Los que tenemos cierta
edad nos acordamos de la sintonía de un programa de literatura que comenzaba
con esta sintonía tan serena y bonita:
Ya he acabado de leer las
memorias de Rudolph Hoss. Indudablemente, unas de las mejores que he leído
sobre esa época. Las mejores son las de Paul Schmidt (el traductor de Hitler),
las siguientes son las Albert Speer, arquitecto favorito del Führer. Malísimas
son las del conde Ciano, por no decir pésimas.
Lo interesante del escrito de
Hoss son los detalles, detalles que escapan a los lugares comunes. Detalles que
solo se pueden conocer si uno estuvo allí. Además, se trata de un hombre de
gran capacidad de observación. A eso se añade que escribe de un modo perfecto:
sin hojarasca, sin rellenos inútiles.
De entre sus páginas,
me llamó la atención lo que dice de los testigos de Jehová:
“Eicke los había
hecho apalear varias veces por indisciplinados, pero ellos aceptaban el castigo
con un fervor que, de tan dichoso, parecía perverso. Incluso suplicaron al
comandante que se los castigara más aún, para dar testimonio de Jehová.
Como era de
esperar, se negaron a presentarse ante la comisión de reclutamiento, y ni
siquiera aceptaron firmar los formularios enviados por las autoridades
militares. El Reichsführer los condenó a muerte.
Cuando se les
anunció el veredicto, casi se volvieron locos de contento. Estaban exultantes,
no podían dominar su impaciencia ante la proximidad de la muerte; juntaban las
manos y, elevando los ojos al cielo, gritaban sin cesar: «¡Pronto estaremos
cerca de ti, oh, Jehová! ¡Qué felicidad, encontrarnos entre los elegidos!».
Unos días después,
los correligionarios presentes en la ejecución pretendían que también se los
fusilara a ellos. Fue muy difícil contenerlos y hubo que llevarlos al campo por
la fuerza: un espectáculo casi insoportable.
Cuando les llegó el
turno de morir, corrieron hacia el paredón. Por nada del mundo habrían dejado
que los esposaran, porque querían levantar las manos al cielo invocando a
Jehová. Se colocaron frente al panel de madera que servía de diana, con el
rostro iluminado, henchidos de una
alegría que ya no tenía nada de humana.
Así me imaginaba yo
a los primeros mártires del cristianismo: esperando de pie en la arena a ser
devorados por las fieras. Aquellos hombres recibieron la muerte con una
expresión de alegría extática, los ojos mirando al cielo y las manos juntas
para la plegaria. Todos los que presenciaron la ejecución —incluidos los
soldados que integraban el pelotón— estaban
muy impresionados”.
En las memorias de
Hoss, hay otro pasaje que me llamó la atención al hablar de las testigos de
Jehová encargadas del servicio doméstico de los altos oficiales:
“Entre ellas había
otros seres maravillosos. Una de esas mujeres, empleada en casa de un Führer de
las SS, se empeñaba en anticiparse a todos sus deseos; sin embargo, se negaba
rotundamente a cepillar e incluso tocar su uniforme, su gorra y sus botas, en
una palabra, todo lo que guardara la menor relación con lo militar”.
Durante ese reinado del Mal,
tantos hombres importantes (que nunca fueron nazis) con grandes
responsabilidades se mostraron incapaces de ningún gesto de heroísmo, y esas
mujeres sencillas, situadas en unas circunstancias de mucho mayor peligro,
dieron ese ejemplo im-pre-sio-nan-te.
Es un ejemplo, uno más, de cómo
los que tienen puestos importantes, a menudo, no los merecen; y como los
pequeños y humildes sí que los merecerían. Eso ocurrió entonces y ahora.
Esas testigos de Jehová ahora
gozan del premio del Dios al que sirvieron, y todos esos hombres malvados
pagaron o siguen pagando sus deudas en el más allá.
Que Dios
se apiadase de aquellos cuyos nombres estaban escritos en el Libro de la Vida,
y aceptamos la Voluntad Divina de que sigan ardiendo aquellos que deben seguir ardiendo
por los siglos de los siglos. Ardiendo en un fuego que ni toda la Iglesia unida
en oración tiene poder para extinguirlo.
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