miércoles, 31 de julio de 2019

LOS VÁNDALOS SAQUEAN ROMA… DE NUEVO


El cardenal Angelo Scola, arzobispo emérito de Milán y ex rector de la Pontificia Universidad Lateranense, describió lo que está sucediendo en Roma en estos días como «torpedear» el Instituto Juan Pablo II a través de una «purga» académica.
Un ejercicio de puro vandalismo intelectual se ha desarrollado en Roma desde el pasado 23 de julio: lo que originalmente se conocía como el Pontificio Instituto Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia ha sido despojado de manera perentoria y sistemática de su profesorado más distinguido, y sus cursos centrales de teología moral fundamental han sido eliminados. Al mismo tiempo, académicos conocidos por oponerse a las enseñanzas de Humanae Vitae sobre los medios apropiados para regular la fertilidad y a las enseñanzas de Veritatis Splendor sobre los actos intrínsecamente malos están siendo nombrados para enseñar en el reconfigurado Instituto, alojado en la Universidad Pontificia de Letrán, la institución de educación superior del propio Papa. Mil seiscientos nueve años después del primer saqueo de Roma por parte de los vándalos, la historia se repite, aunque esta vez el jefe de los vándalos lleva un solideo de arzobispo.
Aquí tenemos una historia que vale la pena repasar para que la destrucción que se ha producido quede más clara.
A pesar de la fijación de los medios en el cliché «progresista/conservador» para analizar el Concilio Vaticano II y los debates que lo siguieron, la verdadera división con consecuencias tras el Concilio (que, como atestiguan varios diarios de teólogos conciliares, empezó a mostrarse durante el tercer y cuarto períodos del Concilio) ha sido entre dos grupos de teólogos reformistas previamente aliados, uno de los cuales parecía decidido a abrazar en su totalidad la modernidad intelectual y sus diversos escepticismos, mientras que el otro trataba de depurar la auténtica reforma católica fundamentando el desarrollo teológico en la tradición viva de la Iglesia. Esta «Guerra de Sucesión Conciliar» no fue una simple pelea entre intelectuales, sino que tuvo consecuencias reales en la vida de la Iglesia católica.
Provocó el nacimiento de la revista de teología internacional Communio como contrapunto a la revista ultra progresista Concilium. Provocó la aparición de Ignatius Press y la gran renovación de la teología anglófona influenciada por Henri de Lubac y Hans Urs von Balthasar. Provocó batallas por el control de las plazas de profesores en los departamentos de teología de todo el mundo. Y después de una década y media de disputa, llevó a la elección de Karol Wojtyla, quien como Juan Pablo II nombraría a Joseph Ratzinger como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
La resistencia al magisterio de Juan Pablo II (un magisterio que fue influenciado, por supuesto, por el entonces cardenal Ratzinger) estuvo profundamente arraigada y fue especialmente agria entre los autodenominados progresistas que habían imaginado que habían ganado la Guerra de Sucesión Conciliar y sin embargo, de repente, se encontraron, después del segundo cónclave de 1978, inmersos en el gran juego de la política eclesiástica, a pesar de que continuaron manteniendo un control férreo en la mayoría de los nombramientos en las facultades de teología y en muchas publicaciones teológicas. La respuesta de Juan Pablo II a esta obstinación recalcitrante y este orgullo intelectual no fue atacarlos de frente, purgando al profesorado progresista de las universidades romanas. Más bien su estrategia fue promover instituciones nuevas y con mayor dinamismo, como la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (actualmente, posiblemente, la más interesante intelectualmente de las escuelas romanas), y crear nuevos institutos de educación superior en las universidades ya existentes.
En ambos casos el objetivo era fomentar una genuina renovación de la teología católica según la mentalidad del Vaticano II, y no según las mentalidades de Immanuel Kant, G.W.F. Hegel, Ludwig Feuerbach y Karl Marx. Al contrario de Gresham, Juan Pablo II confiaba en que la buena moneda, la buena teología, expulsaría finalmente a la mala moneda, ya que esta última estaba hundiendo numerosas vidas humanas y llevando a las personas a la confusión y la miseria.
El Instituto Juan Pablo II para el Matrimonio y la Familia fue la pieza clave en este esfuerzo por crear alternativas dinámicas a las enseñanzas del catolicismo light, que se habían vuelto cada vez más rocambolescas cuando Juan Pablo II llegó a la cátedra de Pedro (en los Estados Unidos, por ejemplo, la prestigiosa Sociedad Católica Teológica de América encargó un estudio sobre la sexualidad humana a mediados de la década de 1970 que no condenaba la bestialidad como intrínsecamente mala). Durante sus primeras décadas de trabajo, el Instituto Juan Pablo II hizo exactamente lo que su fundador quería que hiciera: ayudó a fomentar un renacimiento en la teología moral católica, recuperando y desarrollando la tradición de la ética de las virtudes, explorando con cuidado y compasión los a menudo enmarañados problemas relacionados con vivir un amor casto en las distintas vocaciones, y creando un conjunto de teólogos morales en todo el mundo que querían que su trabajo intelectual ayudara a convertir el mundo de la modernidad tardía y la posmodernidad, en lugar de complacer a una modernidad tardía y una posmodernidad que se hundían en la decadencia y la incoherencia.
