miércoles, 2 de febrero de 2022

VIDA DE CRISTO. EXPOSICIÓN DE SANTO TOMÁS DE AQUINO

I. INTRODUCCIÓN [1]

«HAS ESCRITO BIEN DE MÍ»

Al final de su vida, Santo Tomás de Aquino (1225-1274) escribió una Vida de Cristo, que se encuentra en la Tercera parte de la Suma teológica, aunque muchas veces se ha publicado separada de la Suma. Esta parte de su magna obra la preparó en Nápoles en los dos últimos años de su vida.

Durante este tiempo, Santo Tomás vivió con una gran intensidad y emoción los misterios de la vida de Cristo, que le impresionaban de manera especial y profunda, fray Domingo Caserta, sacristán del convento de Nápoles, contó un importante suceso al dominico Guillermo de Tocco, autor de la biografía más completa del Aquinate, escrita en el cuarto decenio después de su muerte. El antiguo discípulo del Aquinate, en 1317, había sido nombrado promotor del proceso de su canonización, que finalizó seis años más tarde.

En su libro, refiere así la declaración que recogió del dominico también contemporáneo del Santo: «Advirtiendo fray Domingo que el maestro Tomás bajaba desde su celda a la iglesia antes de los maitines, y que cuando sonaba la campana para anunciarlos volvía rápidamente a su celda para no ser visto por los otros frailes, una vez lo observó. Fue a la capilla de san Nicolás, y acercándose por detrás de donde permanecía muy quieto en la oración, lo vio como un metro elevado en el aire. Mientras admiraba esto, escuchó allí mismo, en donde estaba orando con lágrimas, una voz que procedía del crucifijo: «Tomás has escrito bien de mí; ¿Qué recompensa quieres?». A lo que replicó fray Tomás: «Señor, no otra sino a ti». En este tiempo, estaba escribiendo la tercera parte de la Suma, sobre la pasión y la resurrección de Cristo. Después de escribir eso, ya escribió muy poco, por las cosas maravillosas que el Señor le reveló» [2].

En la pintura «Crucifixión de Cristo con dolientes, con Santo Domingo y con Santo Tomás de Aquino», su autor, fray Angélico, refleja muy bien la devoción de Santo Tomás a Cristo Crucificado. Se le ve con un libro suyo abierto, que sostiene con las dos manos, arrodillado al lado de Santo Domingo de Guzmán, que adora y ora con los brazos extendidos, y que parece mostrar u ofrecer a Cristo, a quien mira extasiado.

Se puede interpretar esta actitud, que se muestra en el fresco del pintor dominico, tal como hacía Abelardo Lobato. Indicaba, el conocido filósofo y teólogo tomista, que Santo Tomás está: «en pie junto al Cristo clavado en la cruz, confrontando su manuscrito, escrito con la rapidez del pensamiento en su famosa «littera illegibilis», mientras dialogaba cara a cara con el amigo y le preguntaba si en definitiva había leído y escrito bien. En su interior quedaba el eco imborrable de la respuesta: «Tomás has leído y escrito muy bien de mí» [3].

EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA

En su Introducción general a la edición bilingüe se la Suma teológica, Santiago Ramírez, uno de los más importantes filósofos y teólogos tomistas del pasado siglo, indica que toda esta Tercera parte de la obra está dedicada a Jesucristo, porque: «es el camino que nos lleva al Padre». También que: «Comprende tres grandes tratados: I. De la persona de nuestro divino Redentor. En este primer tratado se estudia la naturaleza del misterio de la Encarnación y las consecuencias que de él se derivan; luego se examinan las cosas que hizo y sufrió la Persona del Verbo humanado. II. De los sacramentos, por los cuales se nos aplican los méritos de la pasión y muerte, del Redentor (…) III. De la gloria, a la cual llegamos por los méritos de Cristo, que nos han sido comunicados por medio de los sacramentos; y, por relación con ella, de los demás novísimos» [4].

En el Prólogo a esta Tercera parte, Santo Tomás explica la razón de su contenido y de su orden del modo siguiente: «Nuestro Salvador y Señor Jesucristo, «salvando al pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21), como fue anunciado por el ángel» –a San José, que «se le apareció en sueños» (v. 20)–, «se nos reveló como el camino de la verdad por el que podemos llegar a la resurrección y a la bienaventuranza de la vida inmortal» [5].

