Misa por la Jornada Mundial del Migrante y del
Refugiado
En una Plaza de
San Pedro medio vacía, el papa Francisco ofició ayer la Misa con motivo de la
Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado. El Pontífice pidió a los fieles
no permanecer indiferentes ante el drama de las viejas y nuevas pobrezas.
(InfoCatólica) Homilía del papa Francisco:
En el Salmo Responsorial se
nos recuerda que el Señor sostiene a los forasteros, así como a las viudas y a
los huérfanos del pueblo. El salmista menciona de forma explícita aquellas
categorías que son especialmente vulnerables, a menudo olvidadas y expuestas a
abusos. Los forasteros, las viudas y los huérfanos son los
que carecen de derechos, los excluidos, los marginados, por quienes el Señor muestra una
particular solicitud. Por esta razón, Dios les pide a los israelitas que les
presten una especial atención.
En el libro del Éxodo, el
Señor advierte al pueblo de no maltratar de ningún modo a las viudas y a los
huérfanos, porque Él escucha su clamor (cf. 22,23). La misma admonición se
repite dos veces en el Deuteronomio (cf. 24,17; 27,19), incluyendo a los
extranjeros entre las categorías protegidas. La razón de esta advertencia se
explica claramente en el mismo libro: el Dios de Israel es Aquel que «hace justicia al huérfano y a la viuda, y que ama al
emigrante, dándole pan y vestido» (10,18). Esta preocupación amorosa por
los menos favorecidos se presenta como un rasgo distintivo del Dios de Israel,
y también se le requiere, como un deber moral, a todos los que quieran
pertenecer a su pueblo.
Por eso debemos
prestar especial atención a los forasteros, como también a las viudas, a los
huérfanos y a todos los que son descartados en nuestros días. En el Mensaje para esta 105 Jornada Mundial del Migrante y
del Refugiado, el lema se repite como un estribillo: «No se trata sólo de migrantes». Y es verdad: no
se trata sólo de forasteros, se trata de
todos los habitantes de las periferias existenciales que, junto con los migrantes y los refugiados,
son víctimas de la cultura del descarte.
El Señor nos pide que pongamos en práctica la caridad hacia
ellos; nos pide que restauremos su humanidad, a la vez que la
nuestra, sin excluir a nadie, sin dejar a nadie afuera.
Pero, junto con el ejercicio
de la caridad, el Señor nos pide que reflexionemos sobre las
injusticias que generan exclusión, en
particular sobre los privilegios de unos pocos, que perjudican a
muchos otros cuando perduran. El mundo actual es cada día más
elitista y cruel con los excluidos.
Los países en vías de
desarrollo siguen agotando sus mejores recursos naturales y humanos en
beneficio de unos pocos mercados privilegiados. Las guerras
afectan sólo a algunas regiones del mundo; sin embargo, la fabricación de armas y su
venta se lleva a cabo en otras regiones, que luego no quieren hacerse cargo de
los refugiados que dichos conflictos generan. Quienes padecen
las consecuencias son siempre los pequeños, los pobres, los más vulnerables, a
quienes se les impide sentarse a la mesa y se les deja sólo las «migajas» del banquete» (Mensaje para la 105
Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado).
Así se entienden las duras
palabras del profeta Amós, proclamadas en la primera lectura (6,1.4-7). ¡Ay de los que viven despreocupadamente y
buscando placer en Sion, que no
se preocupan por la ruina del pueblo de Dios, que sin embargo está a la vista de todos! No se
dan cuenta de la ruina de Israel, porque están demasiado ocupados asegurándose
una buena vida, alimentos exquisitos y bebidas refinadas. Sorprende ver cómo,
después de 28 siglos, estas advertencias conservan toda su actualidad. De
hecho, también hoy día la «cultura del bienestar
[…] nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los
otros, […] lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la
globalización de la indiferencia» (Homilía en Lampedusa, 8 julio 2013).
Al final, también nosotros
corremos el riesgo de convertirnos en ese hombre rico del que nos habla el
Evangelio, que no se preocupa por el pobre Lázaro «cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que
caía de la mesa del rico» (Lc 16,20-21). Demasiado ocupado en comprarse
vestidos elegantes y organizar banquetes espléndidos, el rico de la parábola no
advierte el sufrimiento de Lázaro. Y también nosotros, demasiado
concentrados en preservar nuestro bienestar, corremos el
riesgo de no ver al hermano y a la hermana en dificultad.
Pero como cristianos no podemos permanecer indiferentes ante el drama de las viejas y nuevas
pobrezas, de las soledades más
oscuras, del desprecio y de la discriminación de quienes no pertenecen a «nuestro» grupo. No podemos permanecer insensibles,
con el corazón anestesiado, ante la miseria de tantas personas inocentes. No
podemos sino llorar. No podemos dejar de reaccionar.
Si queremos ser hombres y
mujeres de Dios, como le pide san Pablo a Timoteo, debemos guardar «el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la
manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tm 6,14); y el mandamiento
es amar a Dios y amar al prójimo. No podemos separarlos. Y amar al prójimo
como a uno mismo significa también comprometerse seriamente en
la construcción de un mundo más justo, donde todos puedan
acceder a los bienes de la tierra, donde todos tengan la posibilidad de
realizarse como personas y como familias, donde los derechos fundamentales y la
dignidad estén garantizados para todos.
Amar al prójimo significa
sentir compasión por el sufrimiento de los hermanos y las hermanas, acercarse, tocar sus llagas, compartir sus historias, para manifestarles
concretamente la ternura que Dios les tiene. Significa hacerse
prójimo de todos los viandantes apaleados y abandonados en los caminos del
mundo, para aliviar sus heridas y llevarlos al lugar de acogida
más cercano, donde se les pueda atender en sus necesidades.
Este santo mandamiento, Dios
se lo dio a su pueblo, y lo selló con la sangre de su Hijo Jesús, para que sea fuente
de bendición para toda la humanidad. Porque todos juntos podemos
comprometernos en la edificación de la familia humana según el plan original, revelado en Jesucristo:
todos hermanos, hijos del único Padre.
Encomendamos
hoy al amor maternal de María, Nuestra Señora del Camino, a los migrantes y refugiados, junto con los
habitantes de las periferias del mundo y a quienes se hacen sus compañeros de
viaje.
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