Uno debe enfrentarse
a sus propias faltas en un auto examen que no suele ser muy agradable.
Por: H. Edgar Henriquez, L.C. | Fuente: Catholic Exchange // Pildoras de fe
Todos alguna vez hemos sentido miedo a la confesión. No sabemos
qué va a suceder, nos enfrentamos a una situación nueva. “Es que me da vergüenza…”, “¡quizá qué cosa va a pensar
el padre de mí!”, “ha pasado tanto tiempo, no sé si Dios me acepte…”, “no soy
capaz de contar mis pecados…”. Éstas son frases que uno escucha a
menudo. Todas tienen un matiz de temor, dolor, vergüenza y conciencia de las
propias faltas. Eso es un buen comienzo. Se puede decir que el miedo a la
confesión es algo normal, ya que uno debe enfrentarse a sus propias faltas en
un auto examen que no suele ser muy agradable. Ponerse frente a
los propios pecados cuesta,
pero es gratificante saber que Dios siempre nos espera con los brazos abiertos
y quiere reconciliarse con nosotros. La confesión (o reconciliación con Dios)
es un sacramento necesario para avanzar en la vida espiritual y cristiana, ya
que nos da la gracia que nos sostiene en la prueba y nos anima a continuar por
el camino del bien.
Entonces, ¡no hay nada que temer! ¡Piérdele
el miedo a la confesión! Porque la confesión…
1.
ES CONCIENCIA DE MI FRAGILIDAD
Una actitud que busca reparar el daño causado por
nuestras faltas. Es conciencia de mi fragilidad, de mi pecado, de mis fallos. Me lleva a
acercarme con humildad al Padre y pedirle perdón. Arrepentirse de los pecados
cometidos toca directamente el corazón del hombre. Dios quiere sanarlo y
lavarlo a través del sacramento de la confesión. Pero dejar entrar a Dios en
nuestro interior significa abrir la puerta del corazón y la llave para ello es
el arrepentimiento. Así es como Dios entra, mira todo lo que tenemos, ordena el
desorden, sana las heridas, limpia la suciedad, reconforta el ánimo y nos
devuelve la paz. Dios es quien renueva nuestra imagen
y semejanza de Él. Es un
acto de humildad y sinceridad. Es el primer paso para el perdón y la
reconciliación. A éste se llega por un examen personal de los propios fallos
cometidos, una reflexión íntima de nuestro interior de cara al Bien. Este
arrepentimiento es necesario para la eficacia del sacramento, ya que no se
puede perdonar a alguien que no está dolido o compungido de sus faltas.
«Yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi
pecado… Pero tú amas al de corazón sincero… El sacrificio que Dios quiere es un
espíritu arrepentido: un corazón arrepentido y humillado tú, oh Dios, no lo
desprecias» (Salmo 51
(50), 5.8.19).
2.
ES PERDÓN POR AMOR
Dios nos ama tanto que no se puede pensar en un amor más grande. Dios no tiene amor por nosotros. Dios es Amor, por eso se da a sí mismo
cuando ama. Este amor de Padre se ve manifestado en sus obras, ya
que nos crea, nos acoge y nos redime. Siempre que caemos está Él allí para
ayudarnos a ponernos de pie. Cuando nos arrepentimos con sinceridad y humilde
corazón Él nos recibe con los brazos abiertos, es más, espera día y noche a que
volvamos a su casa. El mejor ejemplo de este amor que se hace perdón está en la
parábola del hijo pródigo, quien luego de abandonar su casa, gastarse toda la
herencia que le corresponde y pasar por mil peripecias, vuelve a la casa del
Padre quien le abraza, le besa y le recibe con una fiesta. Este perdón se
manifiesta en la confesión. Quien logra profundizar en esto, no puede sino
acudir gozoso a la confesión. «La mirada de Dios no
es como la del hombre: el hombre ve las apariencias, pero el Señor ve el
corazón» (1 Samuel 16,7). Así que no tengas miedo de Dios, al contrario,
vive en su Amor que te llama constantemente a su lado.
