miércoles, 17 de junio de 2020

PREHISTORIA Y ENSEÑANZA DE LA ENCÍCLICA HUMANAE VITAE


SEXO SÍ, HIJOS NO
El testimonio profético de Pablo VI es más necesario hoy que en 1968, ya que el comportamiento contrario a la enseñanza de la encíclica se ha convertido en una práctica generalizada, ante el silencio culpable de los pastores.
El 25 de julio de 2018 se cumplió medio siglo de la publicación de la encíclica Humanae vitae tradendae, en la que San Pablo VI se pronuncia sobre el entonces candente problema del control artificial de la natalidad, y recuerda el gravísimo deber de transmitir la vida humana. El aniversario pasó prácticamente inadvertido, aun en Roma. En aquel documento se expresa una enseñanza invariable de la Iglesia, eco de la ley natural y de la revelación divina: hay que excluir como acciones intrínsecamente deshonestas la interrupción directa del proceso generador ya iniciado; el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones terapéuticas; la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer; y toda acción que, en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación (n.14).
Esta doctrina se ha mantenido constante, a partir de la interpretación que los Padres de la Iglesia han formulado del crimen de Onán, hijo de Judá, de cuyo nombre procede la calificación de ese pecado como onanismo. La falta de Onán fue formalmente negarse a cumplir con la ley del levirato, que obligaba al hermano a tomar por esposa a su cuñada viuda si ella no había dado hijos a su marido. El hijo era considerado hijo del difunto, para conservar su nombre y su linaje. Onán, que sabía que la descendencia no le pertenecería, cada vez que se unía con ella (Tamar), derramaba el semen en la tierra para evitar que su hermano tuviera una descendencia (Gén 38, 9; cf. Dt 25, 5-10). Evitar deliberadamente que el acto sexual cumpla su finalidad esencial de comunicar la vida, que quede abierto a la procreación, ha sido juzgado siempre como pecado grave por la tradición cristiana. San Agustín expresó: ilícita e impúdicamente yace, aun con su legítima mujer, el que evita la concepción de la prole. Es lo que hizo Onán, hijo de Judá, por lo cual Dios le quitó la vida.
La enseñanza eclesial sobre este asunto se comprende dentro de una idea del hombre como imagen de Dios, creado varón y mujer (cf. Gén 1, 27). Es esta una pieza clave de la cosmovisión cristiana. La continuidad de la enseñanza es innegable, y ha sido propuesta por el magisterio repetidas veces, sobre todo en la época contemporánea, cuando el conocimiento más desarrollado de las leyes que regulan la transmisión de la vida, y el dominio de ellas, llevó al descubrimiento de preparados que por vía hormonal bloquean el ciclo reproductivo de la mujer, e impiden más fácilmente la concepción de un nuevo ser, o causan la interrupción del proceso a pocas horas de la concepción, provocando un aborto ultratemprano.
Pío XI advertía, en 1930, en la encíclica Casti connubii, que algunos pretendían cambiar la doctrina tradicional de la Iglesia, y sentenciaba: todo uso del matrimonio en cuyo ejercicio el acto quede privado, por industria de los hombres, de su fuerza natural de procrear vida, infringe la ley de Dios y de la naturaleza, y quienes tal hicieren contraen la mancha de un grave delito. Pío XII se refirió al tema en varias oportunidades, y explicó que por serios motivos y graves razones es lícito que los esposos reserven las relaciones sexuales a los períodos en que la mujer es infecunda. Es este el modo natural de espaciar los nacimientos. En un discurso dirigido a la Unión Italiana de Parteras, en 1951, recordó que todo atentado de los cónyuges en la realización del acto conyugal o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, que tenga por objetivo el privar al acto de la fuerza a él inherente y el impedir la procreación de una nueva vida, es inmoral.
