lunes, 18 de noviembre de 2019

¿POR QUÉ ES TAN IMPORTANTE LA FORMACIÓN HUMANÍSTICA?


César Félix Sánchez Martínez es profesor de filosofía del Seminario Arquidiocesano de San Jerónimo (Arequipa, Perú). Es miembro de la Sociedad Internacional Santo Tomás de Aquino. Ha escrito diversos artículos en revistas de investigación sobre materias filosóficas e históricas. En esta entrevista nos explica lo que es la formación humanística.
¿EN QUÉ CONSISTE LA FORMACIÓN HUMANÍSTICA?
Esta pregunta es bastante interesante y compleja, aunque parezca, prima facie, sencilla de responder. Es menester ir a las definiciones: por humanidades, entendemos lo que en el tiempo de Petrarca empezaba a ser llamado humanae litterae y más tarde studia humaniora, un modelo de paideia, es decir, de formación intelectual humana integral, que versa sobre lo que Vico llamaría después el verum ut factum, las «cosas hechas por los hombres»: a saber, la filología en su sentido esencial de estudio del hombre a partir del estudio de su lenguaje y de su literatura, las bellas artes, y la historia entendida en su sentido clásico, plutarquiano, como res gestae de los hechos de los hombres, orientada siempre a servir de insumo ulterior a la filosofía moral.
A estas humanidades les añadiríamos dos especificaciones: su condición de clásicas y de cristianas. Ambos términos están inextricablemente ligados. Clásicas porque se remontan a la antigüedad grecorromana, que es la cultura clásica universal –recordemos que lo clásico es lo que impone un modelo, un paradigma perdurable a pesar de los asaltos del tiempo– y cristianas por dos razones importantísimas, porque el acontecimiento histórico de la Encarnación del Verbo y la Revelación del Evangelio impulsó a los hombres a encontrar verdades y bellezas innumerables, aun en el plano de lo natural, que antes habían estado veladas por la debilidad de nuestra naturaleza caída y, en segundo lugar, porque, en general, predisponen al alma a recibir ulteriormente de manera mucho más fácil y armoniosa los contenidos revelados.
Quizá esta armonía pueda ser mejor simbolizada por aquellas palabras de Clemente de Alejandría en su Protréptico: «Está bien rozar la verdad, Platón, pero no te canses. Emprende conmigo la búsqueda del bien. Pues una emanación divina inspira a todos los hombres en general y, sobre todo, a los que pasan el tiempo en investigaciones» (VI, 68, 2).
ENTONCES ESTARÍAMOS ANTE UNAS HUMANIDADES CLÁSICAS CRISTIANAS, PERO PARECE SER QUE NO ES UN MODELO MUY PRESENTE EN MUCHAS FACULTADES DE HUMANIDADES ACTUALES…
En efecto, el modelo de formación que planteamos es esta paideia clásica y cristiana. Pero, evidentemente, no es el único modelo de formación humanística. Podemos mencionar el modelo de las humanidades modernas románticas o, podríamos decir, goethianas que, sin desdeñar el estudio del griego clásico, se orientan más hacia el cultivo de las letras modernas y, especialmente, de la filosofía, convertida en una res humanae más o, incluso, en una res gestae, por obra del giro copernicano kantiano o del panlogismo historicista hegeliano. Además, este modelo formativo, a diferencia de la paideia clásica y cristiana, no estaría orientado a formar caballeros cristianos, es decir, personas virtuosas, sino hombres de genio y no sería una propedéutica a la filosofía y a la teología, sino al cultivo de la única actividad metafísica posible para postkantianos como Novalis o Schelling: el arte, suprema reconciliación entre la naturaleza y el espíritu.
