Resulta
incomprensible es que los creyentes no reaccionemos, al menos con la misma
rapidez y contundencia, ante otros virus infinitamente más graves y peligrosos:
los que conducen al pecado y a la condenación eterna.
Es comprensible la alarma
generada por un virus que se ha expandido rápidamente, que es muy contagioso y
ha producido ya miles de muertes. Son razonables algunas –no todas- de las
medidas y precauciones que las autoridades sugieren o decretan…
Pero lo que resulta
incomprensible es que los creyentes no reaccionemos, al menos con la misma
rapidez y contundencia, ante otros virus infinitamente más
graves y peligrosos: los que
conducen al pecado y a la condenación eterna.
Las palabras de Jesús a este
respecto son claras y rotundas: «No temáis a los que matan el
cuerpo –¡tampoco
a los virus!-, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que
puede llevar a la perdición alma y cuerpo» (Mt 10,28).
Desde el Antiguo Testamento
los profetas han interpretado las calamidades como una
llamada a la conversión, a volver
a Dios (ver, por ejemplo, Am 4,6-12; Dt 4,29-31).
Jesús mismo confirmó esta
interpretación, que aparece en toda la Biblia (p. ej. Ap 9,20-21): «Aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de
Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que
habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos
pereceréis del mismo modo» (Lc 13,1-5).
La epidemia nos recuerda algo
que todos deberíamos saber: que nuestra vida es
caduca, que estamos de paso en este mundo, que «a la hora que menos
penséis viene el Hijo del Hombre» (Lc 12,40). Nos hace ver lo frágil de nuestras falsas seguridades…
Por eso es ante todo una llamada a volver a Dios, a cambiar de vida, a reorientar nuestro camino hacia lo eterno, hacia lo definitivo, lo que no pasa, lo que no se
deteriora ni corrompe (cf. Lc 12,33).
Al fin y al cabo, antes o
después tenemos que morir. No debe preocuparnos el hecho
de morir, sino nuestro destino eterno, es decir, si en el momento de
nuestra muerte nos encontraremos en el camino de la salvación o en el camino de
la condenación eterna.
Julio
Alonso Ampuero
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