1. Al caer la tarde, en el oficio
solemne y sereno de Vísperas, la Iglesia entona el cántico evangélico del
Magnificat, como hizo por la mañana, en las Laudes, con el cántico evangélico
del Benedictus.
Como en Laudes, en el
oficio litúrgico de Vísperas tampoco se
proclama nunca la lectura de un evangelio, sino que el único texto evangélico
es este canto tras la lectura breve (en Vísperas, esta lectura breve
siempre es del NT porque sigue a un cántico del NT, nunca será del Antiguo
Testamento). Todos en pie cantan el Magnificat, se santiguan a las primeras
palabras (“Proclama mi alma la grandeza del Señor”)
y en celebraciones particularmente solemnes, durante el Magnificat se puede
incensar con honor el altar, al sacerdote y a los fieles.
Se llega así, con este cántico evangélico, al momento culminante de las
Vísperas.
2. Éste es el canto de alabanza
que entonó la Virgen María delante de su prima Isabel, en la visitación. Es la
exultación de la Santísima Virgen a la acción salvadora de Dios, que cumple las
promesas hechas a Israel: ¡Dios es fiel!
Es éste un canto en el
que la Virgen entrelaza distintos versículos de la Escritura y tiene un
precedente que le inspira, el cántico de Ana, la madre de Samuel (1S 2): “Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta
por Dios… Se rompen los arcos de los valientes y a los cobardes los ciñe de
valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan…”
La Virgen María irrumpe en la
alabanza divina; la Iglesia, en las Vísperas, no le canta a María, sino que
canta con ella al Señor, canta con la Virgen y con las mismas disposiciones
espirituales del corazón de santa María.
“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se
alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humildad de su
esclava”.
Reconoce su
pequeñez; no es una gran reina, o una gran señora de la corte. La madre del
Salvador, purísima, santísima, inmaculada, es una joven anónima de una aldea
insignificante. Pero la mirada de Dios, que no se fija en las apariencias sino
en el corazón, la ha elegido y predestinado. Ella reconoce esta elección
gratuita de Dios y su alma canta la grandeza de Dios con profunda alegría
espiritual.
“Desde ahora me
felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes
por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación
en generación”.
Sabe la
Virgen María que, por su maternidad, Dios lo va a cambiar todo; es un nuevo
inicio, es la plenitud. No sólo afectará a sus contemporáneos, sino a todos los
hombres, de todos los tiempos. Por ello, todas las generaciones la felicitarán,
y será grande la piedad y la veneración a la Santa Madre de Dios en la Iglesia.
Dios ha obrado
por medio de la Virgen, por ella nos vienen los dones de la salvación, por ella
nos viene el Autor mismo de la salvación.
¡Dios
es bendito, su nombre es santo! Es el Dios fiel que se reveló: “Yo soy el que soy” (Ex 3). ¡Qué admirable es su nombre en toda la tierra! Su
misericordia, que es eterna, llega siempre, una generación tras otra. Es
compasivo y misericordioso.
“Él hace proezas
con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón…”
La potente intervención
de Dios destruye el caos que el pecado ha introducido en el mundo. Todo lo
cambia. Lo que ante el mundo es fuerte, potente, magnífico, queda anulado y
triunfa la humildad, la sencillez y el corazón dócil. Comienza la Gracia.
“Auxilia a
Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a
nuestros padres, en favor de Abrahán y su descendencia por siempre”.
El Antiguo
Testamento era la promesa y la espera; ahora, pregona la Virgen María, entramos
en el cumplimiento y la realidad de las promesas. La salvación que Dios
prometió a Abrahán y a su descendencia por siempre se introduce en nuestra
historia humana, y tiene un nombre: Jesucristo
Salvador, el Unigénito de Dios.
3. Puede ayudarnos a captar la
grandeza de este cántico evangélico la Tradición de los Padres.
Escribe S. Ambrosio:
“Que resida,
pues, en todos el alma de María, y que esta alma proclame la grandeza del
Señor; que resida en todos el espíritu de María, y que este espíritu se alegre
en Dios; porque, si bien según la carne hay sólo una madre de Cristo, según la
fe Cristo es fruto de todos nosotros, pues todo aquel que se conserva puro y
vive alejado de los vicios, guardando íntegra la castidad, puede concebir en sí
la Palabra de Dios.
El
que alcanza, pues, esta perfección proclama, como María, la grandeza del Señor
y siente que su espíritu, también como el de María, se alegra en Dios, su
salvador; así se afirma también en otro lugar: Proclamad conmigo la grandeza
del Señor.
El
Señor es engrandecido ciertamente, pero no en el sentido de que reciba por
medio de nuestras palabras algo que a él le faltaba, sino porque con estas
palabras él queda engrandecido en nosotros. En efecto, porque Cristo es la
imagen de Dios, cuando alguien actúa con piedad y con justicia engrandece la
imagen de Dios -pues todo hombre ha sido creado a su imagen y semejanza- y, al
engrandecer esta imagen, también él queda engrandecido por una mayor
participación de la grandeza divina” (Exp. In Luc., 2,26-27).
Por su parte, Beda el
Venerable comenta el Magnificat casi versículo a versículo:
“María
dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi
salvador.»
«El Señor -dice-
me ha engrandecido con un don tan magnífico e inaudito que no se puede explicar
con palabras humanas, y el mismo corazón con todo su amor apenas puede llegar a
comprenderlo. Por lo tanto, me entrego con todas mis fuerzas a la alabanza y a
la acción de gracias, contemplando la grandeza de aquel que es eterno, y
gustosamente le consagro mi vida, sentimientos y pensamientos, porque mi
espíritu se alegra en la divinidad eterna de Jesús, es decir, del Salvador, que
se ha revestido de mi carne y reposa en mi seno.»