En 1963 San Juan XXIII creó una Comisión para el estudio de los problemas de población, familia y natalidad, integrada por una docena de expertos; Pablo VI la amplió designando nuevos miembros. Mientras la Comisión realizaba su tarea de investigación, el Concilio Vaticano II enseñaba, saliendo directamente al paso de errores que circulaban entre teólogos y pastores: Los mismos actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser respetados con gran reverencia. Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la procreación humana, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal. No es lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina, reprueba sobre la regulación de la natalidad (Gaudium et spes, 51). Esta clarísima manifestación de los Padres del Vaticano II no fue tenida en cuenta por quienes, en los años sucesivos, agitaron un supuesto «espíritu del Concilio», y le atribuyeron sus propias y frustradas aspiraciones. El Concilio aplicaba al caso un principio de Teología Moral Fundamental, que fue esclarecido magistralmente por San Juan Pablo II en la encíclica Veritatis splendor, a saber: existen actos intrínsecamente malos por su naturaleza, que independientemente de la intención del que obra, jamás pueden ser aprobados.
El desarrollo de los estudios de la Comisión y el clima creado a su alrededor dejaron oír voces discordantes, contra la vigencia de la norma moral. En octubre de 1966, Pablo VI expuso la interpretación correcta del pronunciamiento conciliar: el pensamiento y la norma de la Iglesia no han cambiado; están vigentes en la enseñanza tradicional de la Iglesia. El Concilio ecuménico, celebrado hace poco, aportó algunos elementos de juicio, utilísimos para integrar la doctrina católica sobre este importantísimo tema, pero no como para cambiar sus términos sustanciales, sino que más bien sirven para ilustrarla y para probar con autorizados argumentos, el sumo interés que la Iglesia pone en aquellas cuestiones que atañen al amor, el matrimonio, la natalidad y la familia. El año precedente, y dirigiéndose a la Comisión encargada de estudiar el tema, el Papa decía: no se puede permitir que la conciencia de los hombres quede expuesta a las incertidumbres que hoy, con demasiada frecuencia, impiden que la vida conyugal se desarrolle de acuerdo con los designios del Señor. Esta sabia advertencia es más válida y oportuna hoy en día, 55 años después, cuando el relativismo doctrinal y práctico afecta a tantos pastores de la Iglesia.
Pablo VI advertía la gravedad del problema que debió afrontar, y su trascendencia e implicaciones para la vida de la sociedad. En la Comisión convocó a expertos de todas las ramas de la ciencia, con mayoría de laicos, y entre ellos varias parejas de matrimonios; siguió de cerca los trabajos, reexaminó los dictámenes que le fueron presentados con muchas consultas a cardenales y obispos, y se tomó un tiempo considerable de reflexión y de oración. Se puede decir que jamás la Iglesia debió pronunciarse sobre un tema de entidad semejante, salvo quizá las esenciales cuestiones dogmáticas resueltas en los concilios de los primeros siglos, y las discusiones sobre la gracia y la libertad. El pontífice debió soportar presiones continuas para que se pronunciara en un sentido contrario a la tradición. No quiso agradar a los hombres, sino ser fiel al ministerio petrino y a la responsabilidad que este conlleva. El resultado es un texto conciso, cuidadosamente argumentado, y definitivo, cuya factura y publicación hubiera sido imposible sin una especial asistencia del Espíritu Santo. En algo tan delicado e íntimo para la vida de los fieles, la Iglesia no podía equivocarse. El desarrollo de la doctrina católica es una evolución homogénea; la verdad se actualiza y asume nuevos elementos para responder a los nuevos problemas que se presentan, pero siempre -como reza la vieja regla enunciada por San Vicente de Lerins en su Commonitorio Primero -in eodem scilicet dogmate, eodem sensu eodemque sententia-, es decir que no se trasforma ni contradice formulaciones anteriores, sino que conserva su inalterable identidad. En mi opinión, la Iglesia no puede desdecirse de la Humanae vitae; si lo hiciera se destruiría a sí misma.
Me detengo ahora en la enseñanza central de la encíclica. En el marco de una visión integral del hombre aclara el sentido del amor conyugal, que para ser plenamente humano es total, fiel, exclusivo y fecundo. La paternidad responsable no procede arbitrariamente; se ejerce tanto en la generosa decisión de fundar una familia numerosa, cuanto en la de espaciar los nacimientos y evitarlos respetando la ley moral y por graves motivos, como ya se indicó más arriba a propósito de una intervención de Pío XII.
