La reparación surge
como el movimiento natural de la consagración al Sagrado Corazón; y además
constituye el principio vital que la anima y la consuma. Si la consagración es
como el abrazo a Cristo, la reparación es el corazón con el que se abraza.
PorAlgo en común llevan todos
–o la gran mayoría– de los escritos de los papas del s. xx: la llamada
insistente y ardorosa de volver a Cristo. Entre todos sobresale especialmente
la Miserentissimus Redemptor de Pío XI. En medio de las dos guerras mundiales,
cuando el hombre soñaba con instaurar la paz por medio de su diplomacia o la
fuerza militar, el Papa señala un camino del todo distinto: el amor reparador a
Cristo, tal cual lo pidió Él mismo en Paray-le-Monial. Hoy queremos recordar
esta famosa encíclica para renovar en nuestros corazones la llamada de los
pontífices y profundizar en el concepto de reparación, especialmente en su
relación con la consagración al Sagrado Corazón.
Primero definiremos la
consagración, luego la reparación para terminar relacionando ambas según la
doctrina de la Miserentissimus Redemptor.
CONSAGRACIÓN
Cuentan que un famoso médico
logró llegar hasta el Padre Pío para mostrarle su tesis doctoral de
investigación científica. «Este es el mayor fruto
de mi vida, la obra a la que he consagrado todos mis esfuerzos». El
Padre Pío le miró y le reprochó, gritándole lleno de furia: «¡esa es la obra de tu vida! ¡esa es la obra de tu vida!»
Y así lo despidió.
Ese día aquel hombre descubrió
que el cristiano (y todo hombre) ha sido llamado a consagrarse a una obra mucho
más grande que un trabajo científico. El contraste de esta anécdota es la
consagración al Sagrado Corazón; la dedicación más preciosa y fructuosa que
puede hacer el hombre.
LA CONSAGRACIÓN AL SAGRADO CORAZÓN ES AQUEL ACTO EN
EL QUE LA PERSONA SE OFRECE DE MANERA FIRME Y ESTABLE POR AMOR AL MISMO AMOR DE
JESÚS Y A SU OBRA SALVADORA.
No se equivocaba quien la
comparaba al canapé en la bandeja dispuesto a ser alimento del comensal. La
vida queda dedicada y orientada establemente al amor de Cristo, del cual el
Sagrado Corazón es símbolo excelente. No queda sacralizada como la vida
consagrada pero sí dirigida en todos sus actos al Señor: sello de pertenencia al Señor, que ha de ir renovándose y
actualizándose en el tiempo. Como dice la Miserentissimus Redemptor: «la piadosa y memorable consagración con que nos
ofrecemos al Corazón divino de Jesús, con todas nuestras cosas, reconociéndolas
como recibidas de la eterna bondad de Dios» (n. 4).
Todo lo cual no sólo se aplica
a la persona singular sino también a todo lo humano que deriva de ella y le
sirve a su fi n sobrenatural: familia, sociedades intermedias, estado etc. Por
eso el papa León XIII consagró la humanidad entera al Sagrado Corazón y
muchísimas autoridades sensatas han seguido su huella consagrando las
instituciones que están bajo su mando.
LA REPARACIÓN
Si lo primero y principal de
la consagración es que al amor del Creador responda el amor de la criatura, se
sigue espontáneamente otro deber: el de compensar
las injurias de algún modo inferidas al amor increado» (MR n. 5). A la
consagración sigue la reparación, pero antes de ver la relación entre ambas
debemos definir qué quiere decir reparación.
LA REPARACIÓN DE
CRISTO Y NUESTRA REPARACIÓN
El acto reparador por antonomasia lo realizó Cristo en la cruz y se
renueva en cada misa. El pecado del hombre ofende la majestad infinita de Dios, por eso dice
el Catecismo sobre el pecado original: «En este
pecado, el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció
a Dios: hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su
estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien». Realmente todo
pecado es un acto u omisión por el que nos alejamos de Dios y nos convertimos a
las creaturas atentando contra la llamada del Creador. Por lo mismo, aunque
sólo puede pecar una creatura libre como el hombre o los ángeles, sólo lo puede
sanar Dios mismo, pues supone una ofensa a su infinita dignidad.
LA TRINIDAD NO NOS
ABANDONÓ EN EL DRAMA DEL PECADO.