Así, el Instituto Juan Pablo II en Roma, como centro de varios institutos afiliados en todo el mundo, fue un instrumento clave para profundizar la recepción en toda la Iglesia de la encíclica de Juan Pablo de 1993 sobre la reforma de la vida moral, Veritatis Splendor. Y esta fue la ofensa que aquellos que, para su sorpresa y enojo, estaban perdiendo la Guerra de Sucesión Conciliar, no estaban dispuestos a tolerar. Porque para que su proyecto tuviera algún futuro, Veritatis Splendor y su enseñanza sobre la realidad de los actos intrínsecamente malos tenía que desaparecer.
Así que estos hombres obstinados y, lo vemos ahora, despiadados esperaron que llegara su momento. En los últimos años han continuado perdiendo todos los debates serios sobre la naturaleza de la vida moral, la moralidad de la vida conyugal, la disciplina sacramental y la ética del amor humano, y los más inteligentes entre ellos lo saben, o al menos temen que sea así. Así que, en una extraña repetición de la purga antimodernista de las facultades teológicas que siguió a la encíclica Pascendi de 1907 de Pío X, han decidido abandonar las discusiones teológicas y recurrir a la violencia y la fuerza bruta para ganar lo que no han logrado ganar por el debate y la persuasión académicos.
Este impropio ajuste de cuentas es la razón por la cual el profesorado de mayor rango del Instituto Juan Pablo II fue despedido abruptamente la semana pasada, y es por eso por lo que no hay ninguna garantía en absoluto de que en el futuro inmediato el Instituto que lleva su nombre tenga alguna semejanza con lo que Juan Pablo II pretendía. El cardenal Angelo Scola, arzobispo emérito de Milán y ex rector de la Pontificia Universidad Lateranense, describió lo que está sucediendo en Roma en estos días como «torpedear» el Instituto Juan Pablo II a través de una «purga» académica. 150 estudiantes del Instituto firmaron una carta diciendo que los cambios en curso destruirán la identidad y la misión del instituto; en las actuales circunstancias romanas, tienen tantas posibilidades de ser escuchados como el mariscal Mikhail Tukhachevsky las tuvo en los juicios de las purgas de Moscú en 1937-38.
Que estos actos estalinistas de bandidaje intelectual contra el patrimonio teológico y pastoral del Papa San Juan Pablo II estén siendo llevados a cabo por el arzobispo Vincenzo Paglia, quien llamó la atención internacional en 2017 por haber encargado un fresco homoerótico para el ábside de la catedral de Terni-Narni-Amelia, es irónico en extremo. Paglia era simplemente un clérigo ambicioso más cuando su trabajo como asesor eclesiástico de la Comunidad de San Egidio llamó la atención de Juan Pablo II. Siguieron años de adulación, durante los cuales Paglia se jactaba de cómo había cambiado al Papa sobre el tema del asesinado arzobispo de El Salvador, Oscar Romero, al decirle que «Romero no era el obispo de la izquierda, era el obispo de la Iglesia». El nombramiento de Paglia como Gran Canciller del Instituto Juan Pablo II, un puesto para el que no estaba ni está aparentemente cualificado, fue desconcertante cuando sucedió, hace dos años. Pero ahora todo se ve más claro: está actuando precisamente como aquellos que manipularon los Sínodos de 2014, 2015 y 2018, es decir, otra camarilla de clérigos ambiciosos (y, francamente, no tan brillantes) que continuamente pierden las discusiones y luego tratan de revertirlo con brutalidad y amenazas.
¿Hay un solideo rojo en el futuro del arzobispo Paglia? Si es así, será como una recompensa por haberse cargado a profesores con impecables credenciales académicas y probidad personal, profundamente queridos por sus alumnos. Uno se pregunta si el «Gran Canciller Convertido en Lord Ejecutor» del Instituto Juan Pablo II ha leído alguna vez «Un hombre para la eternidad» y la respuesta devastadora de Tomás Moro a la traición del burócrata Richard Rich: ¿Por qué Richard? Al hombre no le sirve de nada dar su alma por todo el mundo... ¿pero por Gales?»
Así es la atmósfera romana en estos momentos: sulfurosa, febril y extremadamente desagradable, aliñada con un tufillo a pánico. Esta no es la forma en que se comportan las personas que consideran que su control es sólido y que creen que seguirá siendo así. ¿Temen por el futuro aquellos a quienes les gusta imaginar que han ganado la última escaramuza de la Guerra de Sucesión Conciliar? Deberían. Porque, como bien sabía Juan Pablo II, la verdad siempre triunfará, sin importar el tiempo que tarde, porque el error no tiene vida y anquilosa.
Geoge Weigel
Publicado originalmente en Catholic World Report

No hay comentarios:

Publicar un comentario