¿Qué sucedió a Jesús
en los últimos minutos de su agonía? Aquello tuvo todas las características de una crisis de desconcierto por
el silencio de Dios. En este momento, el Padre fue para Jesús «Aquel que calla». Jesús, sin embargo, tuvo una
magnífica reacción distinguiendo nítidamente el sentir y el saber.
Para medir y ponderar esta
crisis, tenemos que examinar ciertos antecedentes de orden fisiológico y
psicológico. Según los entendidos en la materia, Jesús había perdido para este
momento casi toda su sangre. El primer efecto de esa hemorragia fue una
deshidratación completa, fenómeno en el que la persona sufre no un dolor agudo
sino una sensación asfixiante y desesperada. Como efecto de esto, se apoderó de
Jesús una sed de fuego que no sólo se siente en la garganta sino en todo el
organismo, sed que experimentan los soldados que mueren desangrados en los
campos de batalla. Ningún líquido del mundo puede apagar esa sed sino una
transfusión de sangre.
IGNACIO LARRAÑAGA
Además, como efecto de esa
pérdida de sangre, sobrevino a Jesús una fiebre altísima la cual, a su vez,
originó el «delirium tremens» que, en este
caso y en términos psicológicos, significa una especie de confusión mental: no
se trata de un desmayo sino de una pérdida, en mayor o menor grado, de la
conciencia de su identidad y de su ubicación en el entorno vital.
En una palabra, a estas
alturas, Jesús se encontraba hundido en profunda agonía. Fuera de esto, y
situándose en niveles más interiores, tenemos que tener en consideración que
Jesús, obediente a la voluntad del Padre, moría en plena juventud, al comienzo
de su misión evangelizadora, abandonado de las multitudes y de los discípulos,
traicionado por uno, renegado por otro, sin prestigio ni honor, aparentemente
sin resultados, con sensación de fracaso (Mt 23,37). Su panorama psicológico
queda reflejado en esta sombría descripción: «Sálvame,
oh Dios, porque las aguas me llegan hasta el cuello. Hundido estoy en lo
profundo del barro, y no sé dónde apoyar el pie. He llegado a alta mar y las
olas me ahogan. Mi garganta está ronca de tanto gritar y mis ojos desfallecen de
tanto esperar» (Sal 68).
Mas en el ser humano hay
niveles más profundos que el fisiológico y el psicológico. Estos dos niveles
podían estar, en Jesús, arrasados. Pero allá en la zona del espíritu, Jesús
había conseguido mantener una admirable serenidad a lo largo de la Pasión. Sin
embargo, a una cierta altura de su agonía, las circunstancias descritas lo
arrastraron a un estado de desconcierto y confusión.
¿Crisis? ¿Caída
en su estabilidad emocional? No se sabría cómo calificar o dónde encasillarlo. ¿Qué fue? ¿Desaliento?
¿Pesadilla? ¿Una momentánea noche de espíritu? ¿Aridez en grado extremo? ¿El
peso del fracaso? ¿El espanto de encontrarse solo frente a un abismo? Lo cierto
es que, de repente, todas las luces se apagaron en el cielo de Jesús, como
cuando se produce un eclipse total.
La desolación extendió sus
alas grises sobre el páramo infinito. A su derredor, de horizonte a horizonte
del mundo, nada se veía, nada se oía, nadie respiraba. La ausencia el vacío, la
confusión, el silencio y la oscuridad se abatieron de improviso sobre el alma
de Jesús como fieras implacables. ¿La nada? ¿El
absurdo? ¿También el Padre estaría entre la masa de los desertores? Era
el juicio del Justo.
Los injustos lo juzgaron
injustamente y lo condenaron. Esto era normal. En el momento oportuno, el Padre
apostaría por el Hijo, inclinando a su favor la balanza. Pero llegada la hora
decisiva, nadie dio la cara por el Hijo. ¿También
el Padre habría tomado asiento en el tribunal junto a Caifas y Pilato? ¿También
el Padre se habría sentado a la puerta para ver pasar al condenado?
Como en todo pleito siempre le
quedaba, en última instancia, el recurso de amparo apelando al Padre. Pero todo
indicaba que el Padre había abandonado la causa del Hijo y se había pasado al
bando contrario pidiendo su ejecución. Y ahora, ¿a
quién recurrir? Todas las fronteras y todos los horizontes quedaban
clausurados. Así que ¿la razón estaba contra el
Hijo? Entonces, ¿Jesús había sido un
entrometido y no un enviado? ¿Un soñador? ¿Todo había sido inútil?
Al fin, ¿todo se desvanecía en una pesadilla psicodélica, en un
caleidoscopio alucinante? Sobre los abismos infinitos el pobre Jesús
flotaba como un náufrago perdido. A sus pies, nada. Sobre su cabeza, nada. «Padre mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Era
el silencio de Dios que había caído sobre su alma con la presión de cincuenta atmósferas.
— Muéstrame Tu Rostro. Pag, 67
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