OLIVIA ADMIRABA LA ALEGRÍA DE SUS COMPAÑERAS, PERO NO LA RELACIONABA CON SU FE.
Olivia no relacionó al principio la calidad humana de sus compañeras antillanas, que destacaba sobre el resto del equipo, con la fe cristiana que profesaban.
Dios
espera y actúa donde y cuando Él quiere, pero utiliza como causas segundas a
sus criaturas. ¿Se habría convertido Olivia
si dos de sus compañeras de trabajo hubiesen disimulado su fe? Ella
misma cuenta la historia en L'1visible:
LOS
CREYENTES ERAN PARA MÍ UNOS INOFENSIVOS SOÑADORES
Crecí en
una familia atea. Los creyentes de todas las confesiones eran para mí unos
inofensivos soñadores. En particular no comprendía que hubiese quien, como los
cristianos, pudiese amar a un pobre tipo clavado en una
cruz con sangre por todas partes
y una lanza atravesando su corazón… Eso me superaba por completo.
Soy enfermera, y hace años
trabajaba en la sala de reanimación de un centro oncológico. A la dureza de ese
contexto profesional se añadía un ambiente muy tenso. La maledicencia y
los golpes bajos eran el pan
nuestro de cada día. Solo dos compañeras de origen
antillano parecían estar a gusto
en el equipo. Y, como algo característico, hablaban sin cesar de Jesús.
Sin
embargo, ambas habían pasado pruebas muy difíciles. Así que se percibía en
ellas a la vez mucho sufrimiento y mucha alegría. Resplandecían. Eran
magníficas compañeras. Pero, sumida en mi ateísmo, yo no relacionaba
esa alegría y esa bondad que las inundaba con su fe en Jesucristo. Para mí, simplemente tenían buen carácter.
Un día,
para intentar sanear un poco ese mal ambiente, decidimos comer todas
juntas a un restaurante. Salimos
del centro al terminar nuestro turno. Faltaban dos o tres horas hasta la hora
de la comida. Estas dos compañeras nos propusieron entonces… ¡ir a misa! Confieso que no estaba muy dispuesta, pero finalmente
acepté y seguí la corriente.
No me
sentí a gusto durante la misa, porque no conocía el rito. Veía a la gente
levantarse, arrodillarse, sentarse. No comprendía nada. Luego vino el
Evangelio. Fue entonces cuando sentí que me envolvía un calor muy
agradable. Como si alguien se sentase a mi lado, pusiese su mano
sobre mi hombro y me dijese: “Olivia, deja de
desperdiciar tu vida”. Pero esas palabras estaban dichas con una dulzura
increíble, sin juicio ni acusación. Y luego: “Ama a
tu prójimo”.
Salí de
aquella misa completamente transformada. Tenía calor,
tenía frío, lloraba. Soy por naturaleza muy racionalista y no comprendía nada
de lo que me había pasado. Pero me llevó tiempo emprender el camino. Mis buenas
resoluciones desaparecieron rápidamente. Dios fue muy paciente.
Al cabo
de un tiempo me trasladé a otra ciudad. Vivía en un quinto piso. Cada mañana veía desde mi ventana la enorme cruz de la iglesia situada justo enfrente de mí. A fuerza de mirarla
todos los días, decidí llamar a la puerta del párroco para pedirle el bautismo.
Me abrió
muy amablemente. Yo pensaba, ingenuamente, que me propondría simplemente unas
horas de catequesis, como a los niños. Nada de eso. Me explicó que antes de ser
bautizada, de comulgar y de recibir la confirmación, era preciso que me formase durante dos o tres años.
Empecé con un ciclo de iniciación a la fe cristiana llamado Curso Alpha. Fue haciendo ese recorrido como
viví realmente la experiencia del amor de Dios y comencé a amar a todos mis
hermanos y hermanas cristianos.
Fui bautizada cuando tenía 30 años, hace
cinco. Pero tras ese recorrido tan intenso, me relajé completamente. He
necesitado tiempo para encontrar mi lugar en la Iglesia y hacer mi camino de
cristiana. Una vez más, Dios demostró paciencia. Sé que Él está ahí, que me
perdona, que me atiende. Voy avanzando poco a poco. Jamás me siento sola.
Traducción de Carmelo López-Arias.
Publicado en ReL el 2 de mayo de 2019.
ReL
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