martes, 30 de junio de 2020

LA COMUNIÓN EN TIEMPOS DE PANDEMIA. ¿Y DESPUÉS?


Me parece innecesario, y peligroso mirando al futuro, que se decrete a causa de la pandemia que se ha de comulgar en la mano -y, por consiguiente, de pie- ¿A quién se desea conformar con una medida semejante?
El Estado argentino, ejerciendo su genética inclinación al autoritarismo, se atribuye el deber y la facultad de cuidarnos a todos del contagio de la nueva plaga. Ha determinado, entonces, que el culto de Dios y la recepción de los sacramentos no son «actividades esenciales». Permite alguna apertura de los templos, según su apreciación de la situación sanitaria, pero con prohibición de las celebraciones litúrgicas.
Lo peor es que se haya aceptado mansamente esta pretensión totalitaria. Es verdad que, gracias a Dios, algunos sacerdotes hacen uso del sentido común y de la libertad cristiana, con beneplácito de los fieles que se acercan. Los políticos han fingido ignorar el formidable «banderazo» protagonizado por multitudes en todo el país que el 20 de Junio, «Día de la Bandera», enarbolaron la enseña patria y proclamaron su hartazgo con la cuarentena que ya es «noventena», y continuará vete a saber hasta cuándo. Nuestro Himno Nacional canta «Libertad, libertad, libertad», pero los derechos y garantías que asegura nuestra Constitución tienen dudosa vigencia en lo que fue la República Argentina, y ahora se llama «Argentina Presidencia». Nos gobiernan los DNU, «decretos de necesidad y urgencia» del Poder Ejecutivo.
En ese contexto, algunos pastores de la Iglesia han determinado que se debe recibir la Sagrada Comunión en la mano; esto donde los fieles soliciten el sacramento, y los sacerdotes estén dispuestos a cumplir con su elemental obligación pastoral. La cautela parecería razonable, aunque se ha difundido también otra opinión, según la cual habría tanto o más riesgo de contagio comulgando en la mano que en la boca. Por algo se invita hasta el cansancio a lavarnos las manos frecuentemente. Se me ocurre que, en realidad, quizá podría hacerse lo uno o lo otro con igual cuidado y sin peligro. No tengo competencia para dilucidar este asunto, y además mi intención en esta nota se dirige al después, y a recordar cuál es la disciplina vigente en la Iglesia, y el consiguiente derecho de los católicos. Vayamos al grano.
Según la disciplina eclesial se puede recibir la comunión de pie o de rodillas, en la mano o en la boca. Sin embargo, no se puede negar una tendencia, impuesta de hecho, a comulgar de pie. Lo correcto sería disponer un reclinatorio, de manera que quienes desearan conservar la forma tradicional de arrodillarse pudieran hacerlo, dirigiéndose hacia ese lugar en una fila propia. Muchos sacerdotes -lo he comprobado- se resisten a ofrecer esta solución; de ese modo se obliga prácticamente a comulgar de pie, y esta postura entonces se generaliza como si fuera la costumbre debida, la única que corresponde. No tengo nada esencialmente decisivo contra ella, pero sí me parece necesario advertir que quienes la practican no deberían omitir un gesto de reverencia o adoración. San Agustín enseñaba que «no se puede comer este Pan sin antes adorarlo»; sería simplemente la exteriorización, en el orden litúrgico de los signos, de la fe en la presencia sustancial del Señor bajo las especies eucarísticas.
La comunión en la mano, independientemente de la antigüedad del gesto, es una forma que se ha adoptado y difundido en las últimas décadas, después de siglos de vigencia de la praxis oficial en el rito latino, que era comulgar en la boca. Recuerdo haber oído hace tiempo un argumento ridículo en favor de la nueva postura: son los bebés quienes reciben el alimento en la boca; los adultos los tomamos con las manos. Pero se podría emplear otra comparación como contraargumento: tomar con la mano, tener en la mano, indica la posesión de quien se hace dueño de algo, y no podemos decir que es esa la relación de un católico con el Cuerpo del Señor, que se recibe como un don inmerecido. En mi opinión, habría que tener en cuenta otras cautelas.
Muchas veces me ha ocurrido, distribuyendo la comunión en una catedral colmada, tener que detener a alguien que se llevaba la hostia consagrada. No debo pensar mal, pero siempre puede haber algún «colado», que no sabe de qué se trata; y no se ha de excluir que haya quien la busca para fines «non sanctos». Es preciso, entonces, que el comulgante la consuma ante el ministro. Asimismo, corresponde advertir que es necesario observar si no queda en la mano una pequeña partícula; no sería una miguita de pan cualquiera; el Cuerpo del Señor está presente tanto en la hostia consagrada entera como en cada uno de sus fragmentos. Tengo la impresión de que se ha impuesto un cierto descuido, y una cierta precipitación en el acceso a la comunión eucarística. Habría que recordar la primera condición que se nos inculcaba de niños: «estar en gracia de Dios». Las otras condiciones eran el ayuno, actualmente ya no desde la medianoche anterior sino de una hora -pero que no habría que descuidar, como respeto elemental- y, como se decía: «saber lo que se va a recibir, y acercarse a comulgar con devoción». Esta última condición se refiere a la fe y a la conciencia de lo que se está haciendo; toda la vida del cristiano se expresa en ese gesto de la comunión. Las observaciones precedentes van dirigidas a que los fieles puedan obtener el máximo fruto espiritual de la comunión eucarística.