Porque
el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo.
Estas palabras se
relacionan con el comienzo del cántico, donde se dice: Proclama mi alma la
grandeza del Señor. Sin duda que sólo aquel en quien el Poderoso hace obras
grandes sabrá proclamar dignamente la grandeza del Señor y podrá exhortar a los
que, como él, se sienten enriquecidos por Dios, diciendo: Proclamad conmigo la
grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre.
Pues el que no proclama
la grandeza del Señor, sabiendo que es infinita, y no bendice su nombre será el
último en el reino de los cielos. Se dice que su nombre es santo porque, por su
inmenso poder, trasciende toda creatura y está infinitamente por encima de
todas las cosas creadas.
Auxilia
a Israel su siervo, acordándose de su misericordia.
Con toda propiedad el
cántico llama siervo o niño del Señor a Israel, pues, para salvarlo, Dios lo
acogió como se acoge a un niño obediente y humilde, según aquello que dice
Oseas: Cuando Israel era un niño yo lo amé.
Porque quien no quiere
humillarse no puede tampoco ser salvado ni decir con el profeta: Dios es mi
auxilio, el Señor sostiene mi vida, pues, el que se haga pequeño tal como este
niño será el más grande en el reino de los cielos.
Como
lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por
siempre.
Al hablar
aquí de la descendencia de Abraham no se refiere a la descendencia según la
carne, sino según el espíritu, es decir, no sólo habla de aquellos que han sido
engendrados según la carne, sino también de todos aquellos que han seguido los
pasos de Abraham por medio de la circuncisión de la fe. Porque Abraham creyó
cuando estaba en la circuncisión y, ya entonces, su fe le fue tenida en cuenta
para la justificación.
Por lo tanto la
venida del Salvador fue prometida a Abraham y a su descendencia por siempre, es
decir, a los hijos de la promesa, de quienes se dice: Si
sois de Cristo sois por lo mismo descendencia de Abraham, herederos según la
promesa.
Con
razón la madre del Señor y la madre de Juan se adelantaron con sus respectivas
profecías al nacimiento de sus hijos; con ello, de la misma forma que el pecado
comenzó por la mujer, también por la mujer se inicia la salvación, y la vida,
que fue perdida por el engaño que sedujo a una sola mujer, es ahora devuelta al
mundo por la profecía de dos mujeres que compiten en su empeño por anunciar la
salvación” (Com. Ev. Luc., Libro 1, 46-55).
Sigamos con Beda
el Venerable. Predica una homilía glosando el Magnificat y termina dando una
razón del porqué la Iglesia lo entona en el oficio de Vísperas, al caer la
tarde, cuando la jornada declina y miramos al Sol que no conoce el ocaso:
“Proclama
mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador. Con
estas palabras, María reconoce en primer lugar los dones singulares que le han
sido concedidos, pero alude también a los beneficios comunes con que Dios no
deja nunca de favorecer al género humano.
Proclama
la grandeza del Señor el alma de aquel que consagra todos sus afectos
interiores a la alabanza y al servicio de Dios y, con la observancia de los
preceptos divinos, demuestra que nunca echa en olvido las proezas de la
majestad de Dios.
Se alegra
en Dios su salvador el espíritu de aquel cuyo deleite consiste únicamente en el
recuerdo de su creador, de quien espera la salvación eterna.
Estas
palabras, aunque son aplicables a todos los santos, hallan su lugar más
adecuado en los labios de la Madre de Dios, ya que ella, por un privilegio
único, ardía en amor espiritual hacia aquel que llevaba corporalmente en su
seno.
Ella con
razón pudo alegrarse, más que cualquier otro santo, en Jesús, su salvador, ya
que sabía que aquel mismo al que reconocía como eterno autor de la salvación
había de nacer de su carne, engendrado en el tiempo, y había de ser, en una misma
y úrica persona, su verdadero hijo y Señor.
Porque el
Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo. No se atribuye nada
a sus méritos, sino que toda su grandeza la refiere a la libre donación de
aquel que es por esencia poderoso y grande, y que tiene por norma levantar a
sus fieles de su pequeñez y debilidad para hacerlos grandes y fuertes.
Muy
acertadamente añade: Su nombre es santo, para que los que entonces la oían y
todos aquellos a los que habían de llegar sus palabras comprendieran que la fe
y el recurso a este nombre había de procurarles, también a ellos, una
participación en la santidad eterna y en la verdadera salvación, conforme al
oráculo profético que afirma: Todo el que invoque el nombre del Señor se
salvará, ya que este nombre se identifica con aquel del que antes ha dicho: Se
alegra mi espíritu en Dios mi salvador.
Por esto
se introdujo en la Iglesia la hermosa y saludable costumbre de cantar
diariamente este cántico de María en la salmodia de la alabanza vespertina, ya
que así el recuerdo frecuente de la encarnación del Señor enardece la devoción
de los fieles y la meditación repetida de los ejemplos de la Madre de Dios los
corrobora en la solidez de la virtud. Y ello precisamente en la hora de
Vísperas, para que nuestra mente, fatigada y tensa por el trabajo y las
múltiples preocupaciones del día, al llegar el tiempo del reposo, vuelva a
encontrar el recogimiento y la paz del espíritu” (Hom., Lib. 1,4).
Javier
Sánchez Martínez
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