En el año 1525 se encuentra ya el avemaría en los catecismos populares...
Por: P. Evaristo Sada, L.C. | Fuente:
la-oracion.com
En el año 1525 se encuentra
ya el avemaría en los catecismos populares, pero la fórmula definitiva tal y
como nosotros la rezamos la fijó Pío V en 1568,
con ocasión de la reforma litúrgica.
DIOS
TE SALVE
Imagínate cómo es la mirada de Dios sobre la
mujer que Él creó y eligió para que fuera su madre: una mirada llena de amor,
de predilección, de gozo y complacencia. Hasta donde te sea posible, cuando
comiences el avemaría apropia la mirada de Jesús sobre su Madre y salúdala con
las palabras del Arcángel Gabriel en la anunciación (Lc. 1,28). Desde lo más
profundo de tu corazón dile: “alégrate María”
MARÍA
Pronunciar el nombre de María te llena de amor y
de confianza. María significa la amada del Señor, Señora, estrella
del mar, la que orienta a los navegantes y los dirige a Cristo. San Alfonso María de Ligorio dice que es un “nombre cargado de divinas dulzuras” y Tomas de
Kempis afirma que los demonios temen de tal manera a la Reina del cielo, que al
oír su nombre, huyen de aquel que lo nombra como de fuego que los abrasara.
LLENA
ERES DE GRACIA, EL SEÑOR ES CONTIGO
Porque Dios está con ella
María está completamente impregnada de gracia, como una esponja bajo el agua. María está llena
de la presencia de Dios y Dios es la fuente de la gracia. El poder del Altísimo
la cubrió con su sombra (Lc 1,35), es decir, Dios descendió para habitar en
ella. María es “la morada de Dios entre los
hombres” (Ap 21,3) Dios se da por completo a María, la colma de belleza, y ella, que desborda Gracia
divina, la entrega a la humanidad.
BENDITA
TÚ ENTRE LAS MUJERES
Isabel fue la primera en decirle a María: “Tú eres bendita entre todas las mujeres” (Lc
1,42) Es bendita porque Dios la eligió con amor eterno,
porque es la madre de Dios, porque
es madre y virgen, porque es inmaculada, porque fue llevada en cuerpo y alma a
la gloria celeste.
Y
BENDITO ES EL FRUTO DE TU VIENTRE, JESÚS (cfr. Lc 1,42)
María es la viña fecunda que nos entrega el
mejor de los frutos, el alimento que sacia. El fruto de su vientre es fruto
del amor de Dios, de la maravillosa y fecunda colaboración entre el Espíritu
Santo y esa pobre jovencita de Nazareth.
A mí me ayuda mucho contemplar el icono de la “Madre
del signo” que nos muestra a Jesús en el vientre de María en forma de
Eucaristía: “el pan vivo, bajado del cielo. Si uno
come de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6, 51).
SANTA
MARÍA, MADRE DE DIOS
Comenzamos la segunda parte del avemaría
exaltando su santidad y el gran motivo de su dignidad. La portadora de Dios es
santa. Ella creyó en la Palabra del Señor y se entregó como la esclava del
Señor, y gracias a eso el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Como
madre alimentó a Jesús, lo protegió, lo educó. ¡Qué digna representante del
género humano que le da a Dios todo el amor que su pequeñez es capaz de dar!
Nos duele escuchar: “Y los suyos no le recibieron” (Jn
1,11) pero María sí lo recibió y hoy nosotros, cultivando la vida de gracia,
queremos recibirlo como lo hizo ella.
RUEGA
POR NOSOTROS PECADORES
Su maternidad espiritual se extiende a todas las
generaciones, a todos los hermanos de Jesús, y ella ruega por nosotros, vela
por nuestras necesidades. Como en las bodas de Caná va una y otra vez con Jesús
y le dice: “No tienen vino”, y obtiene
abundantes bienes para sus hijos. Ella protege con particular
predilección a los más pequeños, a los indefensos, a los enfermos, a los que
tienen heridas morales, a los pecadores. Vemos
lo espléndida que es en los Santuarios Marianos: Guadalupe,
Lourdes, Fátima, El Pilar, Loreto, Luján, Aparecida, La Vang, Medjugorje… Santa
María, Madre de Dios y Madre nuestra, me declaro pecador, necesito que
desbordes sobre mí tu corazón misericordioso.
AHORA
En el momento presente, en todo momento
presente. Cuando todo va bien y cuando no, cuando estoy en gracia y cuando no,
cuando me siento bien y cuando no, en la salud y en la enfermedad, en las
alegrías y las tristezas, en la luz y en la oscuridad: siempre. El “ahora” abarca toda mi vida, porque el momento presente recoge el
pasado, el presente y el futuro: todo lo pongo en tus manos. En el presente reparo
por mi pasado, te ofrezco mi futuro, vivo según el Evangelio. Decirle ruega
ahora por mí, es decirle: te necesito siempre a mi lado María, siempre; no te
separes de mí.
Y
EN LA HORA DE NUESTRA MUERTE
Así como estuviste junto a Jesús en la hora de
su muerte (cf Jn 19, 27), así desde ahora te pido que cuando termine mi vida
terrena estés conmigo. Si paso mis últimos días enfermo, quiero que como buena
madre me acompañes de día y de noche. Al morir quiero tener un Rosario en la
mano y sentir tu mejilla en mi frente, mientras me dices al oído: No tengas miedo, que no te aflija cosa alguna, ten
confianza, ¿qué no estoy yo aquí que soy tu Madre? Quiero que mis
últimas palabras sean: “María, Jesús”, y que
habiéndolas pronunciado me cargues en tus brazos y me pongas en los brazos del
Padre. Quiero que tú me lleves con Jesús, y que al despertar allá en el cielo
tenga mi cabeza reclinada sobre Su pecho, y estar sintiendo tus caricias por
toda la eternidad.
AMÉN
Es una palabra aramea (la
lengua de Jesús) que significa fuerza, solidez, fidelidad, seguridad. Se usa
para afirmar y confirmar. Decir Amén es decir que sí, que así es, que estamos
de acuerdo y afirmamos con fuerza y seguridad lo que creemos. Decir amén al final del avemaría es decirle: “Sí, Madre, yo sé que cada vez que te dirijo esta oración tú trabajas
mi corazón, me estás formando, me vas modelando poco a poco, me vas ayudando a
crecer en las virtudes de la humildad, la pobreza, la caridad, la pureza, la
prudencia, la generosidad, la misericordia…. Sí, Madre, hazlo con toda
libertad, te lo suplico: amén.”
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