Comentando el Evangelio de San Juan, Santo Tomás de Aquino escribió que «este sacramento no es otra cosa que la aplicación a nosotros de la pasión del Señor, y por tanto todo lo que es efecto de la pasión del Señor es efecto de este sacramento». También advertía contra la posibilidad de una cierta ficción o simulación en el corazón de quien se acerca a comulgar, «cuando no responde el interior a lo que se expresa en el signo exterior... el que no tiene en el corazón el deseo de la unión con Cristo, y no procura remover todo impedimento, cae en la ficción. Entonces Cristo no está en él, ni él en Cristo». Estas palabras severas ilustran la necesidad de una recta preparación para excluir toda ligereza y asegurar la continuidad y armonía entre la fe y el amor interiores y los gestos exteriores de quien recibe el Cuerpo del Señor.
En el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1328-1332) se enumeran y explican los nombres con que se designa el sacramento: Eucaristía, Banquete del Señor, Fracción del pan, Asamblea eucarística, Memorial (de la pasión y resurrección de Cristo), Santo Sacrificio, Santa y divina liturgia, Comunión, Santa Misa. La dimensión sacrificial de la Eucaristía es inculcada repetidamente en el Catecismo: «es un sacrificio porque representa (= hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto» (1366). La comunión nos une en banquete fraterno porque es la participación común del sacrificio de nuestra redención; así se constituye la unidad católica de la Iglesia, y los comulgantes, al recibir el agápē de Dios nos hacemos hermanos en Cristo.
El descuido que he señalado se verifica en el contexto de las numerosas arbitrariedades registradas en las últimas décadas, y de los errores teológicos -verdaderas herejías- que dieron lugar a las intervenciones magisteriales de Pablo VI y Juan Pablo II. Apunto asimismo ciertas resistencias a remarcar la autenticidad del sacramento del sacrificio del Señor. Por ejemplo: a que en la mesa del altar haya un crucifijo, como lo ha indicado Benedicto XVI, o a que la parte sacrificial del rito pueda celebrarse «ad orientem». Este punto es incomprendido, y por eso criticado con ignorancia y prejuicio. No se trata de «dar la espalda a los fieles», o de celebrar «de espaldas», sino de expresar auténtica y correctamente el sentido de la celebración. Después de haber compartido en la primera parte la Palabra de Dios, el celebrante se pone al frente de los fieles para dirigirse con ellos hacia el Señor, el Oriente, el Sol naciente -Anatolḗ ex hýpsous, Lc 1, 78- . El gesto de «volverse hacia el Señor» es el que corresponde a la ofrenda del santo sacrificio. Joseph Ratzinger lo explica cumplidamente: «En la Liturgia de la Palabra se trata, efectivamente, de un dirigir la palabra y de un responder a ella, y por tanto es sensato que el que anuncia y los que escuchan estén el uno frente a los otros, los cuales en el salmo meditan lo que han escuchado, lo acogen en sí mismos y lo transforman en oración, haciendo de ello una respuesta. En cambio, es esencial la común orientación 'hacia el este' durante la plegaria eucarística... No es importante mirar al sacerdote, sino mirar juntos al Señor. En este caso no se trata de un diálogo, sino de una adoración común, de ponerse interiormente en camino hacia Aquel que viene». Me he permitido esta digresión porque el progresismo, en su afán de cambiarlo todo, arruina los criterios y sentimientos de los fieles imponiendo una cultura antilitúrgica. En intervenciones anteriores me he referido, con pena, a disparates protagonizados por sacerdotes y por algunos obispos.
El asunto de la comunión y de las actitudes interiores y exteriores que corresponden, no puede separarse de la cuestión más amplia de la adoración de la presencia sustancial del Señor. Al respecto, Juan Pablo II escribió: «Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración». A causa de una equívoca visión del diálogo con el mundo, la Iglesia se ha mundanizado, y copia el antropocentrismo de la cultura secular. La primacía de Dios y la valoración de lo que se refiere a Él quedan desplazadas, para daño del mundo y de la misma Iglesia.
He procurado resumir en estas líneas lo que considero importante destacar en la circunstancia singular que estamos viviendo, sobre todo con vistas al «después». Habría que preguntarse si las verdades señaladas brillan con claridad en la inteligencia y el corazón de los católicos. La predicación ordinaria debería abordarlas, y tendrían que ocupar un lugar destacado en la catequesis de niños y adolescentes.
Volviendo al comienzo, y con el máximo respeto por la opinión contraria, me parece innecesario, y peligroso mirando al futuro, que se decrete a causa de la pandemia que se ha de comulgar en la mano -y, por consiguiente, de pie- ¿A quién se desea conformar con una medida semejante? ¿A la autoridad sanitaria, cuyos criterios se asumen? ¿No se corre el riesgo de que los fieles perciban ese mandato como una imposición excesiva? À quoi bon?, dice el francés.
+ Mons. Héctor Aguer, Arzobispo emérito de La Plata

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