Cabe señalar que, al margen de su gran encanto superficial, este modelo de formación es sumamente riesgoso: trastoca las prioridades humanas al subordinar, en cierto sentido, la verdad –incluso la verdad moral- a la actividad (artística, pero actividad al fin y al cabo) y, por su subjetivismo, amenaza con convertir a la filosofía en una mera antropología o en una historia del espíritu humano o, incluso, en un gran Bildungsroman (novela de formación), como es el caso de la Fenomenología del Espíritu, de Hegel. Es el modelo de formación de Goethe, hombre de genio moderno quintaesencial y famoso corrector del prólogo del evangelio según san Juan en su Fausto (Im Anfgang war der Tat: en el principio era la acción); de Nietzsche y de Thomas Mann, entre otros. La figura cinematográfica del nazi sanguinario que extermina sin piedad a sus prójimos pero que se conmueve escuchando a Wagner es un correlato desde la cultura popular de este modelo llevado a su paroxismo caricaturesco.
Sea lo que fuere, aun estas humanidades romántico-germánicas presentarían una cierta grandeza si se les compara con lo que se entiende por «humanidades» en muchas facultades actuales (aunque más adecuado sería llamarlas «antihumanidades»): los estudios culturales surgidos de la teoría crítica neomarxista. Según este peculiar enfoque, todas las manifestaciones espirituales humanas no son más que constructos más o menos tramposos para imponer una hegemonía opresiva (sea la de las clases dominantes sobre el proletariado, la de Occidente sobre los pueblos «originarios», la de los hombres sobre las mujeres, la de la «heteronormatividad» sobre la «diversidad» sexual, la de la especie humana sobre los animales o incluso sobre la creación inerte, etc…). Así, desde Dante hasta Mark Twain, estaríamos ante «hombres blancos heteronormativos y especistas» que quieren imponer alguna opresión a través de la «diferencia». El único estudio posible sería demostrar eso y procurar, de manera arbitraria y a veces violenta, desplazarlos del interés académico y «abrir espacio» para «voces alternativas», como por ejemplo, parafraseando a Harold Bloom, la literatura de los esquimales lesbianos o cualesquiera «periferias» análogas. Así, lo grotesco, lo feo y lo ridículamente falso son impuestos en la formación escolar y universitaria, con el único apoyo de un poder político arbitrario, de la fuerza bruta solapada de la corrección política de las democracias posmodernas.
¿CUÁL SERÍA ENTONCES EL ESPACIO DE LA TEOLOGÍA Y LA FILOSOFÍA EN EL MODELO DE LA PAIDEIA CLÁSICA CRISTIANA? POR LO QUE VEO, EL MODELO ROMÁNTICO-GOETHIANO SÍ CONSIDERARÍA A LA FILOSOFÍA COMO PARTE INTEGRANTE DE SU PROPUESTA…
Aquí entramos a uno de los grandes debates sobre la formación humanística. Mortimer Adler y Robert Hutchins rescataron las humanidades clásicas con un método que tendría mucho éxito en el ámbito universitario católico norteamericano, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo pasado: la Great Conversation, es decir, la lectura y diálogo socrático de los grandes libros de la tradición occidental en todas las disciplinas. Frederick D. Wilhelmsen sostenía que este método podía formar perfectos relativistas, en el sentido que corría el riesgo de convertirse en el mero cultivo de una tradición y una cultura, quizá muy excelente, pero que al fin y al cabo podría convivir de iure con otras tradiciones, incluso opuestas, y se alejaría de un conocimiento filosófico del mundo real.
