La muerte es un tema
del que casi todos queremos huir. Pasa en la vida de muchos de nosotros, y creo
que ahora con más gravedad, que el dolor y sufrimiento que experimentamos o nos
vemos obligados a soportar, es tan fuerte que podemos llegar al punto de
desconfiar de que sea posible vivir el amor.
Cuanto más espacio ocupa el
dolor en nuestro corazón, —aparentemente— más se aleja el amor de nuestras
vidas. Hemos escuchado mil veces, o quizás nosotros mismos hemos dicho: «¿Cómo puede
existir un Dios que es bueno y nos ama, si existe tanto mal y tanto
sufrimiento?». Es por esta razón que muchas personas se
alejan y reniegan de Dios.
1. ANTE EL DOLOR DE LA MUERTE, ¡NO PIERDAS LA
ESPERANZA!
Les confieso que yo no creo
que el problema sea solamente el de creer o no creer en Dios. Me parece que el
problema tiene una raíz un poco más profunda, y hiere
nuestro corazón de una forma desgarradora.
El dolor ante el fallecimiento
de un ser querido, sumado a las circunstancias que rodean esa situación —como
por ejemplo, no poder hacer un debido velorio, o no poder estar en compañía de
los amigos más cercanos durante el entierro, solamente por nombrar algunas
variables— es tan aterrador en muchos casos, que uno llega al punto de creer
que ya no podrá volver a ser feliz o experimentar el amor.
Me imagino a los apóstoles
después de la crucifixión y muerte de Jesucristo. Incluso lo habían visto
—Pedro, Santiago y Juan— transfigurado (Marcos 9, 1-10), pero se olvidan. Se
olvidan de que Cristo mismo les había dicho que no perdieran las esperanzas, pues después de tres días
resucitaría.
Cuando la muerte toca a la
puerta, naturalmente podríamos llegar a pensar que ya no tiene sentido creer en
Dios. Un Dios que es amor (1Juan 4,8), que nos creó por amor y nos invita a
vivir el amor… es ridículo ese llamado que nos hace, o la propuesta de una vida
que se realice como una obra de amor, cuando el dolor ha calado hasta lo más
profundo.
Pensamos que el dolor y el sufrimiento son más poderosos que el amor
misericordioso de Dios. Nos rendimos ante el sufrimiento y nos invade la desesperanza. La
tristeza y la angustia se hacen cada vez más intensas, hasta que ya no
encontramos más el sentido de vivir.
2. EL AMOR Y LA MISERICORDIA DEL SEÑOR SON MÁS
GRANDES QUE LA MUERTE
Dios, consciente de nuestra
situación, no permanece indiferente. No es un Dios caprichoso que se hace el de
la vista gorda o que nos creó, pero nos dejó abandonados al azar, sufriendo
solos como consecuencias de nuestro mal proceder. Cargando con el bulto pesado
de tantas situaciones amargas que no podemos hacer más que llevar a rastras.
A lo largo de nuestra
historia, nos fue preparando progresivamente para la llegada del Salvador.
Hasta que el verbo, la Palabra del Padre, la segunda Persona de la Santísima
Trinidad, que se encarnó en el vientre virginal de nuestra Santísima Madre,
Jesús, se hace hombre (Lucas 1, 16-28), y vive los últimos tres años de su vida
pública, haciendo milagros y predicando la buena nueva del amor.
Anunciando su yugo suave y la
carga ligera (Mateo 28, 11-30), de un Dios que es manso y humilde de corazón.
Que nos comprende, pues haciéndose hombre en todo menos en el pecado, quiso
sufrir —como nosotros— hasta la muerte, y muerte en cruz.
Él
se compadece de nosotros, muere por amor para salvarnos del mal y del
sufrimiento eterno. Nos muestra con su muerte que vale la pena apostar por la vida, que no
debemos caer en la desesperanza. Él entiende nuestro sufrimiento como nadie más
lo puede hacer. Y no lo sabe como algo teórico, sino como algo que vivió en
carne propia. Se puso —como se suele decir coloquialmente— en nuestros zapatos.