El argumento capital de la encíclica es el respeto a la naturaleza y finalidad del acto conyugal, que debe quedar abierto a la trasmisión de la vida, ya que su significado es doble: unitivo y procreativo, ensamblados ontológicamente por Dios Creador en la naturaleza de la sexualidad humana. La norma ética se sigue necesariamente de la realidad antropológica, y está expresada con toda claridad en el párrafo 14 del texto pontificio, citado al comienzo de esta nota. Si se separan artificialmente esos dos significados se menoscaba la finalidad de la acción y su carácter auténticamente humano. De todo acto sexual no se sigue por necesidad la concepción de un nuevo ser; cuando se recurre a mantener relaciones en los períodos agenésicos de la mujer se acepta una disposición objetiva y permanece la orientación natural a la prole. Puede haber motivos serios para obrar así, por ejemplo, que es conveniente seguir expresando físicamente el amor; esta decisión se inscribe en el dinamismo de la castidad matrimonial. Es preciso recordar que el mismo pontífice invitó a los médicos a promover constantemente soluciones inspiradas en la fe y la recta razón (Humanae vitae, 27).
La enseñanza católica puede apoyarse suplementariamente en una autoridad insospechada. Sigmund Freud, en su Introducción al psicoanálisis, presenta una lista de desviaciones sexuales; el onanismo se suma a otros «ismos» y «filias»: exhibicionismo, voyerismo, fetichismo, sodomía, violación, incesto, sadismo, masoquismo, coprofilia, zoofilia. Advierte que en todos esos casos el cuerpo se entrega como carne, no de manera auténticamente personal, y por eso los considera comportamientos impúdicos y perversos, y a propósito escribe: lo que caracteriza a todas esas perversiones es que ellas descartan la finalidad esencial de la sexualidad, es decir la procreación. Y añade: es perversa toda actividad sexual que, renunciando a la procreación, busca el placer como una meta independiente de ella.
La Humanae vitae fue una encíclica profética. Ante todo en cuanto proclamación de la verdad y confirmación consoladora para los fieles, como testimonio para la Iglesia y para el mundo. Además, profética en la previsión de las consecuencias que se seguirían de una aprobación ética del uso de anticonceptivos y de la generalización de ese recurso: la apertura de un camino fácil y amplio a la infidelidad conyugal, y a la degradación de la moralidad, habida cuenta de la debilidad humana y de lo vulnerables que son los jóvenes en este punto de una inclinación temprana a la experiencia sexual; el peligro de que la mujer quedara esclavizada bajo el dominio del varón; el arma que se pondría en las manos de autoridades públicas despreocupadas de las exigencias morales (n. 77). Para desgracia de la sociedad contemporánea, aquellas previsiones se cumplieron inexorablemente, y constituyen en la actualidad una infracultura inhumana, vigente y que penetra en las comunidades cristianas.
Ya unos años antes el Vaticano II señalaba el oscurecimiento de la dignidad de la institución familiar: la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la generación (Gaudium et spes, 47). Para actualizar la lista de calamidades sumemos la difusión de la ideología de género, que se desconocía cincuenta años atrás. La intervención estatal, en este período, se ha revelado funesta en todo el mundo; y en la Argentina sobre todo desde 1983. Por ejemplo, las campañas y programas de «educación sexual», que son en realidad intentos y verdaderos atentados de perversión; empleo a designio este sustantivo, recordando que lo que Freud llamaba perversiones se han convertido en derechos tutelados por leyes inicuas, contrarias no solo a la ley divina, sino también a la natural, a la ratio de la naturaleza humana; podemos enumerar: la legalización del «matrimonio igualitario»; la práctica de fabricación de bebés en probeta mediante donación de gametos y alquiler de vientres, reparto masivo de preservativos, legalización -entre nosotros todavía parcial-del aborto, propaganda desvergonzada del concubinato y la fornicación a través de los mass-media, que presentan simpáticamente los amoríos provisorios de la gente de la farándula, a la que se asocian deportistas y políticos. En nuestro país, la aprobación de un nuevo Código Civil ha dado el golpe de gracia a la institución familiar. Generalizando un poco, pero no mucho, podemos notar que la gente no se casa, vive «en pareja». Todas estas desgracias se precipitaron en las últimas tres décadas, y todavía debemos temer nuevos intentos de promulgar una ley abortista, que amplíe las permisiones ya concedidas por vía legislativa y judicial.
