viernes, 8 de marzo de 2019

(536) NINGÚN CATÓLICO TIENE DERECHO A ESTAR CONFUSO


–Estoy hecho un mar de dudas, porque un teólogo dice esto, y el otro lo contrario; un cardenal permite tal acción, y otro la condena como sacrílega…
–No, su confusión no se debe a lo que usted dice. Siga leyendo y lo convenceré… Y alegre esa cara, hombre.
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UN CATÓLICO FIEL PERMANECE EN LA LUZ DE CRISTO
—«Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (Jn 8,12). Si alguno anda en tinieblas, será que no sigue a Cristo. —El cristiano católico no vive en la confusión, sino «en la Casa de Dios, que es la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,15). Si está  lleno de confusión, será porque no siempre vive en la Casa de Dios, sino que se permite esparcimientos en antros ideológicos mundanos. —«El justo vive de la fe… La fe es por la predicación. Y la predicación por la palabra de Cristo» (Rom 1,17; 10,17). El que, alejándose de la fe, da crédito a otras voces contrarias, cae necesariamente en el pozo de la confusión. —Como los lados de un triángulo equilátero, en el que cada lado sostiene a los otros dos, así «Tradición, Escritura y Magisterio de la Iglesia están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros» (Vat. II, Dei Verbum 10).
Quien da crédito a las enseñanzas contrarias a esa unidad-trinitaria, pasa de la luz a la obscuridad; de Cristo Maestro al Padre de la Mentira. Da más valor a palabras de hombres que a la Palabra de Dios. Está ciego y sordo. Las teorías o hipótesis más descabelladas lo llenan de admiración porque el mundo, contrario al Reino, las rodea de prestigio. Pero en realidad sus voces no valen más que el canto de un grillo, el ladrido de un perro o el rebuzno de un burro.
NINGÚN CATÓLICO TIENE DERECHO A ESTAR CONFUSO.

1. NUNCA EN LA IGLESIA TANTA VERDAD
Nunca la Iglesia ha contado con un cuerpo de doctrina tan amplio y tan perfecto como hoy, se trate de temas bíblicos, litúrgicos, dogmáticos, morales, pastorales, filosóficos, sociales, políticos o de cualquier otro campo. Ningún católico, pues, tiene derecho a estar confuso y a perderse en la selva de verdades y mentiras en que ha de vivir.
Para que Dios libre a un cristiano de las tinieblas del error y lo guarde en el esplendor de su verdad, éste no tiene más que «perseverar a la escucha de la enseñanza de los apóstoles», como los primeros cristianos (Hch 2,42). Sobre cualquier tema hallará preciosos documentos de la Iglesia. Y en todo caso siempre podrá hallar fácilmente la luz en el Catecismo de la Iglesia Católica (1992).
Miremos, por ejemplo, el sacerdocio ministerial. Aparte de las cartas pastorales de San Pablo, la antigüedad cristiana sólo tenía Los seis libros del sacerdocio, de San Juan Crisóstomo (+407); la Regla pastoral de San Gregorio Magno (+604) y alguna otra obra de no mayor desarrollo. En nuestro tiempo tenemos numerosos y excelentes documentos del Magisterio apostólico: S. Pío X, Hærent animo; Pío XI, Ad catholici sacerdotii; Pío XII, Menti nostrae; S. Juan XXIII, Sacerdotii Nostri primordia; Vaticano II, Lumen gentium; Christus Dominus; Presbyterorum ordinis; Optatam totius; Bto. Pablo VI, Sacerdotalis caelibatus; Sínodo 1971; S. Juan Pablo II, Cartas de Jueves Santo; Pastores dabo vobis; Directorio para el ministerio y la vida de los presbiteros; Benedicto XVI, enseñanzas durante el Annus sacerdotalis…
Después de veinte siglos de vida y ministerio, y habiendo recibido del Magisterio apostólico estos formidables documentos –y otros de buenos teólogos– ¿tienen hoy los sacerdotes derecho a verse confusos en su ser y en su obrar, y a mantenerse a la búsqueda de su «identidad sacerdotal»?

