SEXO SÍ, HIJOS NO
El testimonio
profético de Pablo VI es más necesario hoy que en 1968, ya que el
comportamiento contrario a la enseñanza de la encíclica se ha convertido en una
práctica generalizada, ante el silencio culpable de los pastores.
El 25 de julio de 2018 se
cumplió medio siglo de la publicación de la encíclica Humanae vitae tradendae, en la que San Pablo
VI se pronuncia sobre el entonces candente problema del control artificial de
la natalidad, y recuerda el gravísimo deber de transmitir la vida humana. El aniversario pasó prácticamente inadvertido,
aun en Roma. En aquel documento se expresa una enseñanza invariable de la
Iglesia, eco de la ley natural y de la revelación divina: hay que excluir como
acciones intrínsecamente deshonestas la interrupción directa del proceso
generador ya iniciado; el aborto directamente querido y procurado, aunque sea
por razones terapéuticas; la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto
del hombre como de la mujer; y toda acción que, en previsión del acto
conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias
naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación (n.14).
Esta doctrina se ha mantenido
constante, a partir de la interpretación que los Padres de la Iglesia han
formulado del crimen de Onán, hijo de Judá, de cuyo nombre procede la
calificación de ese pecado como onanismo. La falta de Onán
fue formalmente negarse a cumplir con la ley del levirato, que obligaba al
hermano a tomar por esposa a su cuñada viuda si ella no había dado hijos a su
marido. El hijo era considerado hijo del difunto, para conservar su nombre y su
linaje. Onán, que sabía que la descendencia
no le pertenecería, cada vez que se unía con ella (Tamar), derramaba el semen en la tierra para evitar
que su hermano tuviera una descendencia (Gén 38, 9; cf. Dt 25, 5-10).
Evitar deliberadamente que el acto sexual cumpla su finalidad esencial de comunicar
la vida, que quede abierto a la procreación, ha sido juzgado siempre como
pecado grave por la tradición cristiana. San Agustín expresó: ilícita e impúdicamente yace,
aun con su legítima mujer, el que evita la concepción de la prole. Es lo que
hizo Onán, hijo de Judá, por lo cual Dios le quitó la vida.
La enseñanza eclesial sobre
este asunto se comprende dentro de una idea del hombre como imagen de Dios,
creado varón y mujer (cf. Gén 1, 27). Es esta una pieza clave de la cosmovisión
cristiana. La continuidad de la enseñanza es innegable, y ha sido propuesta por
el magisterio repetidas veces, sobre todo en la época contemporánea, cuando el
conocimiento más desarrollado de las leyes que regulan la transmisión de la
vida, y el dominio de ellas, llevó al descubrimiento de preparados que por vía
hormonal bloquean el ciclo reproductivo de la mujer, e impiden más fácilmente
la concepción de un nuevo ser, o causan la interrupción del proceso a pocas
horas de la concepción, provocando un aborto ultratemprano.
Pío XI advertía, en 1930, en
la encíclica Casti connubii, que
algunos pretendían cambiar la doctrina tradicional de la Iglesia, y
sentenciaba: todo uso
del matrimonio en cuyo ejercicio el acto quede privado, por industria de los
hombres, de su fuerza natural de procrear vida, infringe la ley de Dios y de la
naturaleza, y quienes tal hicieren contraen la mancha de un grave delito. Pío XII se refirió al tema en varias
oportunidades, y explicó que por serios motivos y graves razones es lícito que
los esposos reserven las relaciones sexuales a los períodos en que la mujer es
infecunda. Es este el modo natural de espaciar los nacimientos. En un discurso
dirigido a la Unión Italiana de Parteras, en 1951, recordó que todo atentado de los cónyuges
en la realización del acto conyugal o en el desarrollo de sus consecuencias
naturales, que tenga por objetivo el privar al acto de la fuerza a él inherente
y el impedir la procreación de una nueva vida, es inmoral.
