La conversión
personal es cuestión de un instante, pero la santidad a la que estamos llamados
es tarea que nos ocupa toda la vida.
Por: Vicente Franco Gil | Fuente: ForumLibertas.com
Es cierto que vivimos en un mundo globalizado, en donde a veces es difícil encontrar unos espacios de tiempo
en los que podamos encontrar calma y tranquilidad.
También es cierto que los avances tecnológicos junto con el dinamismo
que trae consigo la vida misma han transformado, de alguna forma, nuestra
manera de actuar e incluso nos atreveríamos a decir que nuestra forma de
pensar, pues evidentemente estamos sometidos a ese vaivén que, en mayor o menor
medida, agita nuestro entorno.
No obstante, para quienes libre y conscientemente hemos abrazado la
fe en Cristo Jesús, tenemos que
esforzarnos por gozar en todo momento y lugar del beneficio de su paz.
Necesitamos abrazar esa paz para ponderar y meditar las cosas que nos
acaecen en lo más hondo de nuestro corazón, mirando a Santa María, la madre de
Dios, como hijos pequeños y tan necesitados que buscan su auxilio y su
protección, por ser ella el modelo más excelso de la gracia.
Por experiencia sabemos sobradamente que la conversión personal es cuestión de un instante, pero la santidad a la que estamos llamados es
tarea que nos ocupa toda la vida.
Así las cosas, debemos emplearnos a fondo con todos los medios y en
todas las jornadas de nuestra existencia para dar cumplimiento a este mandato
evangélico: "Sean, pues, vosotros perfectos, como vuestro
Padre Dios que está en los cielos es perfecto" (Mt. 5, 48)
Dado que de él se desprende que nuestro obrar debe ser autentico, de una
pieza, sin doblez, coherente con nuestras creencias y convicciones, sin temer
al qué dirán, e incluso remando contra corriente si fuera necesario.
Tengamos en cuenta que el Evangelio (que es palabra de Dios) y la
doctrina que nos proporciona el Magisterio de la Santa Madre Iglesia son la
savia que nutre nuestra vida espiritual, la cual va inseparablemente unida a
nuestra vida humanamente cotidiana, sea en el trabajo, en la familia, en el
ocio adecuado y, cómo no, en la vida de piedad.
Desde esta perspectiva, como
católicos responsables que un día decidimos voluntariamente seguir a
Cristo, no podemos conformarnos con una entrega minimalista y rutinaria, un
tanto superficial, como quienes quieren cubrir su expediente justificando
así el contenido de sus actos.
A tal efecto, sabido es que la vida espiritual es como un plano
inclinado en el que o se avanza o irremediablemente se desciende, y a veces
hasta tal punto que el alma se enfría tanto que deja de amar.
Por tal motivo, en la lucha ascética no sirven las medias tintas, ni los razonamientos vagos, ni las
especulaciones baratas.
Desde que nacimos a la vida de la gracia por medio del bautismo, nos
jugamos mucho en esta efímera vida terrenal llena de oportunidades para merecer
día a día y a cada instante los bienes necesarios para alcanzar el cielo.
Nuestra misión y nuestro compromiso consisten en identificarnos con Cristo, ser otros Cristos, los mismos Cristos,
una laboriosa y heroica tarea a la que todos estamos llamados sin excepción.
Y para amar a Cristo no hay
otro camino que tratarle para llegar a conocerle, y de esta forma cobijarle en
nuestro interior para que presida nuestro obrar. Por ello tenemos la
oportunidad de participar de los medios que pone a nuestro alcance la Iglesia
como remedio para nuestra salvación eterna.
Con todo, debemos ser almas de
oración continua, en medio del trabajo, hablando con nuestras amistades,
al lado de nuestra familia, haciendo de la vida cotidiana aparentemente sin
brillo una sinfonía espiritual exultante.
Desde hace dos mil años Jesús nos espera en el Sagrario, para contarle
nuestras cosas, lo que va y lo que no funciona. También nos espera en la Eucaristía, para que comulguemos frecuentemente y
mantener el latido contemplativo saludable.
Asimismo lo encontramos en el sacramento de la reconciliación, pidiéndole perdón por nuestras faltas,
animados por su infinita misericordia.
Por consiguiente, no podemos
seguir a Jesús unos instantes únicamente los domingos, quizá buscando la
misa más corta y orquestada para que nos sea más "amena", sin caer en
la cuenta de que el Sacrificio del Altar es el centro y razón de nuestra vida
cristiana.
Y porque Jesucristo habita en nosotros le debemos la más alta
consideración, pues sin Él nada podemos hacer.
Meditemos por un instante cuántos
minutos dedicamos al día en leer el Evangelio, en leer algún libro de lectura
espiritual, en leer documentos provenientes del Vaticano, o en estar informados
de las últimas noticias acerca del Santo Padre. Examinemos también
cuánto tiempo empleamos en nuestro apostolado, o en hacer obras de caridad.
No podemos excusarnos diciendo que no tenemos tiempo, aunque esa sea la
verdad, porque el Señor sí que tuvo tiempo para redimirnos en la Cruz,
obedeciendo en todo al Padre.
Seamos consecuentes al sabernos hijos de Dios, pues Él se desvela por
todos nosotros en quienes desde la eternidad piensa el momento justo en que
debemos aparecer en escena.
Nuestra gratitud por todo lo que recibimos y por aquello que no
poseemos, debe reflejarse
permanentemente a lo largo de nuestro recorrido, y una forma tangible de
llevarlo a cabo, no solamente los domingos, es demostrando que somos verdaderos
hijos de un mismo Padre en cada momento de nuestras vidas.
Publicado originalmente en: Forum Libertas
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