Conviene recordar respecto de esta observación un punto fundamental: el carácter propedéutico de la formación humanística: si no se abre a la filosofía o la teología podría correrse el riesgo señalado por Wilhelmsen. Pero ya en la paideia medieval, las artes liberales eran la formación básica que todos aquellos que quisieran entrar ulteriormente en las facultades de derecho, medicina o teología debían seguir primero. John Senior, por su parte, propugnador también de un método basado en la Great Conversation pero mucho más agudo teológicamente que el de Adler y Hutchins, sostenía que el fin de la formación humanística básica era proveer a los estudiantes con «los prerrequisitos ordinarios al estudio filosófico y teológico tradicional, no otros que el famoso mens sana in corpore sano, esto es, la disciplina en la percepción, en la memoria y en la imaginación».1
Santo Tomás sostenía que la juventud podía ser un obstáculo para el estudio de la sabiduría por el vaivén de las pasiones (C. G. I, 4) y Platón aconsejaba en República empezar los estudios filosóficos recién a los cincuenta años, luego de cultivar la gimnasia, la música, las disciplinas matemáticas y haber sido sometido a las llamadas «pruebas terroríficas». ¿Cuál sería el riesgo de lanzarse sin más a la filosofía o teología? Pues el que vemos cotidianamente en tantos estudiantes de filosofía o tantos teólogos actuales: la tentación pasional de hacerse de una doctrina a la medida de los apetitos; de ahí la abundancia de enfoques filosóficos «personalistas», «existenciales», de «intuiciones» antropocéntricas y de teologías reducidas a psicoterapias de acompañamiento o a charlatanerías sentimentales. Al final, estos enfoques son funcionales a las jerarquías eclesiásticas revolucionarias y a todos cuantos ponen el poder material por sobre la verdad, como veremos más adelante.
La formación humanística brinda ese ambiente, ese terreno fértil, donde, antes que la tesis apodíctica o el ucase de alguna autoridad política, se asientan directa e indirectamente en el alma del estudiante las verdades sobre la naturaleza humana y el mundo creado, preparándolo luego para el estudio de los diversos tratados filosóficos. En nuestros días es aún más urgente, pues antiguamente estas verdades básicas se filtraban en las personas a través de un ambiente cultural popular cristiano, que iba desde los proverbios tradicionales hasta las costumbres cotidianas; ahora, en los contextos descristianizados y deshumanizados actuales urge volver a enseñar a las personas a ser personas. No es casual que, mientras las grandes y viejas universidades católicas europeas colapsan, convertidas en furgones de cola de los posmodernos y de los feministas, los pequeños liberal arts colleges católicos privados basados en la Gran Conversación progresan en Estados Unidos, fieles a los trascendentales, siendo incluso viveros de vocaciones sacerdotales y religiosas tradicionales.
USTED HA MENCIONADO LA CONDICIÓN CLÁSICA DE LA CULTURA GRECORROMANA. EN UN TIEMPO TAN LLENO DE «RELECTURAS» Y DE «REVISIONES», CREO QUE CONVIENE PREGUNTAR: ¿POR QUÉ DEBEMOS SEGUIR CONSIDERÁNDOLA CLÁSICA?
Es una pregunta muy interesante. Sabemos, por ejemplo, que Protágoras y Gorgias, paradigmas de la sofística relativista antigua, eran también griegos. Y que Nerón o Juliano el Apóstata, figuras emblemáticas del anticristianismo y de la desmesura, se caracterizaron por su helenofilia. Si por cultura clásica entendiéramos todo cuanto se pensó o hizo en la Antigüedad en el ámbito helenístico-romano del Mediterráneo pues estaríamos ante un conjunto heterogéneo y enfrentado de legados espirituales que no podría constituirse en un modelo de formación.
Pero es en la Grecia antigua donde ocurre un fenómeno singular en la historia del pensamiento humano: se descubre la insuficiencia de la explicación mítica y la necesidad de una explicación nacida del logos y que apunte hacia un eidos perdurable. Esta insuficiencia de lo mítico, del conjunto estetizado de actos arbitrarios de los dioses, que no es más que una alegoría de las fuerzas irracionales del mundo natural, se expresa incluso en el texto griego fundamental, en el Canto XXIV de la Ilíada, que es la clave de todo el poema. Allí se narra la culminación de la cólera de Aquiles que, luego de haber matado al noble Héctor, arrastra impíamente su cuerpo. En ese momento, interviene Apolo y apostrofa a los dioses por su indiferencia ante este acto sumamente injusto, los acusa de crueldad y malicia, porque toman partido por Aquiles, «en el que no hay gusto por la Justicia, que es duro, brutal y salvaje como el león que se arroja sobre el rebaño», cosa que «no es en absoluto el obrar de los hombres que han recibido de las Moiras un corazón paciente» ni es algo «hermoso ni bueno» (Ilíad., XXIV, 33-54). En medio de la gran ambigüedad de los dioses expresada en otras partes del poema –y que exasperaría a Platón-, tenemos a un dios del orden que censura a los demás dioses crueles y maléficos (y, por ende, falsos) y que juzga los actos humanos y divinos de acuerdo a un orden moral metafísico y moral, que es «bueno y hermoso» y que no está sujeto a las arbitrariedades de los apetitos o del poder político. Estamos ante la kalokaghatía, la unión típicamente griega entre belleza y bondad y que será el primer atisbo de la doctrina de los trascendentales, llevada a su excelsitud por santo Tomás de Aquino. Este descubrimiento –también revelado de manera singularmente bella en la Antígona de Sófocles- se encarnaría en la llamada tradición socrática, representada por Sócrates, Platón, Aristóteles y el olvidado pero muy importante platonismo medio de Plutarco y que, a pesar de las diferencias entre sus sistemas, se resume en la siguiente afirmación: «el hombre no solo puede sino debe conocer la verdad y vivir la virtud».