En 1963 San Juan XXIII creó
una Comisión para el estudio de los problemas de población, familia y
natalidad, integrada por una docena de expertos; Pablo VI la amplió designando
nuevos miembros. Mientras la Comisión realizaba su tarea de investigación, el
Concilio Vaticano II enseñaba, saliendo directamente al paso de errores que
circulaban entre teólogos y pastores: Los mismos actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina
dignidad humana, deben ser respetados con gran reverencia. Cuando se trata,
pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida,
la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y
apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos
tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen
íntegro el sentido de la mutua entrega y de la procreación humana, entretejidos
con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de
la castidad conyugal. No es lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en estos
principios, ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina,
reprueba sobre la regulación de la natalidad
(Gaudium et spes, 51). Esta clarísima manifestación de los Padres
del Vaticano II no fue tenida en cuenta por quienes, en los años sucesivos,
agitaron un supuesto «espíritu del Concilio», y
le atribuyeron sus propias y frustradas aspiraciones. El Concilio aplicaba al
caso un principio de Teología Moral Fundamental, que fue esclarecido
magistralmente por San Juan Pablo II en la encíclica Veritatis splendor, a saber: existen actos intrínsecamente malos por su naturaleza,
que independientemente de la intención del que obra, jamás pueden ser
aprobados.
El desarrollo de los estudios
de la Comisión y el clima creado a su alrededor dejaron oír voces discordantes,
contra la vigencia de la norma moral. En octubre de 1966, Pablo VI expuso la
interpretación correcta del pronunciamiento conciliar: el pensamiento y la norma de la
Iglesia no han cambiado; están vigentes en la enseñanza tradicional de la
Iglesia. El Concilio ecuménico, celebrado hace poco, aportó algunos elementos
de juicio, utilísimos para integrar la doctrina católica sobre este
importantísimo tema, pero no como para cambiar sus términos sustanciales, sino
que más bien sirven para ilustrarla y para probar con autorizados argumentos,
el sumo interés que la Iglesia pone en aquellas cuestiones que atañen al amor,
el matrimonio, la natalidad y la familia.
El año precedente, y dirigiéndose a la Comisión encargada de estudiar el tema,
el Papa decía: no se puede permitir
que la conciencia de los hombres quede expuesta a las incertidumbres que hoy,
con demasiada frecuencia, impiden que la vida conyugal se desarrolle de acuerdo
con los designios del Señor. Esta sabia advertencia es más
válida y oportuna hoy en día, 55 años después, cuando el relativismo doctrinal
y práctico afecta a tantos pastores de la Iglesia.
Pablo VI advertía la gravedad
del problema que debió afrontar, y su trascendencia e implicaciones para la
vida de la sociedad. En la Comisión convocó a expertos de todas las ramas de la
ciencia, con mayoría de laicos, y entre ellos varias parejas de matrimonios;
siguió de cerca los trabajos, reexaminó los dictámenes que le fueron
presentados con muchas consultas a cardenales y obispos, y se tomó un tiempo considerable
de reflexión y de oración. Se puede decir que jamás la Iglesia debió
pronunciarse sobre un tema de entidad semejante, salvo quizá las esenciales
cuestiones dogmáticas resueltas en los concilios de los primeros siglos, y las
discusiones sobre la gracia y la libertad. El pontífice debió soportar
presiones continuas para que se pronunciara en un sentido contrario a la
tradición. No quiso agradar a los hombres, sino ser fiel al ministerio petrino
y a la responsabilidad que este conlleva. El resultado es un texto conciso,
cuidadosamente argumentado, y definitivo, cuya factura y publicación hubiera
sido imposible sin una especial asistencia del Espíritu Santo. En algo tan
delicado e íntimo para la vida de los fieles, la Iglesia no podía equivocarse.
El desarrollo de la doctrina católica es una evolución homogénea; la verdad se
actualiza y asume nuevos elementos para responder a los nuevos problemas que se
presentan, pero siempre -como reza la vieja regla enunciada por San Vicente de
Lerins en su Commonitorio Primero -in eodem
scilicet dogmate, eodem sensu eodemque sententia-, es decir
que no se trasforma ni contradice formulaciones anteriores, sino que conserva
su inalterable identidad. En mi opinión, la Iglesia no puede desdecirse de la Humanae vitae; si lo
hiciera se destruiría a sí misma.
Me detengo ahora en la
enseñanza central de la encíclica. En el marco de una visión integral del
hombre aclara el sentido del amor conyugal, que para ser plenamente humano es
total, fiel, exclusivo y fecundo. La paternidad responsable no procede
arbitrariamente; se ejerce tanto en la generosa decisión de fundar una familia
numerosa, cuanto en la de espaciar los nacimientos y evitarlos respetando la
ley moral y por graves motivos, como ya se indicó más arriba a propósito de una
intervención de Pío XII.
