,
los sínodos y las asambleas serán estériles, como un metal que sueña o un
címbalo de retiñe.
En el seno de esa Tradición
viva se inserta el Magisterio de la Iglesia, el del Papa y el de los obispos en
comunión con él, y el de todos en la continuidad del caudal de doctrina que los
siglos han ido acumulando para la salvación del mundo y de los hombres de
nuestro tiempo. Salirse de ese surco es errático, es condenarse a la
esterilidad. No puede ahora el Espíritu Santo venir a decirnos algo contrario a
lo que ha dicho en ocasiones anteriores. El Espíritu Santo no se equivoca ni nos engaña. Lo que el
Espíritu ha dicho a su Iglesia una vez, no lo contradice otra. Por eso, Escritura, Tradición y Magisterio van
entrelazados, como nos enseña Vaticano II (Dei Verbum, 10)-
Por ejemplo, el Papa Juan
Pablo II calificó como definitiva la doctrina por la que la Iglesia sólo puede
ordenar sacerdotes a los varones. Y lo calificó así en virtud de la
infalibilidad con que el Espíritu asiste al Magisterio in docendo. No tiene ningún sentido ahora
contradecir lo que el Espíritu ha dicho a su Iglesia en un momento dado o hacer
propuestas que no brotan de esa escucha al Espíritu, propia del clima sinodal.
Dígase lo mismo en su nivel lo referente al celibato sacerdotal, al uso de
anticonceptivos directos, a la bendición de uniones del mismo sexo, al aborto
en todas las circunstancias, al respeto de la vida en su última fase hasta la
muerte natural, etc.
Los sínodos y asambleas no
están para contradecir lo que el Espíritu dice a su Iglesia, como si la Iglesia
fuera un parlamento civil, que cambia las leyes a demanda de los votantes. Lo
que está sucediendo en el Sínodo de la Iglesia en Alemania y que la Santa Sede
ha advertido que «no tiene el poder de obligar a los obispos y a los fieles a
adoptar nuevas formas de gobierno y nuevos enfoques de la doctrina y la moral»
debe aplicarse a toda la Iglesia. Conozco lugares hoy en los que algunas
propuestas erráticas han sido rechazadas, porque no vienen del Espíritu, y no
han sido incorporadas a los documentos conclusivos. Y conozco lugares en los
que algunas de esas proposiciones erráticas, propuestas por una mínima minoría,
han sido inmediatamente incluidas en los documentos conclusivos, faltando al
más elemental de los discernimientos.
Sínodos y asambleas. Que Dios
nos asista en estos momentos de turbulencias en la sociedad y también en la
Iglesia. «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y
siempre; no os dejéis arrastrar por doctrinas extrañas» (Hbr 13,8-9)
Que tengáis un buen descanso
veraniego. Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio
Fernández, obispo de Córdoba.
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