Esta es la singularidad griega. Ahora, ya desde las primeras manifestaciones del socratismo hubo una oposición por parte de otros griegos: la tradición sofística, así como los materialismos antiguos de toda laya. Pero en verdad, el soporte e inspiración de estas doctrinas no era especulativo, sino político. Como todas las sociedades paganas, el mundo político grecorromano tendía, como lo sostiene Eric Voegelin, a divinizarse a sí mismo y la sofística, con su relativismo, era el apoyo perfecto para la idolatría de lo político. Así, tanto el enfrentamiento entre Sócrates y la polis como el de los primeros cristianos con el culto imperial se resumía en lo siguiente: «La Verdad obliga y nunca debe estar subordinada a los poderes políticos, así parezca “conveniente”, “adecuado” o “justificado” subordinarla; más aún, son los poderes políticos quienes deben subordinarse a la Verdad».
Nietzsche supo ver la complementariedad entre socratismo y cristianismo y por eso combatió a ambos con igual fervor. Los papas, por su parte, también la reconocieron; de ahí que san Pío X en Pascendi (1907) alertase que abandonar la filosofía de santo Tomás (compendio y culminación del socratismo) podría generar un grave daño a la teología e incluso Benedicto XVI en el famoso Discurso de Ratisbona (2006) consideró la deshelenización de la teología como un gran mal.
César Félix Sánchez Martínez es profesor de filosofía del Seminario Arquidiocesano de San Jerónimo (Arequipa, Perú). Es miembro de la Sociedad Internacional Santo Tomás de Aquino. Ha escrito diversos artículos en revistas de investigación sobre materias filosóficas e históricas. En esta entrevista nos explica la importancia de la formación humanística.
¿CUÁL ES EL LUGAR DE LA FORMACIÓN RELIGIOSA «DIRECTA», PODEMOS DECIR, O SEA, CATEQUÉTICA, EN LA PAIDEIA CLÁSICA Y CRISTIANA?
En primer lugar, la formación religiosa es más importante que la paideia humanística, eso queda claro, y comienza incluso mucho antes de que esta se emprenda, por obra de la familia y en el hogar. Debe tener tres características, creo yo, orante, permanente, y paralela. En este punto, quisiera apuntar un dato a veces olvidado. Se ha dicho que la aparición de las humanidades y el giro filológico de los estudios a partir del Renacimiento se hicieron contra la formación escolástica y religiosa del Medioevo. Al margen de que, efectivamente, hubo humanistas como Pomponazzi, Pletón o Ficino que podrían entrar en esa lógica, el desarrollo de la filología hunde sus raíces en la más religiosa y medieval de las tradiciones, la llamada teología monástica, que, sin dejar su aproximación orante y contemplativa de la Escritura y más bien debido a ella, impulsó, a través de la lectio, el estudio de la gramática, de la filología de las lenguas sagradas y de la hermenéutica en un grado tan alto que acabaría sentando las bases del futuro desarrollo de las disciplinas del lenguaje siglos después. De esto habla un libro muy hermoso titulado L’amour des lettres et le désir de Dieu del monje francés Jean Leclerq.
