Así, pues, dejemos
de (solo) hablar de política para pasar a hacer política: cada uno desde su
campo de acción: en el trabajo, en el vecindario, en las asociaciones, en el
poder…
Aquí en InfoCatólica y en otros medios católicos muchas
veces se «cuelan» artículos de opinión y noticias de asuntos eminentemente
políticos. ¿Por qué? ¿No deberíamos los católicos
dedicarnos exclusivamente a cuestiones del alma, a procurar la virtud y a informar
de las obras de misericordia que se realizan en las periferias africanas y
amazónicas? ¿Es que anhelamos un tiempo en que la Iglesia tenía poder sobre los
gobernantes, y no podemos evitar inmiscuirnos donde ya no nos corresponde
aparecer?
El asunto es que, incluso el
cristiano menos interesado en temas de relación Iglesia-Estado o los derechos
de Dios, la naturaleza humana, comunidades intermedias, libertad religiosa y un
sinfín de cuestiones elementales en la concepción católica de la política; incluso
él, si ha escuchado alguna vez eso de «henchid la
tierra y sometedla», entenderá que el trabajo por la virtud de su alma
no puede no ser social. Estamos llamados, todos, más o menos interesados en
política, a colaborar con Dios en la construcción de un mundo santo, esto es:
en procurar no solo nuestra virtud personal sino amar al prójimo y procurar en
él lo mismo que para nosotros: el bien, el sumo
Bien, que es Dios.
De este modo, es un deber
cristiano ocuparse del medio más elevado y amplio para la promoción de la
virtud de los que le rodean. Y esto no es otra cosa que la política, que por
ello mismo el Papa Pío XI llamaba «el campo de la
más alta caridad, del que se puede decir que ningún otro le es superior, salvo
el de la religión.» No es que los católicos de vez en cuando nos pasemos
a hablar de política. ¡Es que tenemos el imperativo
de trabajar en ella por amor al prójimo!
De nuevo, ¿por qué? Porque la política, por medio de la ley,
sí o sí, mueve al ciudadano a la virtud o al vicio. De nuevo citemos a Juan
Fernando Segovia en un texto ya hemos comentado aquí y aquí, por su magnífica exposición del
asunto:
«El gobernante
ha de procurar la justicia por medio de las leyes y preceptos, las penas y los
premios, que deben perseguir el propósito de apartar de la maldad a los
ciudadanos y moverlos a la virtud. Dicho en otros términos: las leyes humanas
han de promover la justicia y, por el ejemplo de esta, mover prudentemente a
los hombres a la vida virtuosa. La justicia política es causa ejemplar de la
vida virtuosa, pues procura y premia la vida buena y castiga y corrige el vicio
y la maldad.»
El propósito de las leyes es,
pues, la justicia, y esta procura la virtud de los ciudadanos porque las leyes,
siendo justas, son ejemplo para el ciudadano, que se acerca a la virtud por
impulso de la ley justa. Por poner un ejemplo, aunque sea muy básico y banal,
si un ciudadano tiene la mala costumbre de dejar caer su basura en la acera de
la calle, una ley que prohíba y sancione esto podrá mover al ciudadano a,
llegado un día, echar la basura a la papelera, incluso si no piensa en esa ley.
Y en un contexto desgraciadamente real y actual, si no se condena la usura, por
ejemplo, se educa al ciudadano en que mentir es lícito si con eso sacas
provecho para tu bolsillo. O si se castiga con mayor severidad un accidente de
tránsito que un aborto, esto es, un asesinato culposo involuntario de otro
voluntario, ¿a qué virtud se puede estar
estimulando al ciudadano? Ya no prefiero hablar de si no se castiga sino
que hasta se premia con subsidios… Ahí son la injusticia y el vicio los que
resultan causa ejemplar.
Por otro lado, es cierto que
la política no es el único campo de acción para la moción del prójimo hacia la
virtud, y que el papel educador de la familia es el más incisivo y profundo.
Pero no por ello debemos descartar la política y, más bien, debemos dedicarnos
a ella pues es el de mayor campo de acción, desde el que se puede lograr mayor
bien o mayor mal. No hay que poner ejemplos ficticios para ver cómo una
política nefasta, como el comunismo, pudo deconstruir las familias y formatear
el pensamiento de toda una sociedad antes cristiana.
Finalmente, valga aclarar que
la ley como letra muerta no mueve a nadie a nada. El mejor sistema político
será ineficaz si, quien concreta esa ley, es decir, el gobernante, no es
ejemplo vivo de la virtud que la ley positiva promueve. Si los legisladores,
los gobernantes y las fuerzas del orden que deberían velar por el cumplimiento
de la ley dicen justicia y practican injusticia, proclaman santidad y se
regodean en el pecado… en definitiva, si realizan a vista y paciencia de todos
lo opuesto a lo que legislan y deberían guardar, ¿qué
fuerza ejemplar puede tener esa ley? Es, literalmente, como ver a un
policía decirles a unos niños traviesos que no boten basura al piso mientras se
termina un sandwich, se limpia con la servilleta, la hace una bola y la tira
por encima de su hombro sin sentir la menor vergüenza, y esperar que los niños
vayan a cambiar su actuar.
Por eso no solo le es lícito a
un católico hablar de política, sino que le es necesario interesarse por
promover desde el campo de mayor acción la virtud de su prójimo: sea desde conocer a quién votar y a quién no, hasta
considerar el sacrificio de procurar el poder para gobernar de acuerdo a Dios y
a su ley, moviendo ejemplarmente a sus prójimos a la virtud, a la verdad y a la
santidad. Y no solo le es lícito a un católico procurar santificar las
legislaciones y las potestades de una sociedad, sino que le es necesario y un
deber ser la causa intermedia que mantenga viva la ley, a imagen de Dios, que
no crea el mundo y lo deja ser como un relojero sino que lo mantiene siendo en
permanente cuidado y atención, gracias a su eterna Providencia.
Así, pues, dejemos de (solo)
hablar de política para pasar a hacer política: cada uno desde su campo de
acción: en el trabajo, en el vecindario, en las asociaciones, en el poder…
Donde hayamos perdido batallas, peleemos por reconquistar ese terreno para
Dios, y donde ganemos o donde estemos siendo atacados pero no nos hayan vencido
aun, seamos, por la Gracia divina, los mejores soldados para fortificar y
acrecentar las murallas de la ciudad católica, y para mantener viva la fuerza
ejemplar de esa ley. No hay reino santo sin un rey santo: sirvan para demostrarlo San Fernando, conquistador de
Sevilla, e Isabel la Católica, evangelizadora de América; y sean ellos modelo
de nuestro amar a Dios por encima de todas las cosas.
¡Viva Cristo Rey!
Javier Gutiérrez Fernández-Cuervo
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