2. NUNCA TANTOS ERRORES Y ABUSOS
Sin embargo, la enseñanza de la verdad, aunque vaya unida a la impugnación del error contrario, no es suficiente para guardar la unidad de la verdad católica si la autoridad apostólica tolera, e incluso promueve a veces, a quienes en la Iglesia difunden el error.
«La Iglesia es una», confesamos en el Credo. «Sólo hay un cuerpo, un espíritu, una fe» (Ef 4,4-5). «Tened un mismo pensar y un mismo sentir» (1Cor 1,10). Los primeros cristianos tenían «un solo corazón y un alma sola» (Hch 4,32). Es cierto que esta cohesión doctrinal de la Iglesia primera conoció muy pronto tiempos de tremendas disensiones. San Agustín (+430) enumera ochenta y siete formas de herejías (De hæresibus ad Quodvidideum).
Pero esto era antes de que la Iglesia en sucesivos Concilios ecuménicos y regionales fuera definiendo y aclarando la verdad católica al paso de los siglos. Los Concilios antiguos, los medievales, el de Trento, traen a la Iglesia una maravillosa unidad en la doctrina de fide et moribus. Concretamente, desde el siglo XVI, se da un contraste muy marcado entre la Iglesia Católica, siempre unida en la doctrina, y las diversas Confesiones protestantes, siempre divididas a causa del libre examen de las Escrituras y de la ausencia de verdaderas autoridades apostólicas.
En los últimos decenios, por el contrario, es preciso reconocer que la generalización de errores y abusos en no pocas Iglesias locales católicas, ha introducido en ellas un cúmulo de disensiones en materias de fe y moral, que antes caracterizaba solo a las comunidades cristianas protestantes.
Ya ni siquiera nos sorprendemos cuando un sacerdote niega la posibilidad del infierno, la virginidad física de María, la existencia del purgatorio, la necesidad de los sacramentos; o cuando un teólogo da una visión claramente nestoriana o arriana de Cristo, negando su divinidad ontológica personal y eterna, o si niega la realidad de la transubstanciación eucarística o la objetividad histórica de los milagros de Cristo; o cuando una religiosa no cree en los ángeles o en el diablo o en el pudor; o cuando un laico afirma que la anticoncepción, en ciertas condiciones, puede ser una obligación grave de conciencia; o cuando un Cardenal declara que no cabe excluir en la Iglesia el sacerdocio ministerial de las mujeres, o la validez de un segundo matrimonio, aunque viva todavía el cónyuge del primero.
Son tantos y tan frecuentes los errores –los errores no sancionados por los Obispos o los párrocos– que puede producirse en los fieles católicos ortodoxos una actitud de indiferencia desesperada, en la que se unen cansancio, impotencia y enojo. «Ya, ¿qué más da? Que digan y que hagan lo que quieran. ¿Qué podemos hacer nosotros si quienes tienen autoridad no lo hacen? Además sería como matar mosquitos en un pantano. Tarea inútil, y demasiado trabajosa para nuestras pocas fuerzas». 

3. NUNCA HA SIDO TAN DÉBIL LA LUCHA CONTRA ERRORES Y ABUSOS          
¿Cómo es posible que nunca haya habido en la Iglesia un cuerpo doctrinal tan amplio, asequible y precioso, y que al mismo tiempo nunca haya habido en ella una proliferación comparable de errores y abusos? Parecen dos datos contradictorios, inconciliables.
La respuesta es obligada: porque nunca en la Iglesia se ha tolerado tan ampliamente la difusión de errores y abusos en doctrina y pastoral, en liturgia y moral.  