VERDADERAMENTE SURGEN MUCHOS TEMAS INTERESANTES A RAÍZ DE ESTO, ¿CUÁL ES, EN SÍNTESIS, LA IMPORTANCIA DE TENER UNA BUENA FORMACIÓN HUMANÍSTICA?
Esta es quizá la pregunta más importante. Especialmente en estas épocas. Existe en el catolicismo hispanoamericano (y no solo en él) una permanente sospecha hacia lo especulativo, presente en todas las líneas y tendencias, desde el liberacionismo y el carismatismo hasta incluso sectores tradicionales. Se considera que, ya sea ante los imperativos de la praxis revolucionaria, de los dionisiacos y muy dudosos «entusiasmos» del amor divino sensible o de la crisis de la Iglesia, cualquier especulación humanística, filosófica o incluso de cierta elevación teológica es un bizantinismo, una fuga cobarde o, incluso, un poner trabas al Espíritu Santo.
Lo más curioso de todo era que muchos de estos críticos son altamente intelectualizados, en el peor –y más moderno- sentido del término: alimentan su fe no con la oración o la meditación y lectura espiritual o la contemplación del mundo creado o, más importante, con el cultivo de las virtudes cristianas, sino con la asunción o repetición gnostizante de textos no precisamente sapienciales, sino hechos en base a eslóganes vacíos de Fundadores y otros Gurús modernos de prestigio autoimpuesto, a frases de encíclicas ambiguas transformadas en «mantras» -para usar el horrible término de moda ahora- o a teorías de la conspiración y o discusiones de noticias, hechos históricos o políticos contingentes o de materias esjatológicas disputadas. Todos estos batiburrillos, cuya directa fecundidad espiritual es bastante dudosa, acaban por ser puestos en la práctica a la altura de los dogmas católicos; de ahí la catarata de debates insustanciales y otros bizantinismos verdaderos que se pueden comprobar en las redes sociales. Todo lo contrario ocurre con la paideia clásica cristiana.
Como lo señaló siempre la tradición tomista, el estudio de las altas verdades metafísicas, serio y riguroso, es también penitencia y oración; mortifica la soberbia pues nos aleja de la erudición estéril de lo contingente y nos eleva al eidos eterno, y ayuda a que la gracia santificante nos haga perseverar en el cultivo de las virtudes y en el rechazo a las tentaciones carnales de todo tipo, desde la impureza hasta el deseo animal de «desahogarnos» psicológicamente en disputas estériles. Como diría el mismo Aquinate, el estudio de la sabiduría «nunca cansa», «es el más feliz de los estudios» y es «causa de amistad con Dios» (C. G. I, 2). Yendo a la frase de Clemente de Alejandría mencionada en la primera pregunta, Dios envía gracias especiales a los hombres que se dedican a la investigación de la Verdad.
El hombre está hecho para la Verdad y cuando no la cultiva, su mente, violentada, se subordina a la tiranía de las pasiones y así tenemos la obsesión por el chisme, por las intrigas ridículas, por las miserias ajenas y las disputas por honores y puestos insignificantes o incluso imaginarios, así como las calumnias, los juicios temerarios y muchos otros vicios semejantes, ahora lamentablemente tan frecuentes e incluso vociferados desde las más altas cátedras.
Un famoso obispo del siglo XIX de Arequipa, mi ciudad, monseñor Bartolomé Herrera decía que nada era más peligroso para un pueblo que un sacerdote ignorante. Por eso es imperativo que los sacerdotes se formen en la paideia cristiana y en el estudio de la metafísica y la teología y que la cultiven a lo largo de su vida. Estos estudios son también parte de la vida espiritual del sacerdote y no son solo privativos de sus años de seminarista; lo ennoblecen, lo protegen contra el taedium vitae y son una muralla más contra las tentaciones en un mundo cada vez más torpe. Si el sacerdote no solo carece de esta formación, sino la desprecia, será más fácil que abandone su vida espiritual y se convierta en el más infecundo de los hombres, aún más lamentable y grotesco que cualquier profano; en el mono del que hablaba François Rabelais, que no sirve para nada y es una molestia y escándalo para todos. Corruptio optimi pessima.
