El Papa Francisco presidió la Misa por el Miércoles de Ceniza en la
Basílica de Santa Sabina de Roma este 26 de febrero en la que recordó la
llamada a la reconciliación durante este tiempo de Cuaresma porque “es un tiempo de gracia, para acoger la mirada amorosa de
Dios sobre nosotros y, sintiéndonos mirados así, cambiar de vida”.
“El abrazo del Padre en la confesión nos renueva
por dentro, limpia nuestro corazón. Dejémonos reconciliar para vivir como
hijos amados, como pecadores perdonados, como enfermos sanados, como caminantes
acompañados. Dejémonos amar para amar. Dejémonos levantar para caminar hacia
la meta, la Pascua”, invitó el Papa.
A continuación, la homilía pronunciada por el Papa
Francisco:
Comenzamos la Cuaresma recibiendo las cenizas:
“Recuerda que eres polvo y al polvo volverás” (cf. Gn 3,19). El polvo
en la cabeza nos devuelve a la tierra, nos recuerda que procedemos de la tierra
y que volveremos a la tierra. Es decir, somos débiles, frágiles, mortales.
Respecto al correr de los siglos y los milenios, estamos de paso; ante la
inmensidad de las galaxias y del espacio, somos diminutos. Somos polvo en el
universo. Pero somos el polvo amado por Dios. Al Señor le complació recoger
nuestro polvo en sus manos e infundirle su aliento de vida (cf. Gn 2,7). Así
que somos polvo precioso, destinado a vivir para siempre. Somos la tierra sobre
la que Dios ha vertido su cielo, el polvo que contiene sus sueños. Somos la
esperanza de Dios, su tesoro, su gloria.
La ceniza nos recuerda así el trayecto de nuestra existencia: del polvo a la vida. Somos polvo, tierra, arcilla,
pero si nos dejamos moldear por las manos de Dios, nos convertimos en una
maravilla. Y aún así, especialmente en las dificultades y la soledad,
solamente vemos nuestro polvo. Pero el Señor nos anima: lo poco que somos tiene un valor infinito a sus ojos.
Ánimo, nacimos para ser amados, nacimos para ser hijos de Dios.
Queridos hermanos y hermanas: Al comienzo de
la Cuaresma, necesitamos caer en la cuenta de esto. Porque la Cuaresma no es el
tiempo para cargar con moralismos innecesarios a las personas, sino para
reconocer que nuestras pobres cenizas son amadas por Dios. Es un tiempo de
gracia, para acoger la mirada amorosa de Dios sobre nosotros y, sintiéndonos
mirados así, cambiar de vida. Estamos en el mundo para caminar de las cenizas
a la vida. Entonces, no pulvericemos la esperanza, no incineremos el sueño que
Dios tiene sobre nosotros. No caigamos en la resignación. Y te preguntas:
“¿Cómo puedo confiar? El mundo va mal, el miedo se extiende, hay mucha
crueldad y la sociedad se está descristianizando...”. Pero, ¿no crees que Dios
puede transformar nuestro polvo en gloria?
La ceniza que nos imponen en nuestras cabezas sacude los pensamientos
que tenemos en la mente. Nos recuerda que nosotros, hijos de Dios, no podemos
vivir para ir tras el polvo que se desvanece. Una pregunta puede descender de
nuestra cabeza al corazón: “Yo, ¿para qué vivo?”.
Si vivo para las cosas del mundo que pasan, vuelvo al polvo, niego lo
que Dios ha hecho en mí. Si vivo sólo para traer algo de dinero a casa y
divertirme, para buscar algo de prestigio, para hacer un poco de carrera, vivo
del polvo. Si juzgo mal la vida sólo porque no me toman suficientemente en
consideración o no recibo de los demás lo que creo merecer, sigo mirando el
polvo.
No estamos en el mundo para esto. Valemos mucho más, vivimos para mucho
más: para realizar el sueño de Dios, para amar. La ceniza se posa sobre
nuestras cabezas para que el fuego del amor se encienda en los corazones.