«El hijo empezó a decirle: “Padre, pequé contra el
cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus
criados: “Traigan en seguida el mejor vestido y pónganselo; pónganle también un
anillo en la mano y sandalias en los pies. Tomen el ternero gordo, mátenlo y
celebremos un banquete de fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto
a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”» (Lucas 15, 21-24).
3.
ES RECONCILIACIÓN CON NUESTRO PADRE
Las parejas saben muy bien de esto. Es inevitable que no haya
discusiones en la vida familiar, que uno se equivoque y se canse de vez en
cuando. Pero lo mejor de la discusión y las peleas es la reconciliación. Volver
a conciliar (re-conciliar), volver a unirse, renovar la concordia de corazones.
Si es hermoso reconciliarse con los hermanos, con los padres, con los amigos… ¡cuánto más hermoso será reconciliarse con nuestro Padre
del Cielo! A veces nos parece lejano, como si viviera físicamente en las estrellas o
las nubes, pero no es así. Él está más cerca que cualquiera de nosotros,
está en la Eucaristía, se ha hecho carne para vernos, para tocarnos, para
visitarnos, para hablar con nosotros, para decirnos que nos ama. ¡Qué gran alegría siente el corazón cuando nos acercamos
a esta verdad!
«Dios…, reconciliados ya, nos salvará para hacernos
partícipes de su vida. Y no sólo esto, sino que nos sentimos también orgullosos
de un Dios que ya desde ahora nos ha concedido la reconciliación por medio de
nuestro Señor Jesucristo» (Romanos 5, 10-11)
4.
ES SALUD DEL ALMA
Vamos al médico cuando tenemos dolores, enfermedades, cuando necesitamos
la cura y sanación del cuerpo. De la misma forma acudimos a Dios para sanar
nuestros dolores y enfermedades, para buscar la cura del alma. El hombre está
constituido de cuerpo y alma, si sanamos el cuerpo, también debemos sanar el
alma. Es un estado completo de salud. Tal vez por eso le decimos a los
sacerdotes “curas”, porque son los instituidos por Dios para acercar la
sanación al alma de sus hijos. Un cuerpo sano y un alma sana te darán paz y
alegría constantes. Pudiendo alejar los dolores y las enfermedades, ¿qué hacemos que aún no nos confesamos? A
veces el miedo a la inyección es más fuerte que el deseo de sanar, pero debemos
superarlo. El
miedo a la confesión puede ser también más fuerte que el deseo de
reconciliación, pero debemos enfrentarlo. Lo mejor de todo es que contamos con
la ayuda del Espíritu Santo que nos empuja a acercarnos al confesionario y a
dejarnos recibir la medicina. ¡Acércate al médico
del alma para sanar tu interior!
«No necesitan médico los sanos, sino los enfermos.
Entiendan bien qué significa: misericordia quiero y no sacrificios; porque yo
no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mateo 9,12).
5.
ES REVESTIRSE DEL “HOMBRE NUEVO”
Esto es, cambiar de vida, decidirse a ser diferente, a poner la mirada
en las cosas del Cielo. Es signo de conversión. Es renovarse completamente, ser
un “yo” mejorado. El hombre nuevo se deja
guiar por el Espíritu de Dios, goza en espíritu y en verdad. El hombre nuevo no
es esclavo de las pasiones y del pecado como lo es el hombre viejo, al
contrario, es un hombre libre que vive su vida con tranquilidad y regocijo en
el Señor. Pienso que todo cristiano quisiera llevar a plenitud su vida, ya sea
en la oración, en los sacramentos, en la vida cotidiana, en el trabajo. Que todos los aspectos de vida estén unidos y sean dirigidos por el
Espíritu Santo, esto es revestirse del hombre nuevo. El hombre nuevo por excelencia es Jesucristo, por eso en la
vida espiritual se habla de imitar a Cristo, quien «se
desojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los
hombres» (Filipenses 2,7) en todo, menos en el pecado.