Decidió libremente la
salvación de los hombres a través del camino de la encarnación y la cruz. La
sabiduría de Dios envió al Hijo para que haciéndose uno con los hombres en la
naturaleza fuera capaz de ofrecer un sacrificio digno del perdón, y así: «Aquel que no conoció pecado, Dios lo hizo pecado por
nosotros a fin de que en Él nosotros llegásemos a ser justicia delante de Dios»
(2 Cor 5, 21)
Respecto al acto reparador de Cristo, la Iglesia advierte un doble
error: el de Pelagio y el de Lutero. Pelagio interpretó la cruz
como un bonito ejemplo para alcanzar por las propias fuerzas naturales la
virtud y la justicia; como si el hombre por sí mismo pudiera merecer ante Dios.
Pero san Pablo nos dice otra cosa: «todos pecaron y
están privados de la gloria de Dios y son justificados por el don de su gracia,
en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús» (Rom 3, 22-24). La
redención se realiza por los méritos de Cristo (especialmente en la cruz) no
por las fuerzas humanas.
Lutero, por otra parte,
interpretó la cruz como el lugar maldito en el que Dios hizo justicia
descargando su ira sobre el Hijo. El esquema es de sustitución: en vez de los hombres, muere el Hijo en su naturaleza
humana para calmar la ira del Padre; así merece para la humanidad la no
imputación» de la culpa del pecado.
Desde esta mirada, cruz quiere
decir maldición y no debe ser ni aceptada ni menos abrazada; la Iglesia no
participa –ni debe participar– del misterio de la cruz. Pero san Pablo también
sale al paso de este error en la misma Carta a los Romanos: «fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la
muerte, a fi de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos
por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva»
(Rom 6, 4).
La comprensión profunda de la cruz supone sin duda entender que de ella
nos viene la justicia, sin embargo, no en la línea de la «sustitución legal» sino del «sacrificio vicario solidario» ¿Qué quiere
decir este concepto? Un sacrificio es un acto de culto a Dios, una ofrenda para Dios que
conlleva una víctima en orden a satisfacer por los pecados del mundo y
restaurar las relaciones entre Dios y los hombres.
Se dice vicario porque la
Víctima es el Cordero inmaculado que carga con los pecados de los hombres y
merece para ellos ante el Padre. Solidario, por último, porque no excluye del
sacrificio, sino que por misericordia llama a la Iglesia a participar en su
acto de justicia y amor. La cruz es signo inequívoco de que Dios «nos amó primero» y también de que nos une a la
construcción de su Reino en el ofrecimiento junto a Él en amor y en justicia.
No es que el cuerpo agregue algo al acto de Cristo, sino que en virtud de la
vida nueva recibida en el bautismo «completa en su
carne lo que falta a la pasión de Cristo»; es decir: se hace un nuevo Cristo (cf. MR 7).
A esta participación del hombre en el misterio de la cruz la llamamos
reparación. El movimiento natural que brota del don del Padre: el corazón nuevo,
justificado y lleno de su gracia. La marca del carácter y la gracia bautismal nos introducen en el cuerpo
de Cristo e infunden en nosotros el mismo amor de la Cabeza, el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo «inflama nuestros corazones en
las ansias redentoras del Corazón de Cristo», cumpliendo así el doble
deber de justicia y amor que mueve a la reparación: justicia por la expiación
de nuestros pecados («por mis pecados Cristo va a
la cruz»), amor por la unión a la expiación de los pecados del mundo. (cf.
MR 5)
La cruz no es para el
cristiano lugar de maldición sino lugar de la mayor bendición: donde se realiza
en esta vida la íntima unión de amor con Dios, aquello que permite que
«ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención
del mundo» (ofrecimiento de obras).
REPARAR A CRISTO
El Papa no sólo se refiere a la participación en el misterio de la cruz
sino, como es lógico y casi evidente, a la unión con el mismo Cristo,
recordando la insistente invitación de amor del Señor en Paray-le-Monial.
Pero no se trata de
lamentación forzosa y lastimera sino de acompañar al Maestro en el drama de su
sacrificio. El alma reparadora no tanto se compadece como padece-con Cristo, lo
cual significa sencillamente contemplar y adentrarse en el misterio del dolor y
desgarro de la noche de Getsemaní, donde se manifestó especialmente la sed de
Jesús por las almas. Al mismo tiempo el alma reparadora entiende que de una
manera distinta y misteriosa este deseo de almas permanece vivo en Cristo Resucitado.
