¡TENEMOS que llegar
al cielo! Es el sentido último de nuestra vida.
Por: Steven Neira | Fuente: Capsulas de Verdad
Esta es la pregunta que no puede faltar en
ninguna clase de catequesis o grupo juvenil o – por supuesto – reunión
familiar. Alrededor de este tema la gente ha dejado volar la imaginación a
niveles a veces insospechados, suponiendo que habrá una fuente inagotable de
chocolate y donde evidentemente nadie engordará, como para otros el cielo puede
ser emborracharse en la mesa de Odín… en fin, nada más lejano de la realidad.
Honestamente, nadie puede realmente decirnos cómo será el cielo o qué haremos
en él. Por otro lado, sí que se puede dar cierta descripción que hará que
cualquiera quiera estar allí, aunque no podamos dar el lujo de detalles. Como
primera aclaración hay que decir que la vida eterna comienza desde nuestro
bautismo y no después de nuestra muerte como muchos piensan, en otras palabras,
la vida eterna la hemos empezado a vivir desde ya (si es que somos bautizados),
dado que a partir del sacramento del bautismo hemos empezado a participar de la
vida divina.
¿QUÉ
SABEMOS SOBRE EL CIELO?
Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad,
esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y
todos los bienaventurados se llama “el cielo”. El cielo es el fin último y la
realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y
definitivo de dicha [1]
Primero que nada, debemos recordar la razón por
la cual Dios nos ha creado. Desde la eternidad, Dios es una comunión de
amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. A Dios no le falta
nada. Sin embargo, por alguna razón (y ésta razón es el amor), Dios decidió
libremente crearnos para luego invitarnos a compartir lo que Él es por
naturaleza. Es decir, Dios nos ha creado para que compartamos la
vida y el amor de la Trinidad. El Cielo es, en última instancia, el
cumplimiento de esa meta. En el Cielo habremos de participar de la
misma vida divina, es decir, que hemos de compartir la verdad, bondad, belleza,
paz y amor de la Trinidad. Viviremos para siempre con El y gozaremos todo de
Él. Ya que ésta es la razón única de nuestra existencia, el hecho de llegar el
Cielo, habrá de ser el cumplimiento pleno y total de nuestros más profundos
anhelos y deseos.
La Biblia nos explica que en el cielo veremos a Dios
“cara a cara” [2]. En otras palabras, podremos verlo de una manera íntima y
única sin nada que nos nuble la visión o que nos impida experimentarlo tal como
en verdad es. Dado que siempre hay una forma de hacer que algo suene complejo e
importante, esta realidad no es la excepción, así que la definición teológica para
esto es la visión beatífica, y aquí dejaré que el Catecismo hable por mí
nuevamente (comprenda mi incapacidad para describirlo mejor…): A causa de su trascendencia, Dios
no puede ser visto tal cual es más que cuando El mismo abre su Misterio a la
contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello.
Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia “la
visión beatífica” [3].
Hay que aclarar también, que el cielo no está
ubicado propiamente “arriba” ni el infierno “abajo”, sino que son formas
humanas que tanto las Escrituras como el arte cristiano nos han ayudado a
comprender en base a alegorías y analogías, dado que nosotros estamos limitados
por el tiempo y el espacio. Realidades que tanto Dios, como el cielo y el
infierno, trascienden de manera absoluta.
¿A
QUIÉNES ME ENCONTRARÉ ALLÍ?
Esta suele ser la pregunta que muchos nos
hacemos al momento de pensar tanto en aquellas personas que han partido, como
en aquellas que dejaremos en esta tierra cuando partamos nosotros. La Iglesia enseña que en el cielo
experimentaremos un sentido profundo de comunión con todos nuestros hermanos.
Por la fe sabemos claramente que la muerte no es el final de la historia;
aquellos que han muerto con Cristo también vivirán con Él en la gloria. En
el cielo, nos reuniremos con todos aquellos que han vivido el camino de la fe a
través de la historia… sólo piénsalo por un segundo: imagínate el poder ver a
nuestros seres queridos, nuestro ángel guardián y los grandes santos del
Antiguo Testamento.
En el cielo estaremos unidos a ellos como resultado de nuestra unión con Dios.
Esa comunión será mucho mayor que cualquier amistad o amor que hemos
experimentado en esta vida.
¿CÓMO
SEREMOS? ¿QUÉ HAREMOS?
Este es el momento para aclarar una creencia muy
común: NADIE se convierte en ángel en el cielo, de modo que expresiones como
“tengo un angelito en el cielo” no sólo que no son correctas, sino que reducen
por completo la belleza del significado de la Encarnación.