El año interior, en la Exposición del Evangelio de San Juan, al comentar las palabras de Jesucristo al apóstol Tomás: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» [6], el Aquinate dice: «El camino es el mismo Cristo; y por esto dice «Yo soy el camino» (Jn 14, 6). Lo cual tiene, sin duda, una suficiente razón: puesto que por Él mismo tenemos acceso al Padre, como se dice en Rm 5, 2 («por Él mediante la fe tenemos la entrada en esta gracia, en la cual estamos firmes») (…) Más como este camino no está distante del término, sino conexo, añade «la verdad y la vida», y así simultáneamente es el camino y el término. Es el camino según su humanidad, es el término según su divinidad» [7].

En otra obra, que había iniciado también en esta misma época, escribe: «La Divina Trinidad y la Humanidad de Cristo son las dos verdades sobre las que estriba la fe; esto último no debe causarnos asombro, porque la Humanidad de Cristo es el camino por el que se va a Dios». Como consecuencia, añade: «El hombre, tiene necesidad de conocer, durante su peregrinación terrena, aquel camino recto que ha de conducirle al fin de su viaje» [8].

Más adelante explica que: «según la verdad de la Fe católica, Cristo tenía un verdadero cuerpo perteneciente a nuestra naturaleza, una verdadera alma racional y, al mismo tiempo, la divinidad. Estas tres substancias se unen en una sola Persona, pero no en una sola naturaleza» [9]. La persona de Cristo es la segunda de la Santísimas Trinidad, con la naturaleza divina, común a las tres Personas, y una naturaleza humana, como la nuestra, asumida menos en el pecado. Su naturaleza substancial humana, posee, por ello, un cuerpo humano, que es una substancia incompleta, informada por un alma humana, también substancia incompleta. Puede decirse, por tanto, que en Cristo hay tres substancias, el cuerpo, el alma, incompletas por constituir ambas la naturaleza substancial humana, y la naturaleza substancial divina, que completa es propiamente substancia.

Santo Tomás afirmará también que: «nuestra bienaventuranza», que es «el fin de la vida humana», «nos es conferida por la humanidad de Cristo» [10]. Por ello: «los hombres son llevados a este fin de bienaventuranza por la humanidad de Cristo» [11]. Esta: «naturaleza humana de Cristo fue instrumento de su divinidad, siendo movida a través de su propia voluntad» [12], que como voluntad, y además perfecta, conservaba su libertad. Debe afirmarse, por tanto, que: «la humanidad de Cristo es instrumento de la divinidad no a la manera de un instrumento inanimado, que carece totalmente de operación propia, sino a la manera de instrumento animado por un alma racional, que se mueve y al mismo tiempo es movida» [13]. La humanidad salvadora de Cristo, unida a la divinidad, es totalmente libre.

Desde esta consideración de la doble naturaleza de Cristo, infiere Santo Tomás, en el texto citado de la Exposición del Evangelio de San Juan, que Cristo: «de este modo, según que es hombre dice «yo soy el camino», y según que es Dios añade «la verdad y la vida», por lo que las dos palabras indican adecuadamente el término de este camino».

Las voces «verdad» y «vida» son adecuadas, porque el final o: «término de este camino es el fin del deseo humano, pues el hombre desea principalmente dos cosas. En primer lugar, el conocimiento de la verdad, que es algo propio del mismo. En segundo lugar, la continuación de su ser, que es algo común con los demás».

A los dos fines se llega por el mismo camino, Además, cada fin y el camino se identifican. Por una parte, porque: «Cristo es el camino para llegar al conocimiento de la verdad, cuando, sin embargo, Él mismo es la verdad: «Guíame, Señor, en tu camino, y andaré en tu verdad» (Sal 85, 11)». Por otra, porque: «Cristo también es el camino para llegar a la vida, cuando, sin embargo, Él mismo es la vida: «Me hiciste conocer los caminos de la vida» (Sal 15, 11)».

