Hubiésemos preferido no escribir acerca de esto, pero dado que ya ha tomado estado público en varios medios, no podemos dejarlo pasar sin decir un par de cosas.
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Cuando de jóvenes leímos “El último Papa” de Malachi Martin (Planeta,
1996), nos pareció un tanto exagerado el primer capítulo de esta novela
histórico-policial. El episodio, protagonizado por un obispo y varios clérigos
en Carolina del Sur (USA) y transmitido telefónicamente a un grupo de obispos
en el Vaticano tenía un contexto específico: un
altar y una violación sexual de una niña en 1963.
He aquí partes del
macabro relato:
“Era
de noche (…). Frente al altar colocaron un semicírculo de reclinatorios. Sobre
el propio altar, cinco candelabros con elegantes velas negras. Un paño rojo
como la sangre sobre el tabernáculo cubría un pentagrama de plata. A la
izquierda del altar había un trono, símbolo del príncipe reinante. Unos paños
negros, con símbolos de la historia del príncipe bordados en oro, cubrían las
paredes, así como sus hermosos frescos y cuadros donde se representaban
escenas de la vida de Jesucristo y los apóstoles.
Conforme
se acercaba la hora, empezaron a llegar los verdaderos servidores del príncipe
dentro de la ciudadela (…).
Agnes
(una pequeña niña) intentó por todos los medios librarse del peso del obispo
que le cayó encima. Incluso entonces, ladeó la cabeza como si buscara ayuda en
aquel lugar carente de misericordia. Pero no halló el menor vestigio de
compasión. Ahí estaba el arcipreste, a la espera de participar en el más voraz
de los sacrilegios. Ahí estaba su padre, también a la espera. Los reflejos
rojos de las velas negras en sus ojos. El propio fuego en su mirada. Dentro de
aquellos ojos. Un fuego que seguiría ardiendo mucho después de que se apagaran
las velas. Que siempre ardería (..).
Conforme
aquellos servidores de Lucifer la violaban sobre aquel altar sacrílego y
maldito, violaban también al Señor, que era su padre y su madre. Así como el
Señor había transformado su debilidad en valentía, había santificado también
su profanación con los abusos de su propia flagelación y su prolongado
sufrimiento con su pasión (…).
Leo
(el obispo sacrílego) se situó de nuevo frente al altar, con el rostro empapado
de sudor, alentado por aquel momento supremo de triunfo personal (…).
Como
culminación de lo que había anhelado, su recital latino fue un modelo de
emoción controlada.
-Ven,
toma posesión de la casa del enemigo. Penetra en un lugar que ha sido
preparado para ti. Desciende entre tus fieles servidores. Que han preparado tu
cama. Que han levantado tu altar y bendecido con la infamia (…).
El
delegado internacional levantó la mano, e hizo el signo de la cruz invertida,
antes de leer el juramento.
-Después
de oír esta autorización, ¿juráis ahora solemnemente todos y cada uno de
vosotros acatada voluntaria, inequívoca e inmediatamente, sin reservas ni
reparos?
-¡Lo
juramos!
-¿Juráis
ahora solemnemente todos y cada uno de vosotros que en el desempeño de vuestras
funciones procuraréis satisfacer los objetivos de la Iglesia universal del
hombre?
-Lo
juramos solemnemente.
-¿Estáis
todos y cada uno de vosotros dispuestos a derramar vuestra propia sangre, por
la gloria de Lucifer, si traicionáis este juramento?
-Dispuestos
y preparados (…).
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* *
Hasta aquí la ficción. Ahora
la realidad, porque no es fantasía lo que ha sucedido hace días en Pearl River,
Arquidiócesis de Nueva Orleans (USA), donde el 30 de Septiembre, en la iglesia
de San Pedro y San Pablo, el sacerdote Travis Clark, de apenas siete años de ordenado,
profanó ese templo manteniendo relaciones sexuales con dos
prostitutas arriba del altar, en
una especie de ritual satánico.
Según el informe policial, fue
un transeúnte quien filmó, azorado, los hechos, al ver las luces encendidas
dentro del templo a medianoche.
Sin embargo, su filmación no
fue tan necesaria pues los mismos protagonistas estaban haciéndolo, con luces, fetiches sexuales y ropa sádica. Ante la intervención de la policía, tanto las mujeres como el
sacerdote, fueron arrestados por el simple delito de “obscenidad”
(excarcelable rápidamente luego del pago de una fianza).
Una de las involucradas, Mindy
Dixon, de 41 años, había anunciado días antes, en sus redes sociales, que se
dirigía allí para encontrarse con otra dominatriz
(mujer que ejerce la violencia en el acto sexual) y “profanar
una casa de Dios”.
¿Cómo terminó la
historia?
El Arzobispo Gregory Aymond no
sólo suspendió automáticamente al sacerdote (reemplazante, como capellán de un
colegio, de otro que también había estado involucrado en cosas turbias) sino
que ordenó la remoción y la quema del altar, para luego, consagrar uno nuevo,
como señala, consternado, con las siguientes palabras:
“Su
comportamiento obsceno fue deplorable. Su profanación del altar en la iglesia
fue demoníaca. Estoy enfurecido por sus acciones”, señaló.
*
* *
¿Qué hacer? ¿Qué
pensar?
Qué
hacer: los sacerdotes, reparar en la
Santa Misa, en cada altar, por estos pecados que claman al Cielo.
Los fieles y los
sacerdotes: hacer penitencia por ello y rezar
por la conversión de estos pecadores.
Qué
pensar: que los pecados contra el
sexto mandamiento (no exclusivos de la vida laical) han existido en todas las
épocas, no así la malicia y el escándalo de algunos actos (que para eso, en
otros tiempos, existía la Inquisición…).
Que
no te la cuenten…
P. Javier
Olivera Ravasi, SE
Javier Olivera
Ravasi
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