Recordemos que Dios se hizo hombre y asumió nuestra naturaleza, dándonos una
dignidad mayor que la de los ángeles, es así que Dios ha puesto a ciertos
ángeles a nuestro servicio. Como lo prometió Cristo (y como lo demostró
resucitando Él mismo), habremos de gozar de un cuerpo glorioso como el Suyo.
Sin embargo, al respecto Juan dice lo siguiente…
Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún
no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste,
seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. [4]
Aunque pareciera que san Juan se queda corto…
bueno no les mentiré, no sólo él sino cualquiera se quedaría corto.
Parafraseando el Catecismo, en la alegría del cielo continuaremos cumpliendo
con alegría la voluntad de Dios con respecto a nuestros hermanos y a la
Creación entera. Es decir que habremos de reinar con Cristo por los siglos de
los siglos[5]. Allí no habrá ya más dolor, cansancio, hambre ni insatisfacción
alguna sino solamente felicidad plena y verdadera. ¿Han experimentado el grito
de gol del equipo de nuestro país en un mundial de fútbol?… bueno, esa
sensación de sentimientos encontrados de euforia y alegría suelen durar unos
minutos, en el cielo – y me perdonarán los teólogos por el ejemplo un tanto
inadecuado – durarán por toda la eternidad y serán mil veces más profundo
y verdadero.
Todo esto, sólo para llegar a la conclusión
lógica: TENEMOS que llegar al cielo. Es el sentido último de nuestra vida y
definitivamente sería un fracaso total de la existencia el no haber llegado.
Que Dios nos dé la gracia de alejarnos y eliminar todo aquello que nos aleja de
Su amor.
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 1024
[2] 1 Cor 13, 12
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 1028
[4] 1Jn 3, 2
LOS OLVIDADOS NOVÍSIMOS
No nos dejemos
arrebatar el cielo, no perdamos la esperanza, no nos olvidemos de la buena
noticia de la resurrección.
Por: Manuel Barrios | Fuente: www.manuelbarriosprieto.com
Por: Manuel Barrios | Fuente: www.manuelbarriosprieto.com
Entre las verdades de nuestra fe que Dios nos da
la gracia de creer – la fe como sabemos, es también adhesión a las verdades que
Dios ha revelado y que la Iglesia nos transmite – hay algunas a las que
prestamos menos atención, o que nos asustan un poco y nos hacen sentir
incómodos, y de las que a los sacerdotes tampoco nos gusta mucho hablar. Esto
quizás se debe a la forma en la que se predicaba acerca de estas verdades en el
pasado. Estas verdades tienen que ver con lo que en los catecismos se llaman
los ‘novísimos’, es decir ‘las últimas cosas’, lo que acontece después de
nuestra muerte. Los ‘novísimos’ son cuatro:
muerte, juicio, infierno y cielo, a los que se añade a veces un quinto, el
purgatorio. En la teología cristiana todo esto recibe el nombre de ‘escatología’.
Pero aunque sean verdades que tenemos un poco arrinconadas y de las que no nos gusta hablar, todos tenemos conciencia de lo importante que son. Muchas veces la vida misma nos las pone delante de un modo inexorable, como cuando experimentamos la enfermedad o la muerte de un ser querido. O cuando nos damos cuenta del paso del tiempo, como el día de nuestro cumpleaños, como me pasa a mí hoy. Otras veces es la Iglesia, con su amor y sabiduría maternal, la que nos las pone delante, como en estas fechas, al final del año litúrgico, cuando quiere que escuchemos el discurso escatológico de Jesús. Discurso difícil de interpretar por su lenguaje apocalíptico tan alejado del nuestro y por los distintos acontecimientos que Jesús anuncia y que se entremezclan. En el texto evangélico de San Lucas, Jesús habla del final de los tiempos, del día de su segunda venida, de la Parusía, pero también de falsos mesías que aparecerán, de persecución de los discípulos y también de la destrucción del templo de Jerusalén y de la ciudad que tuvo lugar en el año 70, poco tiempo después de que Jesús hablara de ello.
No es este el lugar para tratar detenidamente la escatología cristiana ni de hacer un resumen de sus contenidos: muerte, juicio particular, purgatorio, cielo, infierno, juicio universal, parusía, etc. Todas estas verdades las tenemos expuestas en cualquier catecismo, como el Catecismo de la Iglesia Católica, que es el más autorizado y que debe ser para todos nosotros un libro de referencia, acompañado quizás por el Compendio, que es de más fácil lectura y asimilación. Pero sí es este lugar y tiempo para reflexionar a la luz de la Palabra de Dios sobre nuestra forma de situarnos ante nuestro fin, ante nuestra muerte, y ante el cielo, cuyas puertas nos ha abierto Cristo. La vida misma nos va preparando para ello. La enfermedad y la vejez son preparación para el cielo. En la enfermedad, si la vivimos con fe y esperanza, aprendemos a unirnos a la cruz de Cristo para la salvación de la humanidad. La vejez para el creyente es un camino de descendimiento en el que aprende la santa humildad, aprende a hacerse cada vez más niño que, como dice Jesús, es condición necesaria para entrar en reino de los cielos. La muerte de seres queridos también nos cuestiona y las palabras de la Escritura de que todos deberemos presentarnos ante el tribunal de Cristo nos interpelan.
