miércoles, 18 de diciembre de 2019

¿SÓLO ROMA TIENE LA RAZÓN?


¿Por qué, entre todas las Iglesias cristianas, tiene que ser la católica la única en poseer y enseñar la plenitud del Evangelio?

Por: SS Juan Pablo II | Fuente: Cruzando el Umbral de la Esperanza
PREGUNTA
Se ha comprobado que la mayoría de las personas, incluso en Occidente, creen en Dios, o al menos en «algún» Dios. El ateísmo motivado, declarado, ha sido siempre, y parece serlo todavia, un asunto de elite, de intelectuales. En cuanto a creer que ese Dios se haya «encarnado» en Jesús -o al menos «manifestado» de algún modo singular-, también lo creen muchos.

Pero ¿y en la Iglesia? ¿En la Iglesia católica en concreto? Muchos parecen hoy rebelarse ante la pretensión de que sólo en ella haya salvación. Aunque sean cristianos, a veces incluso católicos, son muchos los que se preguntan: ¿Por qué, entre todas las Iglesias cristianas, tiene que ser la católica la única en poseer y enseñar la plenitud del Evangelio?

RESPUESTA

Aquí, en primer lugar, hay que explicar cuál es la doctrina sobre la salvación y sobre la mediación de la salvación, que siempre proviene de Dios. «Uno solo es Dios y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús» (cfr. 1 Timoteo 2,5). «En ningún otro nombre hay salvación» (cfr. Hechos de los Apóstoles 4,12). Por eso es verdad revelada que la salvación está sola y exclusivamente en Cristo. De esta salvación la Iglesia, en cuanto Cuerpo de Cristo, es un simple instrumento. En las primeras palabras de la Lumen gentium, la Constitución conciliar sobre la Iglesia, leemos: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (n. 1). Como pueblo de Dios, la Iglesia es pues al mismo tiempo Cuerpo de Cristo.

El último Concilio explicó con toda profundidad el misterio de la Iglesia: «El Hijo de Dios, uniendo consigo la naturaleza humana y venciendo la muerte con Su muerte y Resurrección, redimió al hombre y lo transformó en una nueva criatura (cfr. Gálatas 6,15; 2 Corintzos 5,17). Al comunicar Su Espíritu hace que Sus hermanos, llamados de entre todas las gentes, constituyan Su cuerpo místico» (LG n. 7). Por eso, según la expresión de san Cipriano, la Iglesia universal se presenta como «un pueblo unido bajo la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (De Oratione Dominica, 23). Esta vida, que es la vida de Dios y la vida en Dios, es la realización de la Salvación. El hombre se salva en la Iglesia en cuanto que es introducido en el Misterio trinitario de Dios, es decir, en el misterio de la íntima vida divina.

No se debe entender eso deteniéndose exclusivamente en el aspecto visible de la Iglesia. La Iglesia es más bien un organismo. Esto es lo que expresó san Pablo en su genial intuición del Cuerpo de Cristo (cfr. Colosenses 1,18).

«Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo (cfr. 1 Corintios 12,27) [...], e individualmente somos miembros los unos de los otros (Romanos 12,5) [...] También en la estructura del Cuerpo místico existe una diversidad de miembros y de oficios (1 Corintios 12,1-11).

Uno es el Espíritu, el cual para la utilidad de la Iglesia distribuye la variedad de sus dones con una magnificencia proporcionada a su riqueza y a la necesidad de los ministerios» (LG n. 7).

Así pues, el Concilio está lejos de proclamar ningún tipo de eclesiocentrismo. El magisterio conciliar es cristocéntrico en todos sus aspectos y, por eso, está profundamente enraizado en el Misterio trinitario. En el centro de la Iglesia se encuentra siempre a Cristo y Su Sacrificio, celebrado, en cierto sentido, sobre el altar de toda la creación, sobre el altar del mundo. Cristo «es engendrado antes que toda criatura» (cfr. Colosenses 1,15), mediante Su Resurrección es también «el primogénito de los que resucitan de entre los muertos» (Colosenses 1,18). En torno a Su Sacrificio redentor se reúne toda la creación, que está madurando sus eternos destinos en Dios. Si tal maduración se obra en el dolor, está, sin embargo, llena de esperanza, como enseña san Pablo en la Carta a los Romanos (cfr. 8,23-24).

En Cristo la Iglesia es católica, es decir, universal. Y no puede ser de otro modo: «En todas las naciones de la tierra está enraizado un único Pueblo de Dios, puesto que de en medio de todas las estirpes ese Pueblo reúne a los ciudadanos de Su Reino, no terreno sino celestial. Todos los fieles dispersos por el mundo se comunican con los demás en el Espíritu Santo, y así "quien habita en Roma sabe que los habitantes de la India son miembros suyos".» Leemos en el mismo documento, uno de los más importantes del Vaticano II: «En virtud de esta catolicidad, cada una de estas partes aporta sus propios dones a las otras partes y a toda la Iglesia, de este modo el todo y cada una de las partes quedan reforzadas, comunicándose cada una con las otras y obrando concordemente para la plenitud de la unidad» (LG n. 13).

En Cristo la Iglesia es, en muchos sentidos, una comunión. Su carácter de comunión la hace semejante a la divina comunión trinitaria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Gracias a esa comunión, la Iglesia es instrumento de la salvación del hombre. Lleva en sí el misterio del Sacrificio redentor, y del que continuamente se enriquece. Mediante la propia sangre derramada, Jesucristo no cesa de «entrar en el santuario de Dios, después de haber obrado una redención eterna» (cfr. Hebreos 9,12).