El argumento capital de la
encíclica es el respeto a la naturaleza y finalidad del acto conyugal, que debe
quedar abierto a la trasmisión de la vida, ya que su significado es doble: unitivo y procreativo, ensamblados ontológicamente por
Dios Creador en la naturaleza de la sexualidad humana. La norma ética se
sigue necesariamente de la realidad antropológica, y está expresada con toda
claridad en el párrafo 14 del texto pontificio, citado al comienzo de esta
nota. Si se separan artificialmente esos dos significados se menoscaba la
finalidad de la acción y su carácter auténticamente humano. De todo acto sexual
no se sigue por necesidad la concepción de un nuevo ser; cuando se recurre a
mantener relaciones en los períodos agenésicos de la mujer se acepta una
disposición objetiva y permanece la orientación natural a la prole. Puede haber
motivos serios para obrar así, por ejemplo, que es conveniente seguir
expresando físicamente el amor; esta decisión se inscribe en el dinamismo de la
castidad matrimonial. Es preciso recordar que el mismo pontífice invitó a los
médicos a promover
constantemente soluciones inspiradas en la fe y la recta razón (Humanae
vitae, 27).
La enseñanza católica puede
apoyarse suplementariamente en una autoridad insospechada. Sigmund Freud, en su
Introducción al psicoanálisis, presenta
una lista de desviaciones sexuales; el onanismo se suma a otros «ismos» y «filias»:
exhibicionismo, voyerismo, fetichismo, sodomía, violación, incesto, sadismo,
masoquismo, coprofilia, zoofilia. Advierte que en todos esos casos el cuerpo se
entrega como carne, no de manera auténticamente personal, y por eso los
considera comportamientos impúdicos y perversos, y a propósito escribe: lo que caracteriza a todas esas
perversiones es que ellas descartan la finalidad esencial de la sexualidad, es
decir la procreación. Y añade: es perversa toda actividad sexual que,
renunciando a la procreación, busca el placer como una meta independiente de
ella.
La Humanae vitae
fue una encíclica profética. Ante todo en cuanto proclamación de la
verdad y confirmación consoladora para los fieles, como testimonio para la
Iglesia y para el mundo. Además, profética en la previsión de las consecuencias
que se seguirían de una aprobación ética del uso de anticonceptivos y de la
generalización de ese recurso: la apertura de un camino fácil y amplio a la
infidelidad conyugal, y a la degradación de la moralidad, habida cuenta de la
debilidad humana y de lo vulnerables que son los jóvenes en este punto de una
inclinación temprana a la experiencia sexual; el peligro de que la mujer
quedara esclavizada bajo el dominio del varón; el arma que se pondría en las manos de autoridades
públicas despreocupadas de las exigencias morales (n. 77). Para desgracia de la sociedad
contemporánea, aquellas previsiones se cumplieron inexorablemente, y
constituyen en la actualidad una infracultura inhumana, vigente y que penetra
en las comunidades cristianas.
Ya unos años antes el Vaticano
II señalaba el oscurecimiento de la dignidad de la institución familiar: la poligamia, la epidemia del
divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial
queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos
contra la generación (Gaudium
et spes, 47). Para actualizar la lista de calamidades sumemos la difusión
de la ideología de género, que se desconocía cincuenta años atrás. La
intervención estatal, en este período, se ha revelado funesta en todo el mundo;
y en la Argentina sobre todo desde 1983. Por ejemplo, las campañas y programas
de «educación sexual», que son en realidad
intentos y verdaderos atentados de perversión; empleo a designio este
sustantivo, recordando que lo que Freud llamaba perversiones se han convertido
en derechos tutelados por leyes inicuas, contrarias no solo a la ley divina,
sino también a la natural, a la ratio de la naturaleza humana; podemos enumerar: la legalización del «matrimonio igualitario»; la
práctica de fabricación de bebés en probeta mediante donación de gametos y
alquiler de vientres, reparto masivo de preservativos, legalización -entre
nosotros todavía parcial-del aborto, propaganda desvergonzada del concubinato y
la fornicación a través de los mass-media,
que presentan simpáticamente los amoríos provisorios de la gente de la
farándula, a la que se asocian deportistas y políticos. En nuestro país, la
aprobación de un nuevo Código Civil ha dado el golpe de gracia a la institución
familiar. Generalizando un poco, pero no mucho, podemos notar que la gente no
se casa, vive «en pareja». Todas estas
desgracias se precipitaron en las últimas tres décadas, y todavía debemos temer
nuevos intentos de promulgar una ley abortista, que amplíe las permisiones ya
concedidas por vía legislativa y judicial.
