Para la cultura
dominante, ser feliz es tener las preferencias satisfechas. Involucrar a la
política en esta tarea es un juego peligroso, tanto como el apuntalamiento
arbitrario del poder político a través de la concesión de privilegios.
Si no practican un indeseable
dimisionismo educativo, los niños aprenden de sus padres qué patrones de toma
de decisión son aceptables en su mundo adulto y cuáles no lo son. Así lo
explica MacIntyre en Ética en los conflictos de
la modernidad, para quien los roles conforman a los individuos, pero
los individuos también conforman los roles. Los individuos que sienten que los
roles que ocupan, que son incluso conminados a ocupar, no permiten la expresión
ni la satisfacción de sus deseos, pueden responder de diversos modos. De
identificarse con el rol podrían renunciar al deseo. De identificarse con el
deseo podrían luchar, con éxito o sin él, para rehacer su rol. Elsa
Ramos, la niña transexual que con ocho años visibilizaba en la Asamblea de
Extremadura al colectivo
LGTBI, es impelida por la Fundación Triángulo a decantarse por la segunda
opción: «Nadie puede dudar de que soy una niña
trans». Es lo que sugería el literato británico Lawrence: «determínate a seguir tus propias y recónditas
inclinaciones».
Por su parte, en nuestras
sociedades democráticas liberales, aunque no exista la posibilidad de un
consenso racional sobre cómo debe constituirse la forma de vivir, al Estado,
neutral ante los distintos bienes, se le asigna regular y prevenir los
conflictos en aquellas situaciones en las que la satisfacción de los deseos de
cierto grupo obstaculice a otros la consecución de sus propios deseos. El
Estado vendría así a suprimir cualquier compromiso que viera peligrar los
intereses personales, objetivando todo impulso subjetivo, garante último de la
inexistencia de la verdad y de que todo está permitido en el fluir de una libertas indifferentiae. Sólo cuando se ha
determinado el Estado ideal, el plano de la sociedad que deseamos, podríamos
comenzar a considerar el camino y los medios más adecuados para su realización.
El éxito parecería asegurarse
cuando se visibilizan a determinados colectivos, de carácter reivindicativo y
con afán de resistencia al statu quo,
en todos los ámbitos de la sociedad, a través de nombramientos en el espacio
económico, financiero, político o de cualquier otro signo. Se trataría de
maximizar competitivamente la satisfacción de las propias preferencias. Para
ello la ley debe ofrecer un marco estable, consiguiendo que el comportamiento
se ajuste a las normas, que conformarán a su vez nuestros deseos, permitiendo
que algunos de ellos se expresen o inhiban, exigiendo la asunción de ciertas
posturas ante los deseos de los demás. El modo de actuar hoy simplificará o
dificultará la satisfacción en un futuro de los propios deseos. Así lo exige
Elsa: «(…) sigan, pese a las amenazas, haciendo
leyes que reconozcan que las personas somos diversas (…)». Se trataría
entonces de imponer leyes que dieran forma a nuestras vidas futuras.
Volveríamos así a una especie
de sacralización de la ley roussoniana frente al Derecho, un prometeísmo al
servicio del poder, la pretensión de reconfigurar el orden político acudiendo a
la Ley. Pero las leyes son insuficientes, no sólo porque hay muchos ámbitos de
la vida para los cuales deja abierta posibilidades de que se persiga agresiva y
competitivamente la satisfacción de ciertos deseos, sino, además, porque la
conformidad con la ley debe estar sostenida por el consenso moral de aquellos a
quienes se aplica, debiendo existir un asentimiento interior previo a la
sanción exterior.
La cuestión es esta: ¿existen bienes éticos y políticos humanos que contribuyen
a la propia realización independientemente de los propios intereses o deseos
personales? Nuestros sentimientos pueden traicionarnos, y nuestras
posturas obstaculizar que identifiquemos estos sentimientos. ¿Habría que liberalizar la moral establecida de modo que
el entorno social sea quien da forma a nuestros sentimientos? ¿Es verdad que la
sociedad nos impone que sintamos lo que hemos de sentir, que se supone que
deseemos lo que hemos de desear? ¿Por qué el empeño de que sean los
sentimientos aceptados por la sociedad y legitimados por la ley?
Es un despropósito exigir a
los políticos que «no permitan que nadie nos arrebate la felicidad», no sólo
porque les importa un bledo ni es su obligación, sino porque no existen medios
institucionales para hacer feliz a nadie, pero sí el derecho de que no se les
conviertan en infelices en la medida en que esto sea viable. Para la cultura
dominante, ser feliz es tener las preferencias satisfechas. Involucrar a la
política en esta tarea es un juego peligroso, tanto como el apuntalamiento
arbitrario del poder político a través de la concesión de privilegios. En La sociedad abierta y sus enemigos, K. R. Popper hablaba de este utopismo e ingeniería
social gradual: «(…) De todos los ideales políticos quizá el más peligroso sea
el de querer hacer felices a los pueblos. En efecto, lleva invariablemente a la
tentativa de imponer nuestra escala de valores ‘superiores’ a los demás, para
hacerles comprender lo que a nosotros nos parece que es de la mayor importancia
para su felicidad». La maximización de la felicidad es un ideal político
que exige estar en guardia. Considerar la política como proveedora de la
satisfacción de mis preferencias es tanto como esperar que los gobernantes sean
educadores morales.
La sensibilidad y la capacidad
de respuesta ante estas situaciones, y la exigencia del marco institucional que
parecen precisar, lo convierten a uno en algo distinto a una maximización de
preferencias. Sería deseable una actividad conforme a la razón, venciendo la
subjetividad de casos aislados, un hedonismo regulador de las propias
necesidades, trascender el engaño de un mercado de bienes para la propia
felicidad buscando empresas comunes alejadas de la comprensión de la felicidad
como finalidad de la acción política.
Roberto Esteban Duque
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