Debe decirse, por consiguiente, que el inicio del camino –la gracia de Cristo–, el mismo camino –su humanidad, instrumento de su divinidad–, y su final –Dios, que es la verdad y la vida–, los tres son Cristo. «Por esto, en el término de este camino se designa la verdad y la vida, que ya más arriba se había dicho de Cristo. Primero que Él es la vida, al decirse «en Él estaba la vida» (Jn 1, 4); después que «era la luz de los hombres» (Jn 14, 1), pues la luz es» [14], es decir, es la verdad. [15]

LOS MISTERIOS DE CRISTO

En el Prólogo a la Tercera parte de la Suma teológica, Santo Tomás declara asimismo que: «Para completar la exposición teológica que nos ocupa es, pues necesario que (…) nos ocupemos del mismo Salvador y de los beneficios prestados por Él al género humano». Para ello: «primeramente hemos de estudiar al Salvador en sí mismo; después los sacramentos, con los que alcanzamos la salud, y en tercer lugar, el fin de la vida inmortal, al que nos hace llegar por la resurrección».

Precisa que: «en el estudio del Salvador en sí mismo, hemos de considerar ante todo el misterio de la Encarnación, es decir, el misterio de un Dios hecho hombre para salvarnos; y en segundo lugar, todo cuanto hizo y sufrió ese Dios encarnado, nuestro Salvador» [16]. En la primera sección de esta parte, estudia la persona del Salvador (cuestiones 1-26), y en la segunda se ocupa de su vida (cuestiones 27-59).

Sobre esta última, antes de iniciarla, explica que: «Después de lo expuesto sobre la unión de Dios y del hombre, y de las consecuencias de esta unión, resta que consideremos cuanto el hijo de Dios encarnado, hizo y padeció en su naturaleza humana» [17].

Sobre los padecimientos de Cristo hombre, escribía el tomista Torras y Bages: «La substancia de nuestra santa religión se puede decir que es el sacrificio de expiación por las culpas y pecados de los hombres». Jesucristo «con sus sufrimientos y humillaciones abrió las puertas de la gloria reconciliando los hombre con Dios. El enseñó el mérito del dolor, el valor del sufrimiento para obtener la purificación y el perfeccionamiento de la vida». Por ello, afirma que: «Jesús es el gran maestro de la ciencia del padecimiento».

Cristo: «con sus sufrimientos y humillaciones abrió las puertas de la gloria reconciliando los hombre con Dios. Él enseñó el mérito del dolor, el valor del sufrimiento para obtener la purificación y el perfeccionamiento de la vida. La restauración humana se obtuvo mediante su Pasión sagrada y su muerte afrentosa y gloriosa. Afrentosa a los ojos del mundo vanidoso e irreflexivo; gloriosa a la vista de aquellos que penetren la substancia de las cosas y ven que el valor real de los hombres, que su felicidad, no consiste en exterioridades aparatosas y transitorias, sino en su mérito moral, en su perfección esencial, que tiene un carácter absoluto y eterno» 18].

Advierte el obispo de Vic que: «Jesús vino no sólo a redimirnos, sino que también a darnos ejemplo. Pero Él que quiso ser hombre, no deja de ser Dios, y de Él a nosotros hay una diferencia infinita. Nuestra fuerza es una miseria que Él vino a ayudar con la fuerza de su gracia». Además: «su ejemplo es un estimulante poderoso de nuestra voluntad, es la perfección humana que enamora al hombre viador y a la cual a de trabajar para acercársele, pero en este mundo es imposible alcanzar del todo» [19].

Indica seguidamente Santo Tomás que: «Dividimos este estudio (sobre la vida de Cristo) en cuatro partes: la primera, de su entrada en el mundo; la segunda, del curso de su vida terrestre, la tercera, de su salida de este mundo; cuarta, de su exaltación después de esta vida» [20].

Sobre esta sección del tratado cristológico, ha observado el tomista Battista Mondin que, a diferencia de la anterior, es predominantemente histórica. Esta: «parte segunda es de carácter prevalentemente histórico. Santo Tomás se ocupa de todos los episodios importantes de la vida de Jesús, a partir de la anunciación hasta su ascensión al cielo».

Sin embargo, al igual que la primera, precisa Mondin que: «la preocupación de Santo Tomás resta esencialmente teológica; su cometido es siempre el de lograr la mejor comprensión posible del misterio de Cristo. Él recorre los hechos principales de la vida de Jesús para captar el «porqué», la «razones de conveniencia» que los ha originado» [21].

