Desde la más
profunda humildad somos capaces de grandes cosas, porque vemos que es Dios
quien nos asiste. Las cualidades, el tiempo, todo tipo de bienes nos vienen de
Dios. La soberbia nos hace creer que esos bienes son nuestros sin referirlos a
Dios.
La enseñanza de Jesús en este
domingo XXII de tiempo ordinario se refiere a la humildad, una virtud que brota
del Corazón de Cristo: «Venid a mí los que estáis
cansados y agobiados y yo os aliviaré, cargad con mi yugo y aprended de mí que
soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo
es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). Jesús no vino a este
mundo como le hubiera correspondido por su condición divina, en gloria y poder,
sino que vivió entre nosotros en humildad y despojamiento, como uno de tantos,
en la obediencia de amor al Padre y en la entrega por nosotros hasta la muerte
de Cruz. Por eso, Dios su Padre lo ensalzó sentándolo a su derecha,
constituyéndolo Señor y Rey de amor.
Jesús nos invita a seguirle, a
imitarle, a vivir como vivió él. «Tened en vosotros
los sentimientos de Cristo», nos recuerda san Pablo (Flp 2,5). Y en eso
consiste la vida cristiana, en parecerse a Jesús no sólo por fuera, sino sobre
todo con un corazón como el suyo.
Con un sencillo ejemplo, Jesús
nos enseña hoy a ser humildes: cuando te inviten a un banquete, siéntate en el
último puesto y nadie te lo quitará. Como ha hecho el mismo Jesús. A donde él
ha llegado, no ha llegado nadie, hasta el grado más bajo de humildad y
servicio. Y, ¿por qué hasta ese nivel? –Porque
el pecado lleva consigo el virus de la soberbia, que destruye a la persona.
Cuando el hombre se deja llevar por ese virus, la persona entra en
descomposición. Y por experiencia sabemos que es una tentación permanente en el
corazón humano creerse algo, apoyarse en sí mismo y alejarse de Dios. Por eso
Jesús nos invita descaradamente a buscar el último puesto, a ensayarnos continuamente
en el tercer grado de humildad.
«Humildad es
vivir en verdad», nos enseña Santa Teresa (Moradas 10,7). El demonio, por el contrario, es
el padre de la mentira y nos marea por el camino de la imaginación, haciéndonos
ver difícil el bien y fácil el mal. Dios es la verdad, acercarnos a Dios es
acercarnos a la verdad, y la verdad es que no somos nada, pero Dios se ha
inclinado sobre nosotros y nos ha dignificado haciéndonos hijos suyos. La
humildad no consiste en el apocamiento o la pusilanimidad. Desde la más
profunda humildad somos capaces de grandes cosas, porque vemos que es Dios
quien nos asiste. Las cualidades, el tiempo, todo tipo de bienes nos vienen de
Dios. La soberbia nos hace creer que esos bienes son nuestros sin referirlos a
Dios. La humildad nos pone en la verdad de que es Dios el autor de todo bien en
nuestra vida y todos los éxitos los referimos a Dios. «Todo
el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido»
(Lc 14,11).
De un corazón humilde brota
ser generoso. Lo que ha recibido lo comparte, y lo comparte sin buscar
recompensa. Jesús nos enseña a invitar a los que «no
podrán pagarte», porque si eres generoso con quien puede corresponder,
eso lo hace cualquiera. Mientras que si eres generoso con quien no podrá corresponder,
es porque tu corazón está saciado de los dones de Dios y por eso eres capaz de
compartir sin esperar recompensa. Humildad y generosidad van juntas, brotan de
un corazón como el de Cristo.
«Hijo mío, en
tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso» (Sir 3,17), nos dice la
primera lectura de este domingo. Buscar la humildad, buscar el último puesto,
ser generoso sin esperar recompensa de los demás es parecerse a Jesús, manso y
humilde de corazón. El mundo no se arreglará por el camino de la prepotencia, a
ver quién es más. El mundo se arreglará por el camino de la humildad y de la
generosidad, es lo que nos enseña Jesús.
Recibid mi
afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
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