Las campañas mundiales contra la natalidad se valían habitualmente del fantasma de la superpoblación, que agitaban con acentos apocalípticos. Ahora apelan también a otro argumento: el cambio climático. He leído no hace mucho que la investigadora Kimberley Nicholas, de la Universidad de Lund, en Suecia, utiliza esta ecuación: cuanto menos hijos, menos emisiones de carbono, menos calentamiento global. A propósito de este juicio, recuerdo que en el diario «La Nación», de Buenos Aires, Carlos M. Reymundo Roberts, formuló una atinada observación crítica: La disminución en el número de personas que nacen provoca un envejecimiento de la población, acentuado por el hecho de que la expectativa de vida no deja de crecer. El autor señala el problema social y económico que trae aparejado, y anota: En buena parte del mundo desarrollado reviste tal seriedad que hay países, como Francia, que premian con fuertes subsidios a las familias que tienen tres hijos o más. Cita, además, a un alto funcionario japonés que años atrás declaró que ese país enfrenta, a futuro, un desafío mayor: frenar la caída en su tasa de natalidad. Cierra el excelente artículo «Hijos, sí o no» con una referencia a la Argentina, que padece un grave déficit poblacional, y que sin desatender el cambio climático, necesita crecer y multiplicarse. Diríamos que se trata de una cuestión de soberanía, más aun, de supervivencia. En un artículo conmemorativo del aniversario de Humanae vitae, publicado en L' Osservatore Romano, Lucetta Scaraffia destacaba ese problema y el costo de una fuerte y brusca disminución de la natalidad, así como las consecuencias negativas para la salud de las mujeres del uso permanente de anticonceptivos químicos. Que yo sepa, esta publicación extraoficial fue el único recuerdo que mereció de Roma la encíclica de Pablo VI.
Un profeta es despreciado solamente en su pueblo y en su familia (Mt 13, 57), dijo Jesús ante la incredulidad de sus paisanos de Nazaret. Nosotros solemos emplear este dicho: «Nadie es profeta en su tierra». La doctrina enseñada con la autoridad del magisterio pontificio no fue aceptada por amplios sectores de la Iglesia, en momentos en que arreciaba la crisis de fe y de obediencia, a la cual el Papa Montini se refirió abundantemente en sus catequesis, y procuró paliarla con sabias iniciativas pastorales. Se hizo sentir el rechazo de teólogos, sacerdotes, y obispos; y a partir del mismo se desencadenó una crítica demoledora de los fundamentos de la teología moral. Muchos pastores desviaron a los fieles de la auténtica verdad católica sobre el matrimonio, y los inducían a adoptar una concepción de la vida cristiana, eludiendo el camino estrecho de la cruz, y desconfiando de la gracia divina, que hace posible lo más arduo. Han echado sobre sus espaldas la responsabilidad gravísima de deformar la conciencia de los fieles. Esta ofuscación de la verdad continúa todavía hoy, a pesar del luminoso magisterio, sobre estos temas, de Juan Pablo II y Benedicto XVI. El constructivismo filosófico campea ampliamente, y el relativismo es una de las llagas abiertas en el Cuerpo de la Santa Iglesia. Da pena recordar la actitud de varias Conferencias Episcopales ante la publicación de la encíclica, y el perseverante mal ejemplo del Cardenal Carlo María Martini, que persistió en su error del rechazo a Humanae vitae hasta en su testamento literario, «Conversaciones nocturnas en Jerusalén».
El testimonio profético de Pablo VI es más necesario hoy que en 1968, ya que el comportamiento contrario a la enseñanza de la encíclica se ha convertido en una práctica generalizada, ante el silencio culpable de los pastores.
+ Mons. Héctor Aguer, Arzobispo emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.

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