«No
hubo otro Rey más justo por su piedad ni más grande por sus hazañas guerreras,
que Eneas».
Virgilio. Eneida
(I, 544).
«¿Qué mejor
muerte puede haber que enfrentar una suerte adversa por las cenizas de sus padres
y los templos de sus dioses?»
Thomas Macaulay. Horacio
«La piedad, ésta es la sabiduría, y huir del mal, ésta es la
inteligencia».
Job, 28,28.
«Para
los antiguos la palabra “pietas” significaba en primer término el amor
filial, el sentimiento de los hijos para con sus padres; de
donde impío en latín significaba lo que el criollo
llama desmadrado, que luego por extensión se aplicaba a Dios, de modo
que en castellano la impiedad conservó solamente ese segundo sentido de
animadversión contra Dios; con lo cual la sabiduría de los pueblos aludía quizá
a un lazo misterioso que existe entre el amor a los padres y la reverencia a
Dios.
De
hecho, el 5º Mandamiento del Decálogo ––4º para nosotros––, “Honrar padre y
madre”, está colocado en la primera tabla de la Ley, que contiene las
obligaciones del hombre para con Dios; porque los padres son representantes
vivientes de Dios».
Quien habla así es el padre
Leonardo Castellani en su obra, El Evangelio según Jesucristo (1957). Y sea o no este el origen de
la palabra, lo cierto es que se trata de algo importante que hoy es olvidado
por muchos y mal entendido por casi todos los demás.
Los antiguos la tenían por una
de sus virtudes más valiosas.
En uno de sus diálogos, Eutifrón (399 a. de C.), Platón
discute por boca de Sócrates el concepto de piedad y de piadoso.
Platón nos dice que Piedad
viene de la palabra griega «hosion». Esta
palabra también puede traducirse como la santidad religiosa o corrección
religiosa y es discutida por Sócrates y Eutifrón en dos sentidos: En un sentido estricto, como conocer y hacer lo que es
correcto en los rituales religiosos dando agrado a los dioses, y un sentido
amplio, como una parte de lo justo mediante la que nos inclinamos a reconocer
nuestra dependencia de una realidad más grande que nosotros mismos, de lo que
también hablará más adelante san Tomás.
Eutifrón comienza apoyando el
primer sentido, el concepto más estrecho de piedad. Pero Sócrates, fiel a su
punto de vista general, defiende su sentido más amplio. Él está menos interesado
en el ritual correcto que en vivir moralmente. No obstante, el diálogo queda
inconcluso.
Ya en la Roma clásica, su gran poeta, Virgilio, escribió su obra
magna, La Eneida, (19, a. de C.) sobre la base de esa virtud.
Eneas, el protagonista, es el héroe que representa la pietas, el amor debido a los antepasados y a
los dioses, frente a la ira y fortaleza de Aquiles y la astucia e inteligencia
de Odiseo. Este amor de piedad se originaba en un aspecto particular de la
virtud de la justicia como el deber doméstico de respeto a los padres y
continuaba ascendiendo hacia los dioses del hogar/domus, la patria y las grandes deidades del Panteón.
Así y todo, Virgilio dio un nuevo alcance al concepto al incorporarle la
misericordia hacia sus compañeros de sufrimiento en esta vida, universalizando
su alcance.
Así que, desde siempre ––al
menos hasta tiempos muy recientes––, esa condición fue basal para la vida de
los hombres; la relación paterno-filial, pilar y fundamento de la familia, y su
reflejo trascendente, fundamento de toda religión, estuvo en el centro de la
vida del hombre de toda condición, raza, religión o pensamiento. Por tanto, la
piedad constituyó el alimento y argamasa de todas nuestras relaciones, desde el
origen de los tiempos.
Pero el concepto no alcanza su
pleno sentido sino con el cristianismo. De esta forma, el cristianismo aportó
algo más, algo trascendente, que nos explicita y aclara aquello que el Creador
gravó a hierro y fuego en nuestro corazón.
Así que, quizá sea conveniente
adentrarse y profundizar un poco en busca de ese su verdadero significado.
Y para ello, nada mejor que
acercarnos a las explicaciones claras y precisas de santo Tomás de Aquino.
¿Cuál sería para
un cristiano la condición radical del ser humano? Sin duda ser hijo, esa es
nuestra condición revelada y es la condición que el propio Dios asumió como
hombre y que humanizó en su relación de amor trinitario.
Así que, lo que el
cristianismo aporta, lo que hace crecer de forma gigantesca la anciana virtud
pagana es su inversión y su carácter recíproco, propio del amor, de
la caridad en la que se integra. La piedad pierde su aspecto timorato
y servil, y como parte del amor, desciende del Cielo, para luego, de vuelta,
elevarse con gratitud y amor, al tiempo que se extiende en este mundo con
reciprocidad de lo más alto a lo más bajo, y viceversa. Y ello, aunque su
origen esté siempre en lo alto, puesto que, en todo caso, toda paternidad
proviene de Dios y toda filiación conduce a Dios.