PERO AQUÍ SURGE UN PUNTO IMPORTANTE. NO TODOS TIENEN LA CAPACIDAD PARA FORMARSE HUMANÍSTICA O TEOLÓGICAMENTE. INCLUSO HA HABIDO SANTOS QUE HAN SIDO BASTANTE SENCILLOS, COMO EL CURA DE ARS, QUE, SIN EMBARGO, SE ENCUENTRA MUY LEJOS DEL MONO RABELAISIANO DEL QUE USTED HABLA.
El Cura de Ars no despreciaba la formación, ojo. Estaba lejos de hacerlo. Conocía sus grandes limitaciones pero nunca intentó rebajar las verdades o las ciencias que trataba de aprender y considerarlas bizantinismos o pérdidas de tiempo. Siempre las valoró y vivió su aprendizaje, incluso, espiritualmente como una mortificación y como una manera de servir a Dios. Por otro lado, analizando su vida y sus sermones, podríamos especular que el Cura de Ars no era un tonto, sino que quizá padecía del trastorno del aprendizaje llamado dislexia, absolutamente ignorado en su tiempo. Porque cuando uno revisa sus sermones, su estructura e incluso su gracia y sencillez llaman poderosamente la atención y son propios de un hombre singularmente inteligente. Por otro lado, la formación en su seminario se hacía exclusivamente en latín y, debido a las conmociones políticas de su tiempo y a su contexto social rural, no pudo aprender esa lengua pronto ni bien. Es muy probable que, de estar en un seminario actual –y, siempre y cuando no lo hayan expulsado antes por «rígido» o «pelagiano»- sería, por su diligencia y perseverancia, el mejor alumno.
Por otro lado, un ejemplo de contemplativa es Jacinta Marto, la pequeña vidente de Fátima. Es muy conocido ese episodio en que la madre Godinho, en un hospital de Lisboa, sorprendida por su sabiduría, le pregunta: «¿Y quién te enseñó esas cosas?»; y Jacinta responde: «Fue Nuestra Señora; pero algunas las pienso yo. Me gusta mucho pensar». Aquí, evidentemente, estamos ante una revelación privada extraordinaria y a ciencia infusa sobrenatural, pero también ante la elevación de un gusto natural por la contemplación del libro del mundo y de las maravillas de la Creación por parte de un alma singularmente aguda y sabia, manifestado ya en su vida previa.
Para todos los que no tenemos las gracias extraordinarias ni las buenas disposiciones del Cura de Ars o de Jacinta no nos queda otra alternativa que la formación humanística. Recordemos algo: la paideia cristiana no es una mera aprehensión de contenidos, es un aprender a amar y contemplar. Y el verdadero tonto no es el ignorante sino el enamorado de sí mismo, que, por razón de ese afecto desordenado, desprecia todo aquello que se revela como más noble y grande que él y, por ende, desprecia la sabiduría.
FINALMENTE, ¿CÓMO PODRÍAMOS APLICAR CONCRETAMENTE UN MODELO DE PAIDEIA CRISTIANA CLÁSICA? ¿TIENE ALGUNA IDEA AL RESPECTO?
Bueno, en Estados Unidos hay bastantes experiencias, tanto en educación superior como básica. Pero, considerando la realidad de nuestro medio hispanoamericano, pienso en un pregrado universitario–a título de mero experimento mental, claro está– una suerte de bachillerato de cuatro años: los dos primeros destinados a un estudio concienzudo de la lógica menor y mayor, de la retórica y de la gramática, el trívium tradicional, acompañado por una inmersión radical en el latín y el griego clásico. Los otros dos, estarían dedicados a los tratados filosóficos de la cosmología y la metafísica y, principalmente, a la Gran Conversación con los clásicos.