Pero los cristianos vivimos todo esto con esperanza, esperanza que tiene su fundamento en la resurrección de Cristo, que es el centro de nuestra fe y del mensaje de la Iglesia. Cristo nos ha abierto el cielo y no debemos dejar que se cierre, que perdamos la esperanza, lo que tristemente pasa con frecuencia. Cuando vivimos con esperanza todo cambia, todo tiene una luz distinta, como nuestra enfermedad y muerte y la de los seres queridos. Con esperanza percibimos a los hermanos difuntos como presentes y experimentamos la fuerza de su intercesión por nosotros. Con esperanza, sentimos como María está presente en el de momento de la muerte, como gran intercesora para vencer nuestra testarudez y contumacia. Con esperanza vemos como el cielo y el infierno son la plenitud de lo que ya vivimos. ¡Cuántos infiernos hemos experimentado a lo largo de nuestra vida! Infiernos de soledad, de pecado, de líos de los que no sabíamos cómo salir... ¡Con qué facilidad podemos imaginarnos el infierno como extrema soledad, como ausencia de Dios, como imposibilidad de comunión con los demás, como odio...! Del mismo modo, ¡cuántas experiencias de cielo nos ha regalado el Señor a lo largo de nuestra vida! Al sentirnos perdonados y perdonar, al vivir la amistad profunda y verdadera, la comunión sincera y el amor más fuerte que la muerte, al participar en la liturgia espléndida de la Iglesia... No es difícil imaginamos el cielo como la plenitud desbordante de todo esto.
No nos dejemos cerrar el cielo por nuestros pecados o por amoldar nuestra mente a la sociedad en la que vivimos con su secularismo y materialismo. No perdamos la esperanza. Es lo que da sentido a nuestro peregrinar por esta tierra muchas veces complicado y nos da fuerza y alegría al saber hacia dónde vamos. ¡Qué distinto es celebrar un funeral con gente creyente y otro con gente que viene por compromiso, con poca o ninguna fe! Es muy distinto lo que siente y lo que percibe el celebrante: en un caso tristeza sin esperanza o con una esperanza débil y sin convencimiento; en otro caso, tristeza sí, pero junto a una alegría y a un consuelo profundo que nace de la fe en Jesús resucitado y vencedor de la muerte.
Lo que más desean los verdaderos cristianos es encontrarse con Cristo, estar con Él, que Él vuelva para establecer definitivamente su Reino, para hacer justicia, para traer ‘el cielo nuevo y la tierra nueva’ donde ya no habrá llanto, ni sufrimiento, ni pobreza. Es lo que expresa ese grito de los primeros cristianos, que conservamos en la Escritura y en la liturgia en su lengua original y que repetimos nosotros en Adviento: Maranathá, ‘Ven, Señor, Jesús’. San Pablo dice a sus amados cristianos de Filipos, que él lo que desea es ‘emprender la marcha para estar con Cristo, que es muchísimo mejor’, aunque acepta lo que el Señor quiera, que él prevé será quedarse para continuar su ministerio apostólico. Nuestra gran Santa Teresa de Jesús, decía que esta vida es ‘una mala noche en una mala posada’ y se quejaba: “muero porque no muero”. No nos dejemos arrebatar el cielo, no perdamos la esperanza, no nos olvidemos de la buena noticia de la resurrección que es la que fundamenta todo el edificio de nuestra fe y de nuestra vida.
Pero aunque sean verdades que tenemos un poco arrinconadas y de las que no nos gusta hablar, todos tenemos conciencia de lo importante que son. Muchas veces la vida misma nos las pone delante de un modo inexorable, como cuando experimentamos la enfermedad o la muerte de un ser querido. O cuando nos damos cuenta del paso del tiempo, como el día de nuestro cumpleaños, como me pasa a mí hoy. Otras veces es la Iglesia, con su amor y sabiduría maternal, la que nos las pone delante, como en estas fechas, al final del año litúrgico, cuando quiere que escuchemos el discurso escatológico de Jesús. Discurso difícil de interpretar por su lenguaje apocalíptico tan alejado del nuestro y por los distintos acontecimientos que Jesús anuncia y que se entremezclan. En el texto evangélico de San Lucas, Jesús habla del final de los tiempos, del día de su segunda venida, de la Parusía, pero también de falsos mesías que aparecerán, de persecución de los discípulos y también de la destrucción del templo de Jerusalén y de la ciudad que tuvo lugar en el año 70, poco tiempo después de que Jesús hablara de ello.
