1. La celebración
litúrgica de las Laudes hace memoria, por la mañana, de la santa resurrección
del Señor y se dirige y ordena a santificar la mañana (cf. IGLH 38).
Nunca en la Liturgia de las Horas, según la costumbre romana, se lee el
Evangelio –excepto en el oficio de Vigilias-: “conforme a la tradición, se han excluido los Evangelios”
(IGLH 158), sino que el Evangelio se reserva para la Misa del día,
proclamándose en forma de lecturas breves o largas el resto de los libros de la
Escritura.
Centro solemne de las
Laudes es el cántico evangélico del Benedictus, ya que a los cánticos
evangélicos en la Liturgia de las Horas “se les ha
de conceder la misma solemnidad y dignidad con que se acostumbra a oír la
proclamación del Evangelio” (IGLH 138). Todos se ponen en pie, se
santiguan al decir las primeras palabras y se puede incensar con honor el
altar. Por su naturaleza, el cántico evangélico requiere ser cantado.
2. El “Benedictus” es el canto de alabanza que entonó Zacarías al nacer su
hijo, Juan el Bautista. Canta la salvación de Dios que llega, describe la
misión del Precursor y alaba al Salvador como Sol naciente.
Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha
visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la
casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus
santos profetas.
Desde el protoevangelio
en el Génesis, pasando por la historia de Israel y los profetas, Dios ha
prometido la salvación que nacería de la casa de David, un verdadero rey y
Señor. Ahora, con Jesucristo, las promesas y profecías se han cumplido. Dios es
Fiel y Dios realiza en su Hijo todas las promesas. Cantar el Benedictus cada
mañana es renovar la esperanza en Dios, que no defrauda, y cantar eternamente
las misericordias del Señor.
Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y
de la mano de todos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con
nuestros padres, recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro
padre Abrahán.
Jesucristo es el
Sí, el Amén de Dios. Por Jesucristo experimentamos la misericordia eterna de
Dios, la que tuvo con nuestros padres de Israel y la que sigue otorgándonos a
nosotros. “Se llamará Jesús porque salvará a su pueblo de los pecados” (Mt 1,
21). Él es nuestra salvación y nos librará de nuestros enemigos: el demonio, el pecado y la muerte por el triunfo de su
misterio pascual.
Para concedernos que, libres de temor, arrancados
de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su
presencia, todos nuestros días.
Cristo ha hecho de
nosotros un pueblo nuevo y santo, la Iglesia. Nos
ha consagrado a Dios, regenerándonos por el bautismo y sellándonos con el
Espíritu Santo; nos ha agregado a la Iglesia, su Cuerpo, para vivir como
consagrados a Dios en medio del mundo, con plena pertenencia sólo a Él. Cada
mañana, con el Benedictus, recordamos y agradecemos esta consagración y
renovamos el deseo de vivir esta nueva jornada “con
santidad y justicia”, vivir el día santamente, delante de Él, con
presencia íntima de Dios, avanzar en santidad y practicar las obras buenas a
las que Él nos ha destinado. Así recordamos lo que somos y cuál es la misión
ordinaria en la vida cotidiana: servir al Señor,
vivir con Él y ante Él, estar en su presencia y darle gloria constantemente en
todo aquello que hagamos.
Y a ti, niño, te llamarán profeta del
Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su
pueblo la salvación, el perdón de sus pecados.
El cántico enumera las
dimensiones de la misión que al Bautista se la ha asignado: va a ser profeta, y
más que profeta. Su palabra será fuego y espada porque se le ha encomendado ir
delante del Señor, ser su precursor, abriéndole caminos y preparándole un
pueblo bien dispuesto. Anunciará la salvación que está porvenir y el perdón de
los pecados que traerá Jesucristo Redentor.
Al cantar esta misión del Precursor, cada mañana, nos insertamos también
nosotros en la historia de la salvación, recordando
cómo, por el bautismo, participamos también del profetismo y nuestra
jornada es también una jornada apostólica y profética: ¡abrir caminos al
Redentor! Cada
día es, para la Iglesia, un día de salvación, una nueva página de la historia
de la salvación, en la que colaboraremos, por gracia, anunciando a Cristo.
En la mañana, al cantar
en Laudes el Benedictus, renovamos el deseo de colaborar y cooperar, de abrir
caminos a Cristo en nuestro mundo. Toda jornada se ofrece a Cristo para ser un don para los demás.
Javier Sánchez
Martínez
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