—CONFUSIÓN PROTESTANTE
La confusión y la división no es católica. Son, en cambio, la nota propia de las comunidades cristianas protestantes. En ellas son crónicas, congénitas, pues nacen inevitablemente del libre examen y de la carencia de Autoridad apostólica. El papa León X, en la bula Exurge, Domine (1520), condena esta proposición de Lutero: «Tenemos camino abierto para enervar la autoridad de los Concilios y contradecir libremente sus actas y juzgar sus decretos y confesar confiadamente lo que nos parezca verdad, ora haya sido aprobado, ora reprobado por cualquier Concilio» (n.29: Denz 1479).
Partiendo de esas premisas,  una comunidad cristiana solamente puede llegar a la confusión y la división. Este modo protestante de acercarse a la Revelación pone la libertad por encima de la verdad, y así destruye la libertad y la verdad. Hace prevalecer la subjetividad individual sobre la objetividad de la enseñanza de la Iglesia, y por eso pierde tanto al individuo como a la comunidad eclesial. Es éste un modo tan inadecuado de acercarse a la Revelación divina que no es posible por él llegar a la verdadera fe, sino a lo que nos parezca. No se edifica entonces la vida sobre roca, sino sobre arena. A lo largo de su historia, el edificio de la Iglesia, cuando ha guardado intacto la roca fundamental de la fe, ha sufrido en ocasiones grandes degradaciones morales sin venirse abajo. Pero allí donde se ha permitido tantas veces que se minara la roca fundamental de la fe, la Iglesia se ha derrumbado. Es lógico.
De hecho Lutero destrozó gran parte de lo cristiano: los dogmas, negando su posibilidad; la fe, devaluándola a mera opinión; las obras buenas, negando su necesidad; la Escritura, desvinculándola de Tradición y Magisterio; la vida religiosa profesada con votos, la ley moral objetiva, el culto a los santos, el Episcopado apostólico, el sacerdocio ministerial, el sacrificio eucarístico, y todos los sacramentos, menos el bautismo…
Pero Lutero, ante todo, destroza la roca que sostiene todo el edificio cristiano: la fe en la enseñanza de la Iglesia apostólica. Haciéndose de ese rechazo la premisa fundamental, lógicamente todo el edificio se viene abajo.

LOS CATÓLICOS NO TENEMOS DERECHO A ESTAR CONFUSOS
La fe teologal cristiana es cosa muy distinta, esencialmente diferente, de la libre opinión personal. Como enseña el Catecismo, «por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios… La Sagrada Escritura llama “obediencia de la fe” a esta respuesta del hombre a Dios que revela (cf. Rm 1,5; 16,26)» (143)
La fe cristiana es, en efecto, una «obediencia», por la que el hombre, aceptando a la Iglesia apostólica como Mater et Magistra, se hace discípulo de Dios, y así recibe Sus «pensamientos y caminos», que son muy distintos de los pensamientos y caminos de los hombres (Is 55,8). Por eso enseña Santo Tomás:
«El objeto formal de la fe es la Verdad primera revelada en la Sagrada Escritura y en la doctrina de la Iglesia. Por eso, quien no se conforma ni se adhiere, como a regla infalible y divina, a la doctrina de la Iglesia, que procede de la Verdad primera, manifestada en la Sagrada Escritura, no posee el hábito de la fe, sino que las cosas de fe las retiene por otro medio diferente», por la opinión subjetiva.
«Es evidente que quien presta su adhesión a la doctrina de la Iglesia, como regla infalible, asiente a cuanto ella enseña. De lo contrario, si de las cosas que sostiene la Iglesia admite unas y en cambio otras las rechaza libremente,  no da entonces su adhesión a la doctrina de la Iglesia como a regla infalible, sino a su propia voluntad. Por tanto, el hereje que pertinazmente rechaza un solo artículo no se halla dispuesto para seguir en su totalidad la doctrina de la Iglesia. Es, pues, manifiesto que el hereje que niega un solo artículo no tiene fe respecto a los otros, sino solamente opinión, según su propia voluntad» (STh II-II, 5).
Es muy comprensible que el católico protestante sufra una gran confusión, como la padece aquel que se empeña en lograr un círculo cuadrado. Pero en cambio no debemos reconocer a un católico el derecho a la confusión. Aunque esté de moda.
José María Iraburu, sacerdote

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