De esta forma, santo Tomás nos
dice en su Suma
Teológica (1265-1274) que,
en origen, la piedad es «cierto testimonio
de la caridad con que uno ama a sus padres y a su patria», pero «la religión y la piedad son partes de la justicia, y
difieren entre sí en que la religión es culto de Dios; mas como Dios no solo es
creador sino también es padre, debémosle, por consiguiente, además del culto
como a creador, amor y culto como a padre. Y por eso algunas veces tómase la
piedad por el culto a Dios». De este
modo, «La piedad dice cierta inclinación por afecto a su principio; y
principio de la generación es el padre y la patria. Por eso es necesario que el
hombre para con ellos sea benévolo. Y Padre de todos es Dios».
Por tanto, santo Tomás
establece entre estos tres ámbitos (familia, patria, Dios) una jerarquía y
prevalencia en cuya cima está la Divinidad. El profesor Alejandro Llano en su
obra La vida
lograda (2002) nos lo explicita muy gráficamente:
«Cultivamos
la tierra que nos nutre y la tradición que espiritualmente nos hace ser quienes
somos, seres en la verdad y en el tiempo. Los padres cuidan de los hijos; el
político, de la ciudadanía; y la divinidad cuida de todos. Pero este movimiento
descendente encuentra una respuesta en la aceptación y el reconocimiento. El
hijo maduro cuida de sus padres. El ciudadano responsable se preocupa de la
suerte de la ciudad y cuida de que el estadista no utilice la cosa pública para
sus intereses parciales. Y el hombre y la mujer ofrecen a Dios su culto».
Se trata de una virtud a
rescatar hoy, pues en estos tiempos, como decía Ovidio en sus Metamorfosis (8
d. de C.), «Vencida yace la piedad». De
hecho, la impiedad es probablemente uno de los vicios definitorios de la
modernidad, instalados en la cual los hombres respondemos como nunca a la
descripción del apóstol: «desobedientes a
los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados» (Rm 1, 30-31). En palabras llanas,
nos falta el reconocimiento de las deudas y el agradecimiento a lo debido. Nos
falta humildad porque no hay piedad en aquel que es autosuficiente, que cree
que nada y a nadie debe. El hombre, en su ser más íntimo, debe ante todo
reconocer y venerar de quien, de dónde y de que manera proviene, pues sin eso,
no solo no sabe quién es, sino que no es nada. Como dice Josef Pieper en su
obra Las virtudes
fundamentales (1976), sin «la íntima experiencia de una deuda impagable» no
es posible la piedad.
Pero sobre todo nos falta
amor, nos falta el sentirnos hijos de un Padre. Por eso es tan
extraordinaria la mayor historia jamás
contada, la de Aquel que nada debe y que todo Es, que nada pide y
que todo da, que se humilló ante sus creaturas para pagar las deudas de estas,
regalándoles la inmensa gratitud que eso supone, y todo por amor, amor al
Padre, a los hijos y los hermanos. Nacemos con una deuda, una deuda impagable,
y mientras no lo reconozcamos careceremos de piedad.
De esta forma, sin pietas no hay recompensa ni
salvación, pues quien no muestra agradecimiento, no ama y quien no ama no
podrá jamás habitar «en la luz
inaccesible» hacia la que debemos ir (I Tim., 6,16).
¿Y qué libros
pueden hablar a nuestros hijos de esta virtud? Podemos hacer aquí una distinción de grado. No nos ha de caber duda al
respecto de que la mayor muestra de la piedad se encuentra en la persona de
Nuestro Señor Jesucristo y en los libros que nos hablan de Él, Los Evangelios. Nos dio el
ejemplo: «Jesús les dijo: «Cuando hayáis
alzado al Hijo del hombre, entonces conoceréis que soy Yo (el Cristo), y que de
Mí mismo no hago nada, sino que hablo como mi Padre me enseñó. Y El que me
envió, está conmigo. Él no me ha dejado solo, porque Yo hago siempre lo que le
agrada» (Juan,
8, 28-29). La dedicación, la devoción y la atención primera de Jesús hacia el
Padre es constante y expresa. Él nos dice que bajó del cielo «para honrar a mi Padre», «para hacer no mi
voluntad, sino la voluntad del que me envió» y por ello él hace
siempre «lo que le agrada». No
hay mayor muestra de piedad que esta, una piedad que culmina en la cruz («está cumplido»).
