La genuflexión ante el sagrario es un gesto mínimo de reconocimiento de que Cristo está real y físicamente en él bajo las especies eucarísticas. Foto: captura de Youtube del canal del sacerdote Antonio María Domenech Guillén.
Hace escasas fechas fue noticia
en mi ciudad, Santander, la profanación del sagrario de una céntrica parroquia. Se robó el cáliz
y varias hostias aparecieron desparramadas por el suelo. La policía descartó,
al parecer, el móvil del robo. Se trataría, pura y simplemente, del deseo de hacer daño a la Iglesia en lo más sagrado,
en donde más debe dolerle, en el corazón vivo de la comunidad: el Santísimo.
¿Por qué este acto
monstruoso?, se preguntaba algún creyente en
las páginas de un medio local. Si se odia a la Iglesia, ¿por qué no expresar tal sentimiento de cualquier otra forma? ¿Por qué
arremeter precisamente contra el más inocente, contra ese Dios que se humilla hasta
el extremo de quedarse bajo la forma de pan en un ángulo oscuro del templo
esperando nuestra visita consoladora?
La respuesta acaso sólo pueda
darla quien sea capaz de comprender, por poner un ejemplo, al hombre que mata a
sus hijos pequeños por la fuerza de su odio a la mujer que los ha parido. El odio a Dios es algo misterioso y supone una tremenda paradoja.
Si se cree en Él, ¿cómo odiarlo? Y si no se
cree en Él, ¿por qué ultrajar su mayor símbolo?
¿Por qué no ultrajar más bien a quienes lo utilizan con engaño?
Se piensa, naturalmente, en
algo satánico. Los
rituales y las acciones satanistas están a la orden del día. Quizá no son más
que un juego de rol, como una performance, una diversión digamos un poco fuerte con la que
algunos tratan de combatir por el lado siniestro el vaciamiento religioso de
nuestra sociedad; o quizá son la expresión de una aversión verdadera,
diabólica, al Cuerpo de Cristo. A mí me cuesta creer esto último. La única
certeza que tenemos sobre la condición del Diablo es que se trata de un ente
dotado de gran inteligencia, y si algo le
interesa en el momento actual a ese ente es no provocar ninguna emoción, ninguna reacción doliente, por causa de un
ataque gratuito a la Eucaristía.
Profanaciones como ésta parecen,
pues, contrarias a cualquier estrategia racional del Demonio. Lo que más le
conviene al Espíritu-Que-Siempre-Niega es lo que
está sucediendo en la actualidad en nuestras iglesias y lugares de culto: la indiferencia generalizada ante el
sagrario. La presencia real de Cristo en las especies de pan
y vino parece hoy fuera de cualquier discusión en todo el ámbito eclesiástico y
en sus lindes, pero no por lo evidente que se haya hecho el dogma sino
por lo poquísimo que conmueve ya al pueblo. No sólo los sagrarios vacíos, no sólo la
irreverencia de los que pasan junto a ellos, no sólo el mostrenco e impasible
estar en pie de casi todo el mundo en misa en el momento de la consagración. No
se vive el gran misterio, no se vibra ante Él. Da igual que ese trocito de pan
sea la carne de Cristo. Si alguien lo ultraja y lo pisotea, el mismo Cristo lo
perdonará fácilmente. ¿Por qué no iba a hacerlo? Al
fin y al cabo no se ha hecho daño a ningún hombre.
Quizá haya que recordar lo que
escribió Santo Tomás de Aquino sobre el Demonio. Lo consideró un estímulo y
un medio de perfeccionamiento moral (S. Theol. 1, q. 64. a 4). El Demonio ha
cooperado siempre al vigor de la lucha cristiana. Sin él, la vida
espiritual se va volviendo inerte y la acedia acaba invadiendo el alma. La acedia
es esa falta de alegría del hombre religioso que se convierte en hastío y
rechazo íntimo hacia la vida espiritual. Y lo curioso es que no sólo hay una
acedia individual, sino también colectiva. A fuerza de vivir la fe sin que pase
nada importante, sin que haya ningún peligro, la comunidad creyente parece
condenada a sucumbir a la monotonía, a la indiferencia y, a la postre, al
desprecio del acontecimiento litúrgico.
Y quizá también haya que poner
esta profanación del sagrario en la misma línea que ese escándalo, también
reciente, del obispo que abandonó la
religión, o que la "cambió" por una mujer que escribe literatura pornográfica. Son
ambos hechos muy tristes, muy duros y desde luego indeseables, pero que vienen
a interpelarnos, a sacudirnos, y también a abrirnos los ojos sobre el valor y
la grandeza de lo que tenemos entre manos. Sólo que mientras la iglesia
santanderina ha reaccionado con un bello y tal vez fecundo acto de desagravio,
la iglesia española (y me refiero a la parte más visible, a la jerarquía)
todavía no parece haber hecho un solo movimiento de reafirmación
de la grandeza y del valor de la castidad sacerdotal y de la belleza e importancia del compromiso
que supone el sacramento del orden. Que esa fue precisamente la conclusión
regocijante que sacaron del caso los enemigos de la Iglesia: que el celibato obligatorio trae estas cosas...
Publicado en El Diario Montañés.
Por Enrique Álvarez
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