lunes, 24 de febrero de 2020

¿QUÉ LE SUCEDIÓ A JESÚS EN LOS ÚLTIMOS MINUTOS DE SU AGONÍA?


¿Qué sucedió a Jesús en los últimos minutos de su agonía? Aquello tuvo todas las características de una crisis de desconcierto por el silencio de Dios. En este momento, el Padre fue para Jesús «Aquel que calla». Jesús, sin embargo, tuvo una magnífica reacción distinguiendo nítidamente el sentir y el saber.
Para medir y ponderar esta crisis, tenemos que examinar ciertos antecedentes de orden fisiológico y psicológico. Según los entendidos en la materia, Jesús había perdido para este momento casi toda su sangre. El primer efecto de esa hemorragia fue una deshidratación completa, fenómeno en el que la persona sufre no un dolor agudo sino una sensación asfixiante y desesperada. Como efecto de esto, se apoderó de Jesús una sed de fuego que no sólo se siente en la garganta sino en todo el organismo, sed que experimentan los soldados que mueren desangrados en los campos de batalla. Ningún líquido del mundo puede apagar esa sed sino una transfusión de sangre.
IGNACIO LARRAÑAGA
Además, como efecto de esa pérdida de sangre, sobrevino a Jesús una fiebre altísima la cual, a su vez, originó el «delirium tremens» que, en este caso y en términos psicológicos, significa una especie de confusión mental: no se trata de un desmayo sino de una pérdida, en mayor o menor grado, de la conciencia de su identidad y de su ubicación en el entorno vital.
En una palabra, a estas alturas, Jesús se encontraba hundido en profunda agonía. Fuera de esto, y situándose en niveles más interiores, tenemos que tener en consideración que Jesús, obediente a la voluntad del Padre, moría en plena juventud, al comienzo de su misión evangelizadora, abandonado de las multitudes y de los discípulos, traicionado por uno, renegado por otro, sin prestigio ni honor, aparentemente sin resultados, con sensación de fracaso (Mt 23,37). Su panorama psicológico queda reflejado en esta sombría descripción: «Sálvame, oh Dios, porque las aguas me llegan hasta el cuello. Hundido estoy en lo profundo del barro, y no sé dónde apoyar el pie. He llegado a alta mar y las olas me ahogan. Mi garganta está ronca de tanto gritar y mis ojos desfallecen de tanto esperar» (Sal 68).
Mas en el ser humano hay niveles más profundos que el fisiológico y el psicológico. Estos dos niveles podían estar, en Jesús, arrasados. Pero allá en la zona del espíritu, Jesús había conseguido mantener una admirable serenidad a lo largo de la Pasión. Sin embargo, a una cierta altura de su agonía, las circunstancias descritas lo arrastraron a un estado de desconcierto y confusión.
¿Crisis? ¿Caída en su estabilidad emocional? No se sabría cómo calificar o dónde encasillarlo. ¿Qué fue? ¿Desaliento? ¿Pesadilla? ¿Una momentánea noche de espíritu? ¿Aridez en grado extremo? ¿El peso del fracaso? ¿El espanto de encontrarse solo frente a un abismo? Lo cierto es que, de repente, todas las luces se apagaron en el cielo de Jesús, como cuando se produce un eclipse total.
La desolación extendió sus alas grises sobre el páramo infinito. A su derredor, de horizonte a horizonte del mundo, nada se veía, nada se oía, nadie respiraba. La ausencia el vacío, la confusión, el silencio y la oscuridad se abatieron de improviso sobre el alma de Jesús como fieras implacables. ¿La nada? ¿El absurdo? ¿También el Padre estaría entre la masa de los desertores? Era el juicio del Justo.
Los injustos lo juzgaron injustamente y lo condenaron. Esto era normal. En el momento oportuno, el Padre apostaría por el Hijo, inclinando a su favor la balanza. Pero llegada la hora decisiva, nadie dio la cara por el Hijo. ¿También el Padre habría tomado asiento en el tribunal junto a Caifas y Pilato? ¿También el Padre se habría sentado a la puerta para ver pasar al condenado?
Como en todo pleito siempre le quedaba, en última instancia, el recurso de amparo apelando al Padre. Pero todo indicaba que el Padre había abandonado la causa del Hijo y se había pasado al bando contrario pidiendo su ejecución. Y ahora, ¿a quién recurrir? Todas las fronteras y todos los horizontes quedaban clausurados. Así que ¿la razón estaba contra el Hijo? Entonces, ¿Jesús había sido un entrometido y no un enviado? ¿Un soñador? ¿Todo había sido inútil?
Al fin, ¿todo se desvanecía en una pesadilla psicodélica, en un caleidoscopio alucinante? Sobre los abismos infinitos el pobre Jesús flotaba como un náufrago perdido. A sus pies, nada. Sobre su cabeza, nada. «Padre mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Era el silencio de Dios que había caído sobre su alma con la presión de cincuenta atmósferas. Muéstrame Tu Rostro. Pag, 67

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