No es este el lugar para tratar detenidamente la escatología cristiana ni de hacer un resumen de sus contenidos: muerte, juicio particular, purgatorio, cielo, infierno, juicio universal, parusía, etc. Todas estas verdades las tenemos expuestas en cualquier catecismo, como el Catecismo de la Iglesia Católica, que es el más autorizado y que debe ser para todos nosotros un libro de referencia, acompañado quizás por el Compendio, que es de más fácil lectura y asimilación. Pero sí es este lugar y tiempo para reflexionar a la luz de la Palabra de Dios sobre nuestra forma de situarnos ante nuestro fin, ante nuestra muerte, y ante el cielo, cuyas puertas nos ha abierto Cristo. La vida misma nos va preparando para ello. La enfermedad y la vejez son preparación para el cielo. En la enfermedad, si la vivimos con fe y esperanza, aprendemos a unirnos a la cruz de Cristo para la salvación de la humanidad. La vejez para el creyente es un camino de descendimiento en el que aprende la santa humildad, aprende a hacerse cada vez más niño que, como dice Jesús, es condición necesaria para entrar en reino de los cielos. La muerte de seres queridos también nos cuestiona y las palabras de la Escritura de que todos deberemos presentarnos ante el tribunal de Cristo nos interpelan.
Pero los cristianos vivimos todo esto con esperanza, esperanza que tiene su fundamento en la resurrección de Cristo, que es el centro de nuestra fe y del mensaje de la Iglesia. Cristo nos ha abierto el cielo y no debemos dejar que se cierre, que perdamos la esperanza, lo que tristemente pasa con frecuencia. Cuando vivimos con esperanza todo cambia, todo tiene una luz distinta, como nuestra enfermedad y muerte y la de los seres queridos. Con esperanza percibimos a los hermanos difuntos como presentes y experimentamos la fuerza de su intercesión por nosotros. Con esperanza, sentimos como María está presente en el de momento de la muerte, como gran intercesora para vencer nuestra testarudez y contumacia. Con esperanza vemos como el cielo y el infierno son la plenitud de lo que ya vivimos. ¡Cuántos infiernos hemos experimentado a lo largo de nuestra vida! Infiernos de soledad, de pecado, de líos de los que no sabíamos cómo salir... ¡Con qué facilidad podemos imaginarnos el infierno como extrema soledad, como ausencia de Dios, como imposibilidad de comunión con los demás, como odio...! Del mismo modo, ¡cuántas experiencias de cielo nos ha regalado el Señor a lo largo de nuestra vida! Al sentirnos perdonados y perdonar, al vivir la amistad profunda y verdadera, la comunión sincera y el amor más fuerte que la muerte, al participar en la liturgia espléndida de la Iglesia... No es difícil imaginamos el cielo como la plenitud desbordante de todo esto.
No nos dejemos cerrar el cielo por nuestros pecados o por amoldar nuestra mente a la sociedad en la que vivimos con su secularismo y materialismo. No perdamos la esperanza. Es lo que da sentido a nuestro peregrinar por esta tierra muchas veces complicado y nos da fuerza y alegría al saber hacia dónde vamos. ¡Qué distinto es celebrar un funeral con gente creyente y otro con gente que viene por compromiso, con poca o ninguna fe! Es muy distinto lo que siente y lo que percibe el celebrante: en un caso tristeza sin esperanza o con una esperanza débil y sin convencimiento; en otro caso, tristeza sí, pero junto a una alegría y a un consuelo profundo que nace de la fe en Jesús resucitado y vencedor de la muerte.
Lo que más desean los verdaderos cristianos es encontrarse con Cristo, estar con Él, que Él vuelva para establecer definitivamente su Reino, para hacer justicia, para traer ‘el cielo nuevo y la tierra nueva’ donde ya no habrá llanto, ni sufrimiento, ni pobreza. Es lo que expresa ese grito de los primeros cristianos, que conservamos en la Escritura y en la liturgia en su lengua original y que repetimos nosotros en Adviento: Maranathá, ‘Ven, Señor, Jesús’. San Pablo dice a sus amados cristianos de Filipos, que él lo que desea es ‘emprender la marcha para estar con Cristo, que es muchísimo mejor’, aunque acepta lo que el Señor quiera, que él prevé será quedarse para continuar su ministerio apostólico. Nuestra gran Santa Teresa de Jesús, decía que esta vida es ‘una mala noche en una mala posada’ y se quejaba: “muero porque no muero”. No nos dejemos arrebatar el cielo, no perdamos la esperanza, no nos olvidemos de la buena noticia de la resurrección que es la que fundamenta todo el edificio de nuestra fe y de nuestra vida.
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