El Papa Francisco presidió, como cada miércoles, la
Audiencia General desde el Palacio Apostólico del Vaticano y continuó con la
serie de catequesis sobre la oración. En esta ocasión, comentó el libro del
Éxodo y cómo la forma de orar de Moisés era la intercesión ante Dios por su
pueblo, al que nunca abandonó a pesar de sus deslealtades.
A continuación, la
catequesis completa del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro itinerario sobre el tema de la oración, nos estamos dando
cuenta de que Dios nunca amó tratar con orantes “fáciles”.
Y ni siquiera Moisés será un interlocutor “débil”,
desde el primer día de su vocación.
Cuando Dios lo llama, Moisés es humanamente “un
fracasado”. El libro del Éxodo nos lo representa en la tierra de Madián
como un fugitivo. De joven había sentido piedad por su gente y había tomado
partido en defensa de los oprimidos.
Pero pronto descubre que, a pesar de sus buenos propósitos, de sus manos
no brota justicia, si acaso, violencia. He aquí los sueños de gloria que se
hacen trizas: Moisés ya no es un funcionario
prometedor, destinado a una carrera rápida, sino alguien que se ha jugado las
oportunidades, y ahora pastorea un rebaño que ni siquiera es suyo.
Y es precisamente en el silencio del desierto de Madián donde Dios
convoca a Moisés a la revelación de la zarza ardiente: «“Yo
soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de
Jacob”. Moisés se cubrió el rostro, porque temía ver a Dios» (Éxodo3,6).
A Dios que habla, que le invita a ocuparse de nuevo del pueblo de
Israel, Moisés opone sus temores y sus objeciones: no
es digno de esa misión, no conoce el nombre de Dios, no será creído por los
israelitas, tiene una lengua que tartamudea... Y así tantas objeciones.
La palabra que florece más a menudo de los labios de Moisés, en cada
oración que dirige a Dios, es la pregunta “¿por
qué?”. ¿Por qué me has enviado? ¿Por qué quieres liberar a este pueblo? En
el Pentateuco hay, de hecho, un pasaje dramático en el que Dios reprocha a
Moisés su falta de confianza, falta que le impedirá la entrada en la tierra
prometida. (cf. Números20,12).
Con estos temores, con este corazón que a menudo vacila, ¿cómo puede rezar Moisés? Es más, Moisés parece un
hombre como nosotros. Y también esto nos sucede a nosotros: cuando tenemos
dudas, ¿cómo podemos rezar? No nos apetece
rezar. Y es por su debilidad, más que por su fuerza, por lo que quedamos
impresionados.
Encargado por Dios de transmitir la Ley a su pueblo, fundador del culto
divino, mediador de los misterios más altos, no por ello dejará de mantener
vínculos estrechos con su pueblo, especialmente en la hora de la tentación y
del pecado. Siempre ligado al pueblo. Moisés nunca perdió la memoria de su
pueblo.
Y esta es una grandeza de los pastores: no
olvidar al pueblo, no olvidar las raíces. Es lo que dice Pablo a su
amado joven obispo Timoteo: “Acuérdate de tu madre
y de tu abuela, de tus raíces, de tu pueblo”. Moisés es tan amigo de
Dios como para poder hablar con Él cara a cara (cf. Éxodo33,11); y será tan
amigo de los hombres como para sentir misericordia por sus pecados, por sus
tentaciones, por la nostalgia repentina que los exiliados sienten por el
pasado, pensando en cuando estaban en Egipto.
Moisés no reniega de Dios, pero ni siquiera reniega de su pueblo. Es
coherente con su sangre, es coherente con la voz de Dios. Moisés no es, por lo
tanto, un líder autoritario y despótico; es más, el libro de los Números lo
define como “un hombre muy humilde, más que hombre
alguno sobre la haz de la tierra” (cf. 12, 3).
A pesar de su condición de privilegiado, Moisés no deja de pertenecer a
ese grupo de pobres de espíritu que viven haciendo de la confianza en Dios el
consuelo de su camino. Es un hombre del pueblo.
Así, el modo más proprio de rezar de Moisés será la intercesión (cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2574). Su fe en Dios se funde con el sentido
de paternidad que cultiva por su pueblo. La Escritura lo suele representar con
las manos tendidas hacia lo alto, hacia Dios, como para actuar como un puente
con su propia persona entre el cielo y la tierra.
Incluso en los momentos más difíciles, incluso el día en que el pueblo
repudia a Dios y a él mismo como guía para hacerse un becerro de oro, Moisés no
es capaz de dejar de lado a su pueblo. Es mi pueblo. Es tu pueblo. Es mi
pueblo. No reniega ni de Dios ni del pueblo. Y dice a Dios: «¡Ay! Este pueblo ha cometido un gran pecado al hacerse
un dios de oro. Con todo, si te dignas perdonar su pecado..., y si no, bórrame
del libro que has escrito» (Éxodo32,31-32).
Moisés no cambia al pueblo. Es el puente, es el intercesor. Los dos, el
pueblo y Dios y él está en el medio. No vende a su gente para hacer carrera. No
es un arribista, es un intercesor: por su gente, por su carne, por su historia,
por su pueblo y por Dios que lo ha llamado. Es el puente.
Qué hermoso ejemplo para todos los pastores que deben ser “puente”. Por eso, se les llama pontifex, puentes. Los pastores son
puentes entre el pueblo al que pertenecen y Dios, al que pertenecen por vocación.
Así es Moisés: “Perdona Señor su pecado, de otro
modo, si Tú no perdonas, bórrame de tu libro que has escrito. No quiero hacer
carrera con mi pueblo”.
Y esta es la oración que los verdaderos creyentes cultivan en su vida
espiritual. Incluso si experimentan los defectos de la gente y su lejanía de
Dios, estos orantes no los condenan, no los rechazan. La actitud de intercesión
es propia de los santos, que, a imitación de Jesús, son “puentes” entre Dios y
su pueblo. Moisés, en este sentido, ha sido el profeta más grande de Jesús,
nuestro abogado e intercesor. (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2577).
Y también hoy, Jesús es el pontifex, es el puente entre nosotros y el
Padre. Y Jesús intercede por nosotros, hace ver al Padre las llagas que son el
precio de nuestra salvación e intercede. Y Moisés es la figura de Jesús que hoy
reza por nosotros, intercede por nosotros.
Moisés nos anima a rezar con el mismo ardor que Jesús, a interceder por
el mundo, a recordar que este, a pesar de sus fragilidades, pertenece siempre a
Dios. Todos pertenecen a Dios.
Los peores pecadores, la gente más malvada, los dirigentes más corruptos
son hijos de Dios y Jesús siente esto e intercede por todos. Y el mundo vive y
prospera gracias a la bendición del justo, a la oración de piedad, a esta
oración de piedad, el santo, el justo, el intercesor, el sacerdote, el obispo,
el Papa, el laico, cualquier bautizado eleva incesantemente por los hombres, en
todo lugar y en todo tiempo de la historia.
Pensemos en Moisés, el intercesor. Y cuando nos entren las ganas de
condenar a alguien y nos enfademos por dentro -enfadarse hace bien, pero
condenar no hace bien-intercedamos por él: esto nos
ayudará mucho.
Redacción ACI Prensa
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