En quien, por cierto, no hay dolor ni sufrimiento, pero sí «ansias redentoras».
Ansias de las que participan los santos; por eso santa Teresita decía sin
problemas que pasaría su Cielo haciendo bien en la tierra. La reparación se
hace consuelo para el Corazón de Cristo y junto con cumplir la exigencia de la
justicia se abre al amor y a la unión afectiva.
Como dice Pío XI estamos
obligados a reparar por «justicia, en cuanto a la
expiación de la ofensa hecha a Dios por nuestras culpas y en cuanto a la reintegración
del orden violado; por amor, en cuanto a padecer con Cristo paciente y
«saturado de oprobio» y, según nuestra pobreza, ofrecerle algún consuelo»
(n. 5).
SÍNTESIS: LA
REPARACIÓN, ALMA DE LA CONSAGRACIÓN
Se sigue espontáneamente otro
deber». Es decir, la reparación surge
como el movimiento natural de la consagración al Sagrado Corazón; y además
constituye el principio vital que la anima y la consuma. Si la
consagración es como el abrazo a Cristo, la reparación es el corazón con el que
se abraza. Porque todo abrazo necesita de un corazón que quiera abrazar, sino
será falso y engañoso; sin olvidar que el mismo abrazo mueve también a más amor
(sea en quien ya ama o en otro que mira el abrazo desde la distancia).
La reparación es la misma
consagración hecha vida por el amor; por ella las potencias afectivas y espirituales
del hombre se unifican en la entrega primera de la consagración, para que todas
obren al unísono con el obrar reparador del Corazón de Cristo.
¡No olvidemos el deber de sentir con el Corazón de
Cristo!
La
reparación responde perfectamente a la consagración al Sagrado Corazón porque
precisamente esta consagración tiene por objeto el amor de Dios en Cristo y la
reparación el amor en acto, es unión afectiva y espiritual.
UN PASO MÁS: LA
VERDADERA REPARACIÓN OBTENIDA
¿Por qué el Papa
al comienzo de la encíclica dice que en la consagración del mundo de León XIII
del año 1899 presentía (como se presiente el árbol en la semilla) la plenitud
del Reino de Cristo? Sin referirse explícitamente a esta cita Juan Pablo II nos da la
respuesta en su homilía de Paray-le-Monial: «De
este modo–y ésta es la verdadera reparación que pide el Corazón del Salvador–,
sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, podrá ser construida la
tan deseada civilización del amor, el Reino del Corazón de Cristo».
Así como nuestras consagraciones personales y familiares están llamadas
a conformar un corazón reparador que siente con los sentimientos del Salvador,
así también el mundo entero consagrado ya al Sagrado Corazón está llamado a
unirse al acto reparador de Cristo, a consolar a su Rey sirviéndole y, en
definitiva, a hacer viva su consagración en todas sus estructuras e
instituciones (al
presente tantas veces al servicio del pecado). La encíclica deja ver esta
esperanza del Pontífice, que hoy nos alienta también a nosotros en medio de las
difíciles luchas por extender el Reino de Dios en medio de un mundo apóstata.
CONCLUSIÓN
Finalmente, después de mirar a
la Virgen (maestra de la entrega sincera y completa), el Papa hace práctica y
concreta su enseñanza doctrinal con una pequeña oración reparadora.
«Entre tanto,
como reparación del honor divino conculcado, te presentamos, acompañándola con
las expiaciones de tu Madre, la Virgen, de todos los santos y de los fi eles
piadosos, aquella satisfacción que tú mismo ofreciste un día en la cruz al
Padre, y que renuevas todos los días en los altares» (MR n. 15).
La reparación se hace vida en
actos concretos de amor, especialmente la misa y la adoración al Santísimo, que
nos introducen de lleno en el mismo acto reparador de Cristo, también en la
oración y trabajos cotidianos, en el amor al prójimo y en todo acto unido al
acto reparador de Cristo por el amor sobrenatural.
Publicado en Revista CRISTIANDAD, mayo 2019.
No hay comentarios:
Publicar un comentario