La naturaleza en cuanto tal no piensa, ni quiere, ni se enfada, ni castiga, ni perdona.
Por: P. Fernando Pascual, LC | Fuente: Catholic.net
Entre las ideas típicas del paganismo hay una
que consiste en tratar a la naturaleza, o a la tierra, o a las estrellas, o al
universo en su conjunto, como una persona, como un ser divino.
El cristianismo dejó atrás esa idea, al
considerar todo lo creado como resultado de la mano de Dios, y al negar la
divinización de los seres materiales, de las plantas o de los animales.
El paganismo no ha sido superado completamente,
y en ocasiones resurge. En los últimos años, lo hace de una forma más o menos
explícita, cuando se llega a creer que ciertos fenómenos serían la “respuesta”, reacción o castigo de la naturaleza
contra las maldades de los seres humanos.
Así, por ejemplo, frente a un terremoto, o unas
inundaciones, o una sequía especialmente intensa, algunos afirman que son un
castigo de la “Madre Tierra”, una revancha
del mundo físico contra el hombre.
También ocurre que diversas voces han presentado
y presentan las epidemias de virus y bacterias como si se tratasen de una
reacción defensiva del planeta, cansado por tantos abusos de los humanos.
Este tipo de afirmaciones da una especie de
carácter antropomórfico o divino a realidades que no tienen ninguna
consistencia personal. La naturaleza en cuanto tal no piensa, ni quiere, ni se
enfada, ni castiga, ni perdona.
Solo los seres personales (Dios y los hombres,
los ángeles y los demonios) pueden hacer valoraciones, pueden alabar y premiar
comportamientos buenos, o reprobar, incluso castigar, comportamientos malos.
Un terremoto, ciertamente, puede ser visto como
parte del designio de Dios que invita a la conversión, que recuerda cómo todo
lo material es caduco y frágil, que nos ayuda a dejar avaricias dañinas y a
trabajar por lo realmente importante.
También es posible explicar los estragos de una
riada al constatar opciones humanas que provocaron daños enormes en un
territorio, que bloquearon canales necesarios para el paso del agua, que
construyeron edificios en zonas de riesgo.
Pero lo que resulta completamente falso es
pensar que “la tierra”, o “la naturaleza”, tienen una personalidad que da
premios o castigos, que se alegra o se entristece ante las acciones humanas.
La visión cristiana acepta que Dios tiene en sus
manos todos los destinos del universo. También admite que Dios pueda permitir
que los espíritus (ángeles y demonios) tengan ciertos poderes sobre el mundo
material.
Sobre todo, Dios ha dado a los humanos una
libertad con la que, por desgracia, podemos provocar enormes daños (guerras,
especulación, robos, violencia sobre inocentes, abortos).
Esa misma libertad puede orientarse al bien: a
ayudar a los débiles, a buscar maneras equilibradas de tratar a los vivientes
que comparten con nosotros el mismo planeta, a cuidar una tierra en la que se
desarrolla nuestra vida temporal.
La naturaleza no es divina, por más que lo
repitan quienes acogen ideas paganas. Es una creatura que, mal usada, puede ser
ocasión de enormes daños; o, usada según una justa medida, se convierte en una
ayuda para crecer en el amor a Dios y a los hermanos.
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