María, en el Magnificat, no separa lo que Dios ha unido por medio de su Hijo: los problemas temporales de los celestiales.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Retiros y
homilías del Padre Nicolás Schwizer
El gran cántico de la Sma. Virgen en su visita a
la casa de Santa Isabel es el Magnificat. Expresa su inmensa alegría por todo
lo que Dios ha hecho en su humilde esclava.
En el canto, en realidad, María dice pocas cosas nuevas. Casi todas sus frases
encuentran numerosos paralelos en los salmos y en otros libros del Antiguo
Testamento. Pero como escribe un teólogo - si las palabras provienen en gran
parte del antiguo testamento, la música pertenece ya a la nueva alianza. En las
palabras de María estamos leyendo ya un anticipo de las bienaventuranzas y una
visión de la salvación que rompe todos los moldes establecidos. En el canto,
María dice cosas que deberían hacernos temblar.
El canto es como un espejo del alma de María. Es, sin duda, el mejor retrato de
María que tenemos. Su canto es, a la vez, bello y sencillo. Sin alardes literarios,
sin grandes imágenes poéticas, sin que en él se diga nada extraordinario. Y sin
embargo, ¡qué impresionantes resultan sus palabras!
Es, ante todo, un estallido de alegría. Las cosas de Dios parten del gozo y
terminan en el entusiasmo. Dios viene a llenar, no a vaciar. Pero ese gozo no
es humano. Viene de Dios y en Dios termina. La alegría de María no es de este
mundo. No se alegra de su maternidad humana, sino de ser la madre del Mesías,
su Salvador (M. Thurian). No de tener un hijo, sino de que ese hijo sea Dios.
Por eso se sabe llena María, por eso se atreve a profetizar que todos los
siglos la llamarán bienaventurada, porque ha sido mirada por Dios. Nunca
entenderemos los occidentales lo que es para un oriental “ser mirado por Dios”. Para éste aún hoy la
santidad la transmiten los santos por medio de su mirada. La mirada de un
hombre de Dios es una bendición. ¡Cuánto más si el
que mira es Dios!
La cuarta estrofa del himno de María resume su visión de la historia. Y se
reduce a una sola idea: el reino de Dios, que su hijo trae, no tiene nada que
ver con el reino de este mundo.
Y ésta es la parte subversiva del himno que no podemos disimular: para María el
signo visible de la venida del Reino de Dios es la humillación de los
soberbios, la derrota de los potentados, la exaltación de los humildes y los
pobres, el vaciamiento de los ricos.
Estas palabras no deben ser atenuadas: María anuncia lo que su Hijo predicará en las
bienaventuranzas: que Él viene a traer un plan de Dios que deberá modificar las
estructuras de este mundo de privilegio de los más fuertes y poderosos.
Los pobres y humildes de los que habla María son los que sólo cuentan con Dios
en su corazón: los humildes, los que temen a Dios,
los que se refugian en él, los que le buscan, los corazones quebrantados y las
almas oprimidas. María no habla tanto de clases sociales, sino más bien
de clases de almas. ¿Y quién podrá decir de sí
mismo que es uno de esos pobres de Dios?
María no habla solamente de la pobreza material o de la pobreza espiritual.
Habla de la suma de las dos. Y al mismo tiempo ofrece un programa de reforma de
las injusticias de este mundo y de elevación de los ojos al cielo. Son dos
partes esenciales de su Magnificat y del evangelio, dos partes inseparables.
María, en el Magnificat, no separa lo que Dios ha unido por medio de su Hijo: los problemas temporales de los celestiales. Su
canto es, verdaderamente, un himno revolucionario, pero de una revolución
integral. Por eso María puede predicar esa revolución con alegría.
Pienso que es necesario que también todos nosotros cantemos con ella, y como
ella, atreviéndonos a decir toda la verdad que María anuncia.
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