¿Y SI ALGUNA PERSONA ADULTA COMÚN, QUE VIVE EN EL MUNDO CON DIVERSAS OCUPACIONES, Y QUE DESEE TENER UNA FORMACIÓN CLÁSICA?
A título de experimento mental, le sugeriría a esa persona –que supongo motivada y con una formación básica de secundaria, pero todavía no iniciada de ninguna manera en las letras o la filosofía - la lectura de un puñado de libros y algunas prácticas formativas anexas que detallaré a continuación. Este curso de choque autodidacta no es precisamente una Gran Conversación, pero sí una pequeña charla de emergencia. El curso podría estructurarse en un semestre, considerando las ocupaciones y falta de tiempo endémicas en nuestra época. Los libros son meras sugerencias, algunos son discutibles (en buena hora) y muchos grandes e importantísimos clásicos han sido obviados por razones del tiempo y del perfil básico del curso (como Don Quijote o la Divina Comedia). Por otro lado, enfatizamos el Siglo de Oro español como paradigma del clasicismo en nuestras letras, en su doble faz de armonía formal y de socratismo.
En primer lugar y a guisa de curso introductorio, recomendaría la lectura paralela de dos libros, relativamente breves y sencillos, que nos permitirían situarnos en materia: Historia sencilla de la filosofía, de Rafael Gambra,y Fundada sobre la roca, de Luis de Wohl, Podrían ser leídos de manera paralela. Propongo el siguiente método: reservar un espacio tranquilo en la casa, sin TV ni internet, y un tiempo de dos horas al día de lunes a viernes; sea una hora temprano en la mañana y otra en la tarde, o sea un bloque de dos, de preferencia en la mañana. Es importante hacer una pequeña oración antes de empezar (puede ser esta). Y dedicar una hora a la lectura de cada uno de los libros, en el orden señalado.
Luego de esta introducción, se leerá Apología y Fedón, de Platón; La Vida es Sueño, de Pedro Calderón de la Barca; Crimen y Castigo, de Fiodor Dostoievskiy El poeta y los lunáticos, de G. K. Chesterton. Aquí, a diferencia del bloque anterior, la lectura habrá de ser secuencial, no paralela.
Los sábados se consagrarán a la poesía; también dos horas, de preferencia en la mañana temprano. Deberemos agenciarnos una buena antología de poesía del Siglo de Oro español –puede ser la edición de Folio, que se vendía hasta hace unos años en muchos quioscos de Hispanoamérica– y proceder a 1) leer allí los poemas de Garcilaso de la Vega, fray Luis de León, Lope de Vega y Francisco de Quevedo y 2) memorizar tres poemas de fray Luis; sugiero estos: la Oda a la vida retirada; la Oda a Francisco Salinas y Noche serena. La «graduación», luego del semestre completo de lecturas, sería recitar de memoria los tres poemas ante familiares y amigos en una velada o ágape, de preferencia bien rociado, donde el alumno compartirá sus impresiones luego de esta experiencia autoformativa, en el sentido tomista del contemplata aliis tradere.
Finalmente y, en paralelo al curso, primero, y luego durante el siguiente semestre, se leerá la misa de todas las domínicas del año en un misal de fieles tradicional (piedra de toque de la civilización cristiana) acompañadas por las jugosas homilías de todos los domingos del padre Leonardo Castellani en su Evangelio de Jesucristo. Más allá de sus grandes beneficios espirituales, esta última actividad será altamente formativa, pues familiarizará al estudiante con la estructura profunda de la tradición cristiana y con los tesoros, a veces desapercibidos, de la Sagrada Escritura.
Creo que una experiencia autoformativa semejante podría quizá cambiar alguna vida. Lamentablemente, una de sus principales dificultades es la ausencia de un maestro con el que dialogar y que pueda ayudar al estudiante a encontrar mayores tesoros. En todo caso, si alguien desea emprenderla, estoy más que dispuesto a responder sus dudas y conversar al respecto. Muchas gracias por la entrevista.
Javier Navascués Pérez

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