De hecho causa más hambre
El Papa presidió
ayer el rezo del Ángelus ante la multitud congregada en la Plaza de San Pedro,
en el Vaticano. El Pontífice exhortó a no permitir que la codicia se enseñoree
de nuestras vidas.
(InfoCatólica) Palabras del Papa durante el
Ángelus del domingo 5 de agosto del 2019:
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Lc
12, 13-21) se abre con la escena de una persona que se levanta en medio de la
muchedumbre y le pide a Jesús que resuelva una cuestión legal sobre la herencia
familiar. Pero en su respuesta él no aborda la pregunta, y nos insta a
mantenernos alejados de la codicia, es decir, de la codicia de poseer. Para
distraer a sus oyentes de esta búsqueda frenética de riquezas, Jesús cuenta la
parábola del rico necio, que piensa que es feliz porque ha tenido la suerte de
una cosecha excepcional y se siente seguro con los bienes que ha acumulado.
Será agradable para ti leerlo hoy; está en el capítulo doce de San Lucas,
versículo 13. Es una hermosa parábola que nos enseña mucho. La historia cobra
vida cuando el contraste entre lo que el hombre rico planea para sí mismo y lo
que Dios está planeando para él.
El rico pone ante su alma, es
decir, ante sí mismo, tres consideraciones: los muchos bienes amontonado, los
muchos años que estos bienes parecen asegurarle y en tercer lugar, la
tranquilidad y el bienestar desenfrenados (ver v.19). Pero la palabra que Dios
le dirige anula estos proyectos suyos. En lugar de los «muchos años», Dios indica la inmediatez de «esta noche; esta noche morirás»; en lugar de «el disfrute
del la vida» le presenta el «dar vida; darás vida a
Dios», con el consiguiente juicio. En cuanto a la realidad se
refiere de los muchos bienes acumulados en los que los ricos tenía que basar
todo, está cubierta por el sarcasmo de la pregunta: «¿Y
lo que has acumulado, de quién será?» (v.20). Pensemos en las luchas por
herencias; muchas luchas familiares. Y tanta gente, todos conocemos alguna
historia, que en la hora de la muerte comienzan a venir: los sobrinos, nietos,
vienen a ver: «¿Qué es lo que me toca a mí, qué es
lo que me toca a mí?. Es en esta oposición que el apodo de «necio» está
justificado. Es un necio porque en la
práctica ha negado a Dios, no ha llegado a un acuerdo con Él.
La conclusión de la parábola,
formulada por el evangelista, es de singular eficacia: «Así
es para los que acumula tesoros para sí mismo y no se enriquece con Dios» (v.
21). Es una advertencia que revela el horizonte hacia el que todos estamos
llamados a mirar. Los bienes materiales son necesarios – ¡son bienes! -…pero
son un medio para vivir honestamente y compartir con los más necesitados. Jesús hoy nos invita a considerar que las
riquezas pueden encadenar el corazón y distraerlo del verdadero tesoro que está
en los cielos. San Pablo nos lo recuerda también en la segunda lectura
de hoy. Él dice: «Busca las cosas de allá arriba. …volved vuestros pensamientos
a las cosas de allá arriba, no a las de la tierra» (Col 3, 1-2).
Esto – uno entiende – no
significa estar alejado de la realidad, sino buscar las cosas que tienen una
verdadero valor: la justicia, la solidaridad, la
hospitalidad, la fraternidad, la paz, todo lo que constituye la verdadera
dignidad del hombre. Se trata de luchar por una vida que no se realiza
en el estilo mundano, sino según el estilo evangélico: amar
a Dios con todo nuestro ser, y amar al prójimo como Jesús amó, es decir, en el
servicio y en el don de sí mismo. La avaricia por los bienes, el deseo de tener bienes, no sacia el
corazón, ¡de hecho causa más hambre! La codicia es como esos buenos caramelos: tu
tomas uno y dices: «¡Ah, qué bueno!», y
luego tomas otro; y después otro. Así
es la codicia: no sacia nunca. ¡Ten cuidado! El amor así comprendido y vivido es la fuente de
la verdadera felicidad, mientras que la búsqueda desmesurada de los bienes materiales
y las riquezas es a menudo una fuente de inquietud, adversidad, de
prevaricación, de guerra. Tantas guerras comienzan con la codicia.
Que la Virgen María nos ayude
a no dejarnos fascinar por las seguridades que pasan, sino a ser cada día
testigos creíbles de los valores eternos del Evangelio.
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