Estaba escuchando esta
música perfecta para recordar a un asesino:
Después se me
ocurrió este diálogo. Diálogo ficticio, pero diálogos así debió haber en la
mente de ese rey, entre él y su conciencia. O, tal vez, sintió que el mismo
Jesucristo, Rey de reyes, le hablaba.
Me imagino a
Enrique VIII angustiado por la culpa, excusándose:
—¡Siempre me podré
arrepentir! ¡Aunque sea en el último momento!
—Yo soy Jesucristo. Yo
soy la misericordia. Y Yo te digo: Arrepiéntete ahora.
—¿Me niegas la
posibilidad del último arrepentimiento... si es que me he equivocado? ¡Si es
que me he equivocado! Porque eso también está por ver.
—Yo veo el futuro.
—No me parece digno
de ti que me arrojes a la desesperación ya en vida.
—Vas a ser un pobre
mendigo en el infierno. Un mendigo atormentado.
—¿Y tú eres la
Misericordia?
—Ten piedad de ti
mismo. Es la Misericordia la que te está pidiendo. ¡Ten compasión de ti mismo!
—Eres el demonio.
¡Que no confíe en la misericordia de Dios! ¡Eres el demonio!
—Confías en pedir
perdón, cuando ya no distingues a Jesucristo de Satanás.
—¿Crees que el perdón
se te concederá por pronunciar una palabra, por proferir un santo y seña? ¿Crees
que por decir una fórmula como si fuera una palabra mágica ya quedarás
perdonado?
—¡Hay razones de
Estado! Razones de Estado. ¿Entiendes?
—Yo soy la misericordia y te digo: Córtale la
cabeza y con la misma hacha atravesarás tu alma inmortal.
P. FORTEA
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