Este martes, memoria de Santa Teresa del Niño
Jesús, patrona de las misiones, el Papa Francisco preside en la Basílica de San
Pedro la oración litúrgica de las vísperas con ocasión del inicio del Mes
Misionero Extraordinario, convocado con el lema “Bautizados y enviados: la
Iglesia de Cristo en misión en el mundo”.
A continuación el texto de la homilía pronunciada
por el Santo Padre:
En la parábola que hemos escuchado, el Señor se presenta como un hombre
que, antes de partir, llama a sus siervos para encargarles sus bienes (cf. Mt
25,14). Dios nos ha confiado sus bienes más grandes: nuestra vida, la de los
demás, a cada uno muchos dones distintos. Y estos dones, estos talentos, no
representan algo para guardar en una caja fuerte, sino una llamada: el Señor
nos llama a hacer fructificar los talentos con audacia y creatividad. Dios no
nos preguntará si hemos conservado celosamente la vida y la fe, sino si la
hemos puesto en juego, arriesgando, quizá perdiendo el prestigio. Este Mes
misionero extraordinario quiere ser una sacudida que nos impulse a ser activos
en el bien. No notarios de la fe y guardianes de la gracia, sino misioneros.
¿Pero cómo se hace para ser misioneros? Viviendo como testigos: testimoniando con nuestra vida que conocemos a
Jesús. Testigo es la palabra clave, una palabra que tiene la misma raíz de significado
que mártir. Y los mártires son los primeros testigos de la fe: no con palabras,
sino con la vida. Saben que la fe no es propaganda o proselitismo, es un
respetuoso don de vida. Viven transmitiendo paz y alegría, amando a todos,
incluso a los enemigos, por amor a Jesús. Nosotros, que hemos descubierto que
somos hijos del Padre celestial, ¿cómo podemos
callar la alegría de ser amados, la certeza de ser siempre valiosos a los ojos
de Dios? Es el anuncio que tanta gente espera. Y esa es nuestra responsabilidad.
Preguntémonos en este mes: ¿cómo es mi testimonio?
Al final de la parábola el Señor llama «bueno y fiel» al que ha sido
emprendedor; en cambio, «malvado y holgazán» al
siervo que ha estado a la defensiva (cf. vv. 21.23.26). ¿Por qué Dios es tan severo con el siervo que tuvo miedo? ¿Qué mal ha
hecho? Su mal es no haber hecho el bien, ha pecado de omisión. Y este
puede ser el pecado de toda una vida, porque la hemos recibido no para
enterrarla, sino para ponerla en juego; no para conservarla, sino para darla.
Quien está con Jesús sabe que se tiene lo que se da, se posee lo que se
entrega; y el secreto para poseer la vida es entregarla. Vivir de omisiones es
renegar de nuestra vocación: la omisión es
contraria a la misión.
Pecamos de omisión, es decir, contra la misión, cuando, en vez de
transmitir la alegría, nos cerramos en un triste victimismo, pensando que
ninguno nos ama y nos comprende. Pecamos contra la misión cuando cedemos a la
resignación: “No puedo, no soy capaz”. ¿Pero cómo?
¿Dios te ha dado unos talentos y tú te crees tan pobre que no puedes enriquecer
a nadie? Pecamos contra la misión cuando, quejumbrosos, seguimos
diciendo que todo va mal, en el mundo y en la Iglesia.
Pecamos contra la misión cuando somos esclavos de los miedos que inmovilizan
y nos dejamos paralizar del “siempre se ha hecho
así”. Y pecamos contra la misión cuando vivimos la vida como un
peso y no como un don; cuando en el centro estamos nosotros con nuestros
problemas, y no nuestros hermanos y hermanas que esperan ser amados.
«Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7). Ama una Iglesia en salida. Si no está en salida no es
Iglesia. Una Iglesia en salida, misionera, es una Iglesia que no pierde el
tiempo en llorar por las cosas que no funcionan, por los fieles que ya no
tiene, por los valores de antaño que ya no están.
Una Iglesia que no busca oasis protegidos para estar tranquila; sino que
sólo desea ser sal de la tierra y fermento para el mundo. Sabe que esta es su
fuerza, la misma de Jesús: no la relevancia social o institucional, sino
el amor humilde y gratuito.
Hoy entramos en el octubre misionero acompañados por tres “siervos” que han dado mucho fruto. Nos muestra el
camino santa Teresa del Niño Jesús, que hizo de la oración el combustible de la
acción misionera en el mundo. Este es también el mes del Rosario: ¿Cuánto rezamos por la propagación del Evangelio, para
convertirnos de la omisión a la misión? Luego está san Francisco Javier,
quizá después de san Pablo el más grande misionero de la historia. También él
nos remueve: ¿Salimos de nuestros caparazones,
somos capaces de dejar nuestras comodidades por el Evangelio? Y está la
venerable Paulina Jaricot, una trabajadora que sostuvo las misiones con su
labor cotidiana: con el dinero que aportaba de su salario, estuvo en los
inicios de las Obras Misionales Pontificias. Y nosotros, ¿hacemos que cada día sea un don para superar la fractura
entre el Evangelio y la vida? Por favor, no vivamos una fe “de
sacristía”.
Nos acompañan una religiosa, un sacerdote y una laica. Nos dicen que
nadie está excluido de la misión de la Iglesia. Sí, en este mes el Señor te
llama también a ti. Te llama a ti, padre y madre de familia; a ti, joven que
sueñas cosas grandes; a ti, que trabajas en una fábrica, en un negocio, en un
banco, en un restaurante; a ti, que estás sin trabajo; a ti, que estás en la
cama de un hospital... El Señor te pide que te entregues allí donde estás, así
como estás, con quien está a tu lado; que no vivas pasivamente la vida, sino
que la entregues; que no te compadezcas a ti mismo, sino que te dejes
interpelar por las lágrimas del que sufre. Ánimo, el Señor espera mucho de ti.
Espera también que alguien tenga la valentía de partir, de ir allí donde se
necesita más esperanza y dignidad, ad gentes, allí donde tanta gente vive
todavía sin la alegría del Evangelio. Ve, el Señor no te dejará solo; dando
testimonio, descubrirás que el Espíritu Santo llegó antes de ti para prepararte
el camino. Ánimo, hermanos y hermanas; ánimo, Madre Iglesia: ¡Vuelve a encontrar tu fecundidad en la alegría de la
misión!
Redacción ACI
Prensa
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