Además; «es importante observar que también en esto Santo Tomás procede teológicamente: en ningún modo trata de comprobar los hechos, que están ya plenamente reconocidos y acogidos por la fe apoyada en la autoridad de las Escrituras, sino que intenta sencillamente comprenderlos. Es siempre la «fides quarens intellectum» la que orienta su trabajo. La investigación teológica sobre los misterios de la vida de Cristo está dirigida al descubrimiento o a la aproximación por medio de las «rationes convenentiae» de los «mysteria» [22].

EL LIBRO DE CRISTO

Abelardo Lobato advertía que: «Dios ha escrito dos libros para el hombre, uno es la naturaleza, escrito con el dedo de Dios, el mundo que nos envuelve y al cual el hombre supera, porque su ser trasciende la materia, y otro libro es Cristo»,

Nota también el conocido tomista dominico que, por una parte, Santo Tomás: «llega a decir que si un estudioso estuviera cierto de que hay un libro en el cual se conociese toda la verdad y todo el saber, haría lo posible para comprar, leer y asimilar ese libro».

Por otra, que: «Nuestra fortuna es que ese libro existe, y que está al alcance de todos, pero es un libro sellado, que sólo se puede comprender desde la clave en que está escrito, que es el amor. Ese libro es Cristo, libro abierto y patente a los creyentes, que leen en él y alcanzan la sabiduría» [23].

Eudaldo Forment


[1] La pintura que encabeza el escrito es del dominico Fray Angélico (Fra Giovanni di Fièsole (1395-1455), conocida ccomo «Crucifixión con dolientes, con Santo Domingo y Santo Tomás» (c. 1437-1446).

[2] GUILLERMO DE TOCCO, Hystoria beati Thomae de Aquino, en A. FERRUA (Ed.), Alba, Edizione Domenicane, 1968, pp. 25-123, pp. 79-80.

[3] Abelardo Lobato, El hombre a la luz del misterio de Cristo, en Introducción a El pensamiento de Santo Tomás de Aquino para el hombre de hoy. III, El hombre, Jesucristo y la Iglesia, Valencia, Edicep, 2003 , pp. 25-44, p. 31.

[4] S. RAMÍREZ, «Introducción general», en Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, Madrid, BAC, 3ª ed., 1964, pp. 1- 216, p. 212.

[5] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, Prol.

[6] Jn, 14, 6.

[7] Santo Tomás de Aquino, Lectura al Evangelio de San Juan, c. 14, lec. 2.

[8] ÍDEM, Compendio de Teología, c. 2, n. 3.

[9] Ibíd., c. 209, n. 402.

[10] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 1, a. 2, in c.

[11] Ibíd., III, q. 9, a, 2, in c.

[12] Ibíd., III, q. 18, a. 1, ad 2.

[13] Ibíd., III, q. 7, a. 1, ad 3.

[14] ÍDEM, Lectura al Evangelio de San Juan, c. 14, lec. 2.

[15] Como ha indicado Abelardo Lobato: «La verdad no es una cosa, es una persona» (Introducción a De la verdad, de Abelardo Lobato, en De la verdad, en Santo Tomás de Aquino, Opúsculos y cuestiones selectas, Filosofía, Madrid, BAC, 2001, pp. 185-198, p. 195.

[16] ÍDEM, Suma teológica, III, Prol, q. 27.

[17] Ibíd., III, Prol., q. 27.

[18] JOSEP TORRAS I BAGES, La ciéncia del patir, en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, IX y X, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. IX, pp. 205- 230, p. 222.

[19] Ibíd., p. 224.

[20] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, Prol., q. 27.

[21] Battista Mondin, Cristología,, en El pensamiento de Santo Tomás de Aquino para el hombre de hoy. III, El hombre, Jesucristo y la Iglesia, op. cit., pp. 45-344, p. 197.

[22] Ibíd., pp. 197-198.

[23] Abelardo Lobato, El hombre a la luz del misterio de Cristo, en Introducción a El pensamiento de Santo Tomás de Aquino para el hombre de hoy. III, El hombre, Jesucristo y la Iglesia, op. cit., p. 31.

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