OBISPO FRANCÉS DE BELLEY-ARS: «¿EPIDEMIA DEL CORONAVIRUS O EPIDEMIA DE
MIEDO?»
«Alejada de mí
entonces, la idea de prescribir el cierre de iglesias, la supresión de misas,
el abandono del gesto de paz durante la Eucaristía, la imposición de este o
aquel modo de comunión considerado más higiénico (dicho esto, ¡cada uno podrá
hacer como quiera!), porque una iglesia no es un lugar de riesgo, sino un lugar
de salvación.»
(Dominus Est/InfoCatólica) A las reacciones preventivas
de los distintos gobiernos del mundo para evitar el contagio del coronavirus
COVID-19, las autoridades eclesiásticas también han reaccionado de distinto
modo, incluso dentro de un mismo país. En Francia, el Obispo de Beauvais, Mons. Jacques Benoit-Gonnin, suspendió las Misas en el departamento francés del Oise
o en Santuario de Lourdes cierra por el coronavirus
las piscinas donde se bañan los enfermos. En otros lugares se ha suspendido el
rito de la paz o la comunión en la boca.
Otros, como el obispo de
Belley-Ars, Mons. Pascal Roland, ha aprovechado la ocasión para invitar a la
oración y a la ayuda a los demás, y dice que no dará instrucciones específicas
en su diócesis, en un texto publicado en la página de la diócesis y traducido
por Dominus Est.
¿EPIDEMIA DEL CORONAVIRUS O EPIDEMIA DE MIEDO?
Más que a la epidemia del
coronavirus, ¡debemos temer a la epidemia del
miedo! Por mi parte, me niego a ceder al pánico colectivo y a someterme
al principio de precaución que parece mover a las instituciones civiles.
Por lo tanto, no tengo la
intención de emitir instrucciones específicas para mi diócesis: ¿Dejarán de reunirse los cristianos para rezar?
¿Renunciarán a frecuentar y ayudar a sus semejantes? Aparte de las
medidas de prudencia elemental que cada uno toma de manera espontánea para no
contaminar a otros cuando se está enfermo, no es oportuno agregar más.
Deberíamos recordar más bien
que en situaciones mucho más graves, aquellas de las grandes plagas, y cuando
los medios sanitarios no eran los de hoy, las poblaciones cristianas se
ilustraron con procedimientos de oración colectiva, así como por la ayuda a los
enfermos, la asistencia a los moribundos y la sepultura de los fallecidos. En
resumen, los discípulos de Cristo no se apartaron de Dios ni se escondieron de
sus semejantes, ¡sino todo lo contrario!
¿No resulta
revelador de nuestra relación distorsionada de la realidad de la muerte el
pánico colectivo que hoy estamos presenciando? ¿No manifiesta ésta la ansiedad
que provoca la pérdida de Dios? Queremos ocultarnos que somos mortales y, cerrándonos a la dimensión
espiritual de nuestro ser, perdemos terreno. Debido a que disponemos de
técnicas cada vez más sofisticadas y más eficientes, ¡pretendemos
dominarlo todo y ocultamos que no somos los dueños de la vida!
De paso, tengamos en cuenta
que la coincidencia de esta epidemia con los debates sobre las leyes de
bioética ¡nos recuerda afortunadamente nuestra
fragilidad humana! Esta crisis mundial presenta al menos la ventaja de
recordarnos que vivimos en una casa común, que todos somos vulnerables e
interdependientes, y que ¡es más urgente cooperar
que cerrar nuestras fronteras!
Además ¡parece que todos hemos perdido la cabeza! En todo caso,
vivimos en la mentira ¿Por qué de repente enfocar
nuestra atención sólo en el coronavirus? ¿Por qué ocultarnos que cada año, en
Francia, la banal gripe estacional afecta a entre 2 y 6 millones de enfermos y
provoca alrededor de 8.000 muertes? También parece que hemos eliminado
de nuestra memoria colectiva el hecho de que el alcohol es responsable de
41.000 muertes por año, mientras que se estima en ¡73.000
las provocadas por el tabaco!
Alejada de mí entonces, la
idea de prescribir el cierre de iglesias, la supresión de misas, el abandono
del gesto de paz durante la Eucaristía, la imposición de este o aquel modo de
comunión considerado más higiénico (dicho esto, ¡cada
uno podrá hacer como quiera!), porque una iglesia no es
un lugar de riesgo, sino un lugar de salvación.
Es un espacio donde acogemos a Aquel que es Vida, Jesucristo, y donde, a
través de Él, con Él y en Él, aprendemos juntos a vivir. Una iglesia debe
seguir siendo lo que es: ¡un lugar de esperanza!
¿Deberíamos
sellar a piedra y lodo nuestras casas? ¿Deberíamos saquear el supermercado del
barrio y acumular reservas para prepararnos para un asedio? ¡No! Pues un cristiano no teme a la
muerte. Es consciente de que es mortal, pero sabe en quién ha puesto su
confianza. Cree en Jesús, que le afirma: «Yo soy la
resurrección y la vida; quien cree en Mí, aunque muera, revivirá. Y todo
viviente y creyente en Mí, no morirá jamás» (Juan 11, 25-26). Él se sabe
habitado y animado por el «Espíritu de Aquel
que resucitó a Cristo de entre los muertos» (Romanos 8, 11).
Además, un cristiano no se
pertenece a sí mismo, su vida está entregada, porque sigue a Jesús, quien
enseña: «Quien quiere salvar su vida, la perderá, y
quien pierde su vida a causa de Mí y del Evangelio, la salvará» (Marcos
8, 35). Ciertamente, el cristiano no se expone innecesariamente, pero tampoco
trata de preservarse. Siguiendo a su Maestro y Señor crucificado, el cristiano
aprende a entregarse generosamente al servicio de sus hermanos más frágiles,
desde la perspectiva de la vida eterna.
Entonces, ¡no cedamos ante la epidemia del miedo! ¡No seamos
muertos vivientes! Como diría el Papa Francisco: ¡no os dejéis robar vuestra esperanza!
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