Hay
momentos que el corazón necesita gritar a los cuatros vientos, con un bramido
clamoroso: «Dios mío, ven en mi auxilio; date prisa
en socorrerme». Cuando los labios pronuncian estas palabras del salmo en
situaciones complejas y difíciles la verdad es que el corazón se llena de
consuelo. Es el quejido del que necesita hacer un alto en el camino, dirigir la
mirada al cielo y llenarse con la ternura misericordiosa de Dios que espera la
invocación confiada del Hijo para ayudar al necesitado. Es el canto convencido
del que necesita de la fuerza de Dios, del que se siente amado por el Padre,
convencido de que ese Dios bueno y misericordioso conoce mejor que nadie las
propias necesidades. Es el clamor del que dirige su mirada a Dios y lo busca en
la inmensidad del universo o en la soledad del sagrario. Es la llamada al Dios
de la vida, al Dios Padre del que uno se siente hijo amado, que le hace
mantenerse sereno en la tribulación y le da la paz en los momentos de mayor
desasosiego. Es el grito del que, sintiéndose hijo, es capaz de dirigirse a
Dios con total arrepentimiento confiado de que el Padre le acogerá con los
brazos abiertos.
«Dios mío, ven en mi auxilio; date prisa en socorrerme». Y las puertas del cielo se abren para acoger la súplica. La sabia nueva de Dios llena el corazón del hombre. La brisa del Espíritu lo invade todo. Y Dios te dice que está a tu lado. Que nada hay que temer porque Él lo da todo. Y, entonces, no hace falta exclamar el «Dios mío, ven en mi auxilio; date prisa en socorrerme». Basta con mirar la cruz. Ser hijo de Dios es identificarse con el Cristo del Calvario. Es contemplar los acontecimientos de la vida, las caídas y los dolores con la mirada de Cristo. Es aceptar la voluntad del Padre como hizo el mismo Cristo, que obediente hasta el extremo se entregó hasta la muerte y muerte de Cruz, amando y perdonando como hasta entonces nadie había hecho.
«Dios mío, ven en mi auxilio; date prisa en socorrerme». Uno hijo de Dios no debe temer nunca. Basta con seguir a su Hijo, con la fuerza del Espíritu Santo, para alcanzar la cima del amor supremo y desde allí exclamar: «Padre, creo en Ti. Haz de mí cuanto quieras porque te lo entrego todo».
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