Las campañas mundiales contra
la natalidad se valían habitualmente del fantasma de la superpoblación, que
agitaban con acentos apocalípticos. Ahora apelan también a otro argumento: el
cambio climático. He leído no hace mucho que la investigadora Kimberley
Nicholas, de la Universidad de Lund, en Suecia, utiliza esta ecuación: cuanto menos hijos, menos emisiones de carbono, menos
calentamiento global. A propósito de este juicio, recuerdo que en el
diario «La Nación», de Buenos Aires, Carlos
M. Reymundo Roberts, formuló una atinada observación crítica: La disminución en el número de
personas que nacen provoca un envejecimiento de la población, acentuado por el
hecho de que la expectativa de vida no deja de crecer. El autor señala el problema social y económico
que trae aparejado, y anota: En buena parte del mundo desarrollado reviste tal seriedad que hay
países, como Francia, que premian con fuertes subsidios a las familias que
tienen tres hijos o más. Cita,
además, a un alto funcionario japonés que años atrás declaró que ese país
enfrenta, a futuro, un desafío mayor: frenar la caída en su tasa de natalidad.
Cierra el excelente artículo «Hijos, sí o no» con
una referencia a la Argentina, que padece un grave déficit poblacional,
y que sin desatender el cambio
climático, necesita crecer y multiplicarse. Diríamos que se
trata de una cuestión de soberanía, más aun, de supervivencia. En un artículo
conmemorativo del aniversario de Humanae vitae, publicado en L' Osservatore Romano, Lucetta Scaraffia
destacaba ese problema y el costo de una fuerte y brusca disminución de la
natalidad, así como las consecuencias negativas para la salud de las mujeres
del uso permanente de anticonceptivos químicos. Que yo sepa, esta publicación
extraoficial fue el único recuerdo que mereció de Roma la encíclica de Pablo
VI.
Un profeta es despreciado solamente en su pueblo y
en su familia (Mt 13, 57), dijo Jesús ante la incredulidad de sus paisanos de Nazaret.
Nosotros solemos emplear este dicho: «Nadie es
profeta en su tierra». La doctrina enseñada con la autoridad del
magisterio pontificio no fue aceptada por amplios sectores de la Iglesia, en
momentos en que arreciaba la crisis de fe y de obediencia, a la cual el Papa
Montini se refirió abundantemente en sus catequesis, y procuró paliarla con
sabias iniciativas pastorales. Se hizo sentir el rechazo de teólogos,
sacerdotes, y obispos; y a partir del mismo se desencadenó una crítica demoledora
de los fundamentos de la teología moral. Muchos pastores desviaron a los fieles
de la auténtica verdad católica sobre el matrimonio, y los inducían a adoptar
una concepción de la vida cristiana, eludiendo el camino estrecho de la cruz, y
desconfiando de la gracia divina, que hace posible lo más arduo. Han echado
sobre sus espaldas la responsabilidad gravísima de deformar la conciencia de
los fieles. Esta ofuscación de la verdad continúa todavía hoy, a pesar del
luminoso magisterio, sobre estos temas, de Juan Pablo II y Benedicto XVI. El
constructivismo filosófico campea ampliamente, y el relativismo es una de las
llagas abiertas en el Cuerpo de la Santa Iglesia. Da pena recordar la actitud
de varias Conferencias Episcopales ante la publicación de la encíclica, y el
perseverante mal ejemplo del Cardenal Carlo María Martini, que persistió en su
error del rechazo a Humanae vitae hasta
en su testamento literario, «Conversaciones
nocturnas en Jerusalén».
El testimonio profético de
Pablo VI es más necesario hoy que en 1968, ya que el comportamiento contrario a
la enseñanza de la encíclica se ha convertido en una práctica generalizada,
ante el silencio culpable de los pastores.
+ Mons. Héctor Aguer, Arzobispo emérito de La Plata
Académico de
Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
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