Cuando Dios llama, la edad verdadera de un hombre es la edad de su amor y de su generosidad.
Por: José Miguel Cejas | Fuente: interrogantes.net
LA
EDAD DEL HOMBRE
La edad. ¿Cuál es la edad de un hombre? Los
calendarios, los relojes, las arrugas, las burbujas de champán de cada
Nochevieja tejen cronologías extrañas que no coinciden con las fechas del alma.
Hay hombres eternamente niños. Otros, perpetuos adolescentes. Muchos no llegan
nunca a la madurez. Hay a quienes les sorprende la vejez embriagados todavía en
el vértigo de su frivolidad: tratan entonces de apurar la vida a grandes
sorbos, a la búsqueda de lo que ya no volverán nunca a ser.
Unos alcanzan ese equilibrio llamado madurez en cada una de las épocas de su
vida: ¡qué magnífica la madurez de un niño plenamente,
verdaderamente niño! Sin embargo, otros no lo logran nunca: ¡qué tristeza entonces la del niño crecido
prematuramente!; ¡qué ahogo del alma producen esos retratos velazqueños en los
que aparecen los niños de la corte, envarados, rígidos y erguidos, con sus
gargantillas estrechas, por las exigencias de una etiqueta severa que asfixiaba
su niñez!
Por el contrario, ¡qué espléndida la niñez,
o la adolescencia, si se sabe ser eso: ni niño ni adulto prematuro, sino un adolescente,
es decir, un joven que sabe vivir su juventud intuida, con la mirada abierta
hacia el futuro! ¡Qué plenitud la de la vejez si es quintaesencia de vida
acumulada, consumación de ideal, culminación de una vida!
Si es cierto que cada uno es responsable de su rostro a los cuarenta años, ¡qué
formidable testimonio dan de sí mismos –sin quererlo– los rostros de los
santos! Sus ojos, sus gestos, revelan una sorprendente, una casi indestructible
juventud interior. Demuestran que, sea cual sea la edad que se tenga, la edad
verdadera de un hombre es la edad de su amor y de su generosidad. Y que su
calendario definitivo no es el que marca sus días hacia la muerte, sino el que
señala su camino hacia Dios.
CUANDO DIOS LLAMA
Por eso, cuando Dios llama, ¡qué importa la edad! Dios
llama siempre en la juventud, en la hora perfecta del amor. El primer barrunto
suele experimentarse en la niñez o en la adolescencia: Teresa
de Lisieux lo evoca en sus memorias: era una adolescente de quince años cuando
un guardia suizo la tuvo que arrancar de los pies de León XIII, al que le
insistía audaz y fervientemente que la dejase entrar a esa edad en el Carmelo. Pero
no siempre es así: Alfonso de Ligorio se decidió a
los veintisiete, después de años de brillante ejercicio profesional en el foro;
San Agustín se bautizó a los treinta y tres, después de una vida azarosa y
turbia; y San Juan de Dios cambió de vida a los cuarenta y dos años, tras una
existencia aventurera y llena de peligros que le había puesto en una ocasión al
pie de la horca.
No existe una "edad perfecta" en
la que llame Dios. Dios llama cuando quiere y como quiere. El Espíritu Santo,
como señala Berglar, no parece demasiado preocupado por la partida de
nacimiento. Por eso, nunca es demasiado tarde para corresponder a su llamada,
porque vivir es siempre estar a tiempo. Porque para Dios no hay tiempo.
DIOS SUELE LLAMAR EN LA
JUVENTUD
Pero el amor suele llegar en la juventud, y Dios, que es Amor, suele llamar en
la juventud. La Virgen era una adolescente –¿catorce,
quince, dieciséis años? Y San José debía de ser joven, por mucho que lo
intenten envejecer pintores y escultores con el devoto pretexto de guardar la
pureza de María. ¡Como si la juventud no supiese
vivir limpiamente! ¡Como si no tuviésemos ya demasiados ejemplos tristes de la
lubricidad de tantos ancianos! ¿Y Juan? El único apóstol que acompañó al
Señor al pie de la cruz era un adolescente. Y luego, el resto de los apóstoles
rebosaba juventud: rondaban todos la edad del
Señor, que tenía treinta años. La iconografía nos los pinta solemnes,
barbados, serios, y casi siempre ancianos. Pero la realidad fue muy distinta:
los acompañantes de Jesús por los caminos polvorientos de Palestina estaban en
la plenitud de la vida y muchos acababan de estrenar su juventud. La lectura
del Evangelio deja ese sabor inconfundible, ese ardor, esa prisa alegre, esa
vibración que sólo poseen los jóvenes.
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