«Despójense del hombre viejo y de sus acciones, y
revístanse del hombre nuevo que, en busca de un conocimiento cada vez más
profundo, se va renovando a imagen de su Creador… Como elegidos de Dios, pueblo
suyo y amados por él, revístanse de sentimientos de compasión, de bondad, de
humildad, de mansedumbre y de paciencia» (Colosenses 3, 9-10.12).
6.
ES FIESTA EN EL CIELO
Sabemos que no estamos solos, antes bien, formamos parte de la comunión
de los santos. La iglesia de la tierra (nosotros) somos la Iglesia Peregrina,
la de las almas purgantes (purgatorio) es la Iglesia Purgante y quienes ya
gozan de la visión beatífica (los santos) son la Iglesia Triunfante. Así,
constituimos todos un mismo cuerpo y un mismo espíritu. Por ello, cuando un pecador se convierte, en el Cielo se celebra
una Fiesta. Si el gozo aquí en la tierra es grande,
¡imagínense cómo se celebra en el Cielo! Allí están los Ángeles, los
Arcángeles, los Tronos, las Potestades, las Dominaciones y todas las demás
órdenes celebrando la conversión de un pecador, aquel que deja su antigua vida
y se anima a seguir a Cristo como un hombre nuevo. No es un cuento de hadas, es
real.
«Cuando encuentra [a la oveja], la carga sobre sus
hombros lleno de alegría, y al llegar a casa, reúne a los amigos y vecinos y
les dice: “¡Alégrense conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había
perdido!”. Pues les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un
pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan
convertirse» (Lucas 15,
5-7).
7.
ES FUERZA PARA LA BATALLA
“La gracia es el favor, el auxilio gratuito que
Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios” (CEC). Luego de la confesión
aumenta esta gracia en nosotros, es Dios mismo quien viene en nuestro auxilio y
nos ayuda. Esta gracia será la fuerza en el combate diario. Si vives lleno de
tentaciones, si las ocasiones de pecado son muchas que te llevan a caer, si no
eres capaz de controlar tus impulsos pasionales… entonces, debes saber que la
gracia recibida de Dios es fuerza en la lucha contra el mal. Y si esta gracia se
acrecienta al recibir debidamente los sacramentos, ¡esta es tu oportunidad! El
pecado debilita tu voluntad, te hace volátil, flexible, te dispone a caer de
nuevo… la gracia será siempre ese don, ese favor, ese
auxilio que te da Dios para vencer la prueba y salir victorioso. Ya sabes, aprovecha la gracia de
Dios y combate el mal a fuerza de bien.
«Pero tú, hombre de Dios, evita todo esto
(enriquecerse con trampas, amor al dinero y codicia), practica la justicia, la
religión, la fe, el amor, la paciencia y la bondad. Mantente firme en el noble
combate de la fe, conquista la vida eterna para la cual has sido llamado y de
la cual has hecho solemne profesión ante muchos testigos» (1 Timoteo 6, 11-12).
Ya puedes perder el miedo a la confesión. Estas 7 razones te ayudarán a
conocer más los sacramentos que Dios ha instituido para el bien de sus hijos, a
quienes ama inmensamente. La confesión, bien entendida,
deja de ser un lugar de miedo para transformarse en un acto de amor, de
misericordia, de perdón y de reconciliación.
Este es el verdadero sentido del perdón de los pecados: volver la mirada a Dios nuevamente, limpiarnos de toda
mancha, tomar fuerzas para continuar nuestra lucha y no desanimarse si se
vuelve a fallar. No podemos dejar que el tiempo pase y nuestras faltas se vayan
“pudriendo”. Apenas tengas conciencia de tu pecado y te arrepientas de
ello, no dudes en acudir a la Iglesia en busca de esta medicina de Dios, de
este sacramento. Ah, ¡y no te olvides de confesar todos tus pecados!
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