Porque somos ciudadanos del cielo y el amor a Dios y al prójimo es el
pasaporte al cielo, es nuestro pasaporte. Los bienes terrenos que poseemos no
nos servirán, son polvo que se desvanece, pero el amor que damos —en la
familia, en el trabajo, en la Iglesia, en el mundo— nos salvará, permanecerá
para siempre.
La ceniza que recibimos nos recuerda un segundo camino, el opuesto, el
que va de la vida al polvo. Miramos a nuestro alrededor y vemos polvo de
muerte. Vidas reducidas a cenizas. Ruinas, destrucción, guerra. Vidas de
niños inocentes no acogidos, vidas de pobres rechazados, vidas de ancianos
descartados. Seguimos destruyéndonos, volviéndonos de nuevo al polvo. ¡Y cuánto polvo hay en nuestras relaciones! Miremos
en nuestra casa, en nuestras familias: cuántos litigios, cuánta incapacidad
para calmar los conflictos. ¡Qué difícil es
disculparse, perdonar, comenzar de nuevo, mientras que reclamamos con tanta
facilidad nuestros espacios y nuestros derechos! Hay tanto polvo que
ensucia el amor y desfigura la vida. Incluso en la Iglesia, la casa de Dios,
hemos dejado que se deposite tanto polvo, el polvo de la mundanidad.
Y mirémonos dentro, en el corazón: ¡cuántas
veces sofocamos el fuego de Dios con las cenizas de la hipocresía! La
hipocresía es la inmundicia que hoy en el Evangelio Jesús nos pide que
eliminemos. De hecho, el Señor no dice sólo hacer obras de caridad, orar y
ayunar, sino cumplir todo esto sin simulación, sin doblez, sin hipocresía
(cf. Mt 6,2.5.16). Sin embargo, cuántas veces hacemos algo sólo para ser
estimados, para aparentar, para alimentar nuestro ego. Cuántas veces nos
decimos cristianos y en nuestro corazón cedemos sin problemas a las pasiones
que nos esclavizan. Cuántas veces predicamos una cosa y hacemos otra. Cuántas
veces aparentamos ser buenos por fuera y guardamos rencores por dentro. Cuánta
doblez tenemos en nuestro corazón... Es polvo que ensucia, ceniza que sofoca
el fuego del amor.
Necesitamos limpiar el polvo que se deposita en el corazón. ¿Cómo
hacerlo? Nos ayuda la sincera llamada de san Pablo en la segunda lectura: “¡Dejaos reconciliar con Dios!”. Pablo no lo
sugiere, lo pide: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios»
(2 Co 5,20). Nosotros habríamos dicho: “¡Reconciliaos
con Dios!”. Pero no, usa el pasivo: Dejaos
reconciliar. Porque la santidad no es asunto nuestro, sino es gracia.
Porque nosotros solos no somos capaces de eliminar el polvo que ensucia
nuestros corazones. Porque sólo Jesús, que conoce y ama nuestro corazón,
puede sanarlo. La Cuaresma es tiempo de curación.
Entonces, ¿qué debemos hacer? En el
camino hacia la Pascua podemos dar dos pasos: el primero, del polvo a la vida,
de nuestra frágil humanidad a la humanidad de Jesús, que nos sana. Podemos
ponernos delante del Crucifijo, quedarnos allí, mirar y repetir: “Jesús, tú me amas, transfórmame... Jesús, tú me
amas, transfórmame...”. Y después de haber acogido su amor, después
de haber llorado ante este amor, se da el segundo paso, para no volver a caer
de la vida al polvo. Se va a recibir el perdón de Dios, en la confesión,
porque allí el fuego del amor de Dios consume las cenizas de nuestro pecado.
El abrazo del Padre en la confesión nos renueva por dentro, limpia nuestro
corazón. Dejémonos reconciliar para vivir como hijos amados, como pecadores
perdonados, como enfermos sanados, como caminantes acompañados. Dejémonos
amar para amar. Dejémonos levantar para caminar hacia la meta, la Pascua.
Tendremos la alegría de descubrir que Dios nos resucita de nuestras cenizas.
Redacción ACI Prensa
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