En Él vemos que el amor vence
el sufrimiento y la muerte, porque después de tres días resucitó. Y como dice
san Pablo, esa es la razón de nuestra fe (1 Coríntios 15, 14). De ahí viene
nuestra esperanza, no solo tenemos un Dios que se compadece y entiende nuestro
dolor, sino que nos mostró que el amor y la
misericordia es mucho más fuerte que el sufrimiento y la muerte.
Que vale la pena vivir, aunque
implique sufrir. Con su pasión, muerte y resurrección, transformó el
sufrimiento y la muerte en un camino de amor y de vida, vida eterna. Los que
morimos con Cristo, tenemos la certeza de resucitar junto con Él (Romanos 6,
8-9). Ese es el camino del cristiano.
3. ABRE EL CORAZÓN AL AMOR Y EL CONSUELO DE DIOS
Finalmente, dejo una pregunta
fundamental: ¿Crees más en la fuerza del amor o en
el peso del sufrimiento? Creo que esa es una de las preguntas más
importantes de nuestra vida. El tiempo me enseñó que no hay otro camino que el
de la cruz. Todas las veces que me resistía a cargar la cruz, la
experiencia era la misma, me alejaba del amor.
Por más paradójico que pueda
parecer, en la vida cristiana, el camino del amor y la vida implican el
sufrimiento y la muerte. Nos lo ha enseñado el mismo Señor Jesús. Si has perdido
a un ser querido, recuerda que la muerte no tiene la última palabra.
¡Qué gozo y qué
gran consuelo es saber que con la muerte no todo se termina, sino empieza! Aunque todos aquellos que
quedamos aquí sentimos el profundo dolor de la partida, qué alivio más grande
es saber que ese ser querido ahora disfruta del amor más grande, más puro y más
hermoso de todos.
Ya no habrá para esa alma
dolor físico, ya no habrá sufrimiento, tristeza, angustia. Todo cambiará cuando
por fin llegue a los brazos del Padre y se encuentre cara a cara con el amor
eterno, con el que nunca falla.
ORACIÓN PARA PEDIR POR EL ALMA DE UN SER QUERIDO
DIFUNTO
Te compartimos esta hermosa
oración que puede ayudarte mucho en este momento y que puedes elevar a Dios
cuando te encuentres en diálogo con Él. La encontramos en devocionario.com pero
desconocemos a su autor, si lo conoces por favor déjanos saber su nombre en los
comentarios.
¡Oh Jesús, único
consuelo en las horas eternas del dolor, único consuelo sostén en el vacío
inmenso que la muerte causa entre los seres queridos!
Tú, Señor, a
quién los cielos, la tierra y los hombres vieron llorar en días tristísimos.
Tú, Señor, que
has llorado a impulsos del más tierno de los cariños sobre el sepulcro de un
amigo predilecto.
Tú, ¡oh Jesús!
que te compadeciste del luto de un hogar deshecho y de corazones que en él
gemían sin consuelo.
Tú, Padre
amantísimo, compadécete también de nuestras lágrimas.
Míralas, Señor, como sangre del alma dolorida, por la pérdida de aquel que fue deudo queridísimo, amigo fiel, cristiano fervoroso.
¡Míralas, Señor,
como tributo sentido que te ofrecemos por su alma, para que la purifiques en tu
sangre preciosísima y la lleves cuanto antes al cielo, si aún no te goza en él!
¡Míralas, Señor,
para que nos des fortaleza, paciencia, conformidad con tu divino querer en esta
tremenda prueba que tortura el alma!
¡Míralas, oh
dulce, oh piadosísimo Jesús! y por ellas concédenos que los que aquí en la tierra
hemos vivido atados con los fortísimos lazos de cariño, y ahora lloramos la ausencia
momentánea del ser querido, nos reunamos de nuevo junto a Ti en el Cielo, para
vivir eternamente unidos en tu Corazón.
Amén.
Escrito por Pablo Perazzo
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