Pero, si volvemos la vista a
la inmanencia de nuestro mundo sublunar, a nuestra pequeña humanidad, La Eneida parece una obra adecuada, pues la piedad
es su leitmotiv y Eneas, su héroe, la personificación de lo piadoso. Cuando
todo parece perdido durante el asedio de Troya y Eneas había resuelto morir con
su familia luchando contra los invasores, la diosa Afrodita lo disuade y le
muestra un camino de escape. Eneas coge a su padre, Anquises, sobre sus
hombros, toma los Lares y los Penates de Troya, y acompañado de su esposa, su
hijo Ascanio y un pequeño grupo de seguidores, escapa del asedio. Con el
tiempo, llegará al Lacio y se convertirá en el progenitor del pueblo romano,
antepasado de Rómulo y Remo. Los Julianos (es decir, la familia de Julio y
Augusto) remontan su linaje a Ascanio y a Eneas. Todo esto nos cuenta Virgilio
en su magna obra. Dante, nos dice al respecto: «La piedad hace que se espere el máximo bien de una
persona, hace que todas las demás bondades brillen con su luz. Por esta razón
Virgilio, hablando de Eneas, en su más alta alabanza lo llama piadoso».
De hecho, en su Divina Comedia,
sitúa a los piadosos en el Paraíso, en el sexto cielo, el cielo de Júpiter, el
cielo de los Justos, desde dónde las almas de los justos y piadosos le cantan:
«Per
esser giusto e pio
Son
io qui essaltato a quella gloria
Che
non si lascia vincere»
(Por ser justo y pio
Estoy aquí exaltado
a esa gloria
Que no puede ser
vencida por el deseo)
Divina Comedia. Canto XIX
Pero, La Eneida es una obra compleja, elevada y profunda; hoy
quizás inaccesible para el común de nuestros jóvenes. ¿Qué,
entonces? La literatura medieval también es prolija en muestras de
piedad, y además de una piedad cristianizada. Una de las cualidades de todo
buen caballero es la pietas, y
el poema medieval Sir
Gawain y el Caballero Verde (1400), es una muestra. Un
caballero cristiano debe poseer las cinco virtudes, que Tolkien, al traducir al
inglés el poema, enumera como generosidad, camaradería, castidad,
caballerosidad y «como virtud más destacada, la
piedad».
«Por
debajo de ellos el valeroso caballero cabalgaba sobre Gringolet; cruzaba
solitario pantanos y lodazales, temeroso de no poder asistir, por mala fortuna,
al oficio del Señor, que esa misma noche había nacido de virgen para redimirnos
de nuestras aflicciones. Y suspirando, decía:
—Te
suplico, Señor, y a ti, María, la más dulce y querida de las madres, que
encuentre un refugio donde pueda oír misa con el debido recogimiento, y
maitines por la mañana: humildemente lo pido, y rezo el padrenuestro y el
avemaría y el credo. Y se santiguó y lloró por sus pecados, exclamando,
mientras espoleaba al caballo:
—¡Qué
Cristo ampare mi causa, y su Cruz me guíe!»
Y quedándonos ya con Tolkien,
en su obra literaria podemos ver trazas de esta virtud de la piedad. No se
trata solo de que la realización de la gigantesca empresa de su trilogía y de
las obras adyacentes es sin duda fruto de su propia piedad religiosa, sino que
en el interior de estos relatos podemos ver muestras de tal devoción o de su
falta. Por ejemplo, en El señor de los Anillos (1954-55),
tenemos el caso del Reino caído de Númenor, el reino humano más noble jamás
fundado, que fracasó en su piedad, abrazó una cultura de muerte rebelándose
contra el Creador, y acabó siendo tragado por las olas. O la figura de Faramir,
quien no deja de mostrar reverencia hacia sus ancestros y el pasado mítico
donde estos moran. Esta piedad se manifiesta cuando le vemos a él y a sus
hombres observar rituales de culto y veneración, deteniéndose antes de comer
para mirar hacia «Númenor que fue, y más allá de
Elvenhome que es, y hacia lo que está más allá de Elvenhome y lo que siempre
será». Este respeto por las cosas elevadas, por los antepasados y la
divinidad, le aproxima a la figura de Eneas. Pero quien de verdad reúne
similitudes con el héroe virgiliano es Aragorn, aunque esta afinidad no es solo
con Eneas, sino también con Ulises, reuniéndose en él lo bueno de uno y otro.
Así, Aragorn representa, como los dos personajes clásicos, el arquetipo de héroe
errante, encontrándose en él la astuta inteligencia de Ulises combinada con la
piedad y el alto destino de Eneas.
Las muestras de personajes
piadosos no se agotan aquí. Como no podía ser de otra manera, el personaje
principal de la trilogía debe hacer gala de tan valiosa virtud. Frodo ha de
soportar la “carga” del Anillo y el deber de
su destrucción, y lo hace por piedad. De esta manera, Tolkien nos lo muestra
como un héroe piadoso desde el principio, debido a su conciencia del «deber hacia la familia [y] hacia el pueblo».
Y termino con otro héroe
griego, que, aunque no era piadoso, una vez la piedad le fue invocada y penetró
en su corazón:
«––Acuérdate
de tu padre…
Y
el corazón de Aquiles, embravecido de furores como el negro mar, se aplacó al
instante y sus ojos se humedecieron».
Iliada. Canto XXIV
Miguel Sanmartín
Fenollera
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