Así pues, Cristo es el verdadero autor de la salvación de la humanidad. La Iglesia lo es en tanto en cuanto actúa por Cristo y en Cristo. El Concilio enseña: «El solo Cristo, presente en medio de todos nosotros en Su Cuerpo que es la Iglesia, es el mediador y camino de la salvación, y Él mismo, inculcando expresamente la necesidad de la fe y del bautismo (cfr. Marcos 16,16 y Juan 3,5), confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el Bautismo como por una puerta. Por eso no pueden salvarse aquellos hombres que, no ignorando que la Iglesia católica ha sido de Dios, por medio de Jesucristo, fundada como necesaria, no quieran entrar en ella o en ella perseverar» (LG n. 14).

Aquí se inicia la exposición de la enseñanza conciliar sobre la Iglesia como autora de la salvación en Cristo: «Están plenamente incorporados en la sociedad de la Iglesia aquellos que, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan integralmente su organización y todos los medios de salvación en Ella establecidos, y en su cuerpo visible están unidos a Cristo -que la dirige mediante el Sumo Pontífice y los obispos- por los vínculos de la profesión de fe, de los Sacramentos, del régimen eclesiástico y de la Comunión. No se salva, sin embargo, aunque esté incorporado a la Iglesia, el que, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia con el «cuerpo», pero no con el «corazón». No olviden todos los hijos de la Iglesia que su privilegiada condición no se debe a sus méritos, sino a una especial gracia de Cristo, por la que si no corresponden con el pensamiento, con las palabras y con las obras, no sólo no se salvarán sino que serán más severamente juzgados» (LG n. 14). Pienso que estas palabras del Concilio explican plenamente la dificultad que expresaba su pregunta, aclaran de qué modo la Iglesia es necesaria para la salvación.

El Concilio habla de pertenecer a la Iglesia para los cristianos, y de ordenación a la Iglesia para los no cristianos que creen en Dios, para los hombres de buena voluntad (cfr. LG nn. 15 y 16). Para la salvación, estas dos dimensiones son importantes, y cada una de ellas posee varios grados. Los hombres se salvan mediante la Iglesia, se salvan en la Iglesia, pero siempre se salvan gracias a Cristo. Ámbito de salvación pueden ser también, además de la formal pertenencia, otras formas de ordenación. Pablo VI expone la misma doctrina en Su primera Encíclica Ecclesiam suam, cuando habla de los varios círculos del diálogo de la salvación (cfr. nn. 101-117), que son los mismos que señala el Concilio como ámbitos de pertenencia y de ordenación a la Iglesia. Tal es el sentido genuino de la conocida afirmación: «Fuera de la Iglesia no hay salvación».

Es difícil no admitir que toda esta doctrina es extremadamente abierta. No puede ser tachada de exclusivismo eclesiológico. Los que se rebelan contra las presuntas pretensiones de la Iglesia católica probablemente no conocen, como deberían, esta enseñanza.

La Iglesia católica se alegra cuando otras comunidades cristianas anuncian con ella el Evangelio, sabiendo que la plenitud de los medios de salvación le han sido confiados a ella. En este contexto debe ser entendido el subsistit de la enseñanza conciliar (cfr. Constitución Lumen gentium, 8; Decreto Unitatis redintegratio, 4).

La Iglesia, precisamente como católica que es, está abierta al diálogo con todos los otros cristianos, con los seguidores de religiones no cristianas, y también con los hombres de buena voluntad, como acostumbraban a decir Juan XXIII y Pablo VI. Qué significa «hombre de buena voluntad» lo explica de modo profundo y convincente la misma Lumen gentium. La Iglesia quiere anunciar el Evangelio junto con los confesores de Cristo. Quiere señalar a todos el camino de la eterna salvación, los principios de la vida en Espíritu y verdad.

Permítame que me refiera a los años de mi primera juventud. Recuerdo que, un día, mi padre me dio un libro de oraciones en el que se encontraba la Oración al Espíritu Santo. Me dijo que la rezara cada día. Por eso, desde aquel momento, procuro hacerlo. Entonces comprendí por primera vez qué significan las palabras de Cristo a la samaritana sobre los verdaderos adoradores de Dios, sobre los que Lo adoran en Espíritu y verdad (cfr. Juan 4,23). Después, en mi camino hubo muchas etapas. Antes de entrar en el seminario, me encontré a un laico llamado Jan Tyranowski, que era un verdadero místico. Aquel hombre, que considero un santo, me dio a conocer a los grandes místicos españoles y, especialmente, a san Juan de la Cruz. Aun antes de entrar en el seminario clandestino leía las obras de aquel místico, en particular las poesías. Para poderlo leer en el original estudié la lengua española. Aquélla fue una etapa muy importante de mi vida.

Pienso, sin embargo, que aquí tuvieron un papel esencial las palabras de mi padre, porque me orientaron a que
fuera un verdadero adorador de Dios, me orientaron a que procurara pertenecer a Sus verdaderos adoradores, a aquellos que Le adoran en Espíritu y verdad. Encontré la Iglesia como comunidad de salvación. En esta Iglesia encontré mi puesto y mi vocación. Gradualmente, comprendí el significado de la redención obrada por Cristo y, en consecuencia, el significado de los Sacramentos, en particular de la Santa Misa. Comprendí a qué precio hemos sido redimidos. Y todo eso me introdujo aún más profundamente en el misterio de la Iglesia que, en cuanto misterio, tiene una dimensión invisible. Lo ha recordado el Concilio. Este misterio es más grande que la sola estructura visible de la Iglesia y su organización. Estructura y organización sirven al misterio. La Iglesia, como Cuerpo místico de Cristo, penetra en todos y a todos comprende. Sus dimensiones espirituales, místicas, son mucho mayores de cuanto puedan demostrar todas las estadísticas sociológicas.

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