Beatriz Ozores Rey, casada y con 3 hijos, estudió Publicidad y Marketing. Es
Traductor-Intérprete Jurado de inglés, y Licenciada en Ciencias Religiosas por
la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Ha dado clases de Biblia
en varias parroquias y conventos de clausura. Ha tenido un programa de Biblia “La Tierra Prometida” durante seis años en Radio
María. Lo dejó por falta de tiempo pero le ha prometido al Padre Luis Fernando
de Prada que vuelve el año que viene. Ha sido invitada a varios programas de “Marcando el Norte”, dirigidos por Javier Paredes.
Ha presentado dos libros de Alberto Bárcena: “La
Guerra de la Vendée; Una cruzada en la revolución”, “Iglesia y Masonería: Las
dos ciudades”. Actualmente está haciendo un programa de Biblia en Mater
Mundi.
En esta entrevista nos habla
de su amor por las Sagradas Escrituras y nos invita a leer y a meditar
diariamente la Palabra de Dios.
Desde siempre las Sagradas
Escrituras me han llamado mucho la atención, pero quizás sólo he sido
consciente de ello con el paso de los años. Hubo un momento de esos que una
puede calificar como “un antes y un después”. Esto
ocurrió hace unos veinte años cuando me apunté a unos Ejercicios Espirituales
en la Iglesia de San Francisco de Borja (los Jesuitas de Serrano), en Madrid.
Se trataba, evidentemente, de los Ejercicios de San Ignacio de Loyola, pero en
vez de impartirse en cuatro semanas se hacía a lo largo de todo el curso
escolar (2001-2002). Cuando me inscribí me dijeron que debía comprometerme a
leer y meditar la Biblia todos los días durante una hora. Yo creo que no había
leído la Biblia en mi vida pero dije que así lo haría y me fui tan contenta.
Fue a lo largo de esos
Ejercicios cuando realmente puedo decir que entré en contacto con la Palabra de
Dios de una forma asidua que, sin duda alguna, cambió mi vida. Un día, mientras
leía la Parábola del Hijo Pródigo, ocurrió algo muy “especial”:
mientras meditaba la vuelta del hijo, en el momento del abrazo con el Padre,
pude experimentar que ese hijo era yo misma que había estado comiendo las
algarrobas de los cerdos durante una buena temporada y que ahora volvía a
“casa”, no de visita, sino a quedarme para siempre. Pude experimentar
cómo mi Padre del Cielo se compadeció al verme, corrió a mi encuentro, se me
echó al cuello y me cubrió de besos mientras yo bajaba la cabeza porque, al
igual que el hijo pródigo, me consideraba indigna de ser llamada hija suya.
Pero Él me vistió, me puso un anillo en la mano y sandalias en los pies y,
juntos, celebramos un banquete. Desde ese momento ya nunca volví a ser la misma
de antes, porque por primera vez experimenté la gratuidad del Amor de Dios.
¿Usted ya practicaba?
Practicaba la religión, pero
no la vivía. Fui bautizada al día siguiente de nacer, me eduqué en un colegio
de monjas y tuve mis épocas. Épocas de misa diaria, épocas de misa dominical y
épocas de no ir a misa. Pero incluso en las épocas en las que no iba a misa
jamás dejé de tener una sed inmensa de Dios.
Fue a partir de la experiencia
que acabo de relatar cuando comprendí que la religión no era una serie de
normas que había aprendido en el colegio o en casa, sino el encuentro con el
Dios Vivo, con un Dios que nos ama, que nos ha creado por Amor, que sale a
nuestro encuentro porque no se entiende a Sí mismo sin cada uno de nosotros. Me
enamoré de Él, comprendí que solo Él podía darme lo que llevaba tantos años
buscando y, a partir de ese momento, no es que me propusiera ir a Misa todos
los días, sino que ya no podía vivir sin hacerlo. Mi vida ya no tenía sentido
sin la Eucaristía diaria, sin la confesión asidua, sin el Rosario… Sólo quería
oír hablar de Él y hablar de Él y, sobre todo, hablar con Él.
¿Y qué pasó entonces?
Entonces empecé a leer, a
preguntar… Me convertí en la pesadilla de cualquier cura que se cruzaba en mi
camino. Y Dios me hizo ver que quería que profundizara más en mi fe, en aquello
que creía, en aquello por lo que vivía. Que mi corazón debía ir a la par que mi
cabeza. Y comprendí que Él quería que yo estudiase. En aquel entonces estaba
pasando unos días en Galicia, así que me fui a ver a un amigo mío, un monje
cisterciense al que conocía desde hacía años, y le conté lo que me ocurría. Él
me recomendó estudiar teología. Yo pensaba que los estudios de teología eran
solo para los curas, como mucho las monjas… pero jamás pensé que los laicos
podíamos estudiar también. Había oído hablar muchas veces de formación, pero
nunca se me habría ocurrido que pudiera estudiar una carrera religiosa.
Por aquel entonces yo tenía
niños pequeños y no tenía tiempo para ir a la Universidad, por lo que mi amigo
el monje me recomendó que estudiara Ciencias Religiosas a distancia en
Comillas. Al llegar a Madrid lo primero que hice fue ir a matricularme y allí
comencé mis estudios con toda la ilusión del mundo. Después de dos años decidí
cambiarme a la Universidad de Navarra. Tuve que empezar de nuevo, pero mereció
la pena. Fueron cinco años maravillosos en los que yo veía cómo mis inquietudes
iban encontrando respuestas.
¿Cómo se decidió a enseñar las Sagradas Escrituras?
En segundo de carrera estudié,
entre otras asignaturas, “Introducción al Antiguo
Testamento”. Como dije antes, yo no había leído la Biblia entera en mi
vida. Del Antiguo Testamento me sonaban pasajes, pero eso era todo. Un día me
ocurrió algo mientras estudiaba la historia del rey David. El rey David cometió
todos los pecados habidos y por haber, robó, mintió, mató, cometió adulterio,
etc. Yo me preguntaba cómo una persona así, tan bestia, podía estar en la
Biblia, no entendía nada. Y, en un momento dado, el Señor me mostró que el rey
David era yo misma. No digo que el rey David no existiera, sino que esa persona
que yo tanto desdeñaba y que tanto me horrorizaba era yo. Vi en mi propia carne
todos los pecados cometidos por el rey David, incluso el asesinato. Es cierto
que nunca he matado físicamente a nadie, pero el Señor me mostró cómo había
matado a tantas personas con la lengua, con la mirada, con el corazón. Yo me
quedé tan espantada y, a la vez, tan arrepentida de cosas de las que hasta
entonces no era consciente, que le prometí al Señor que dedicaría el resto de
mi vida a dar a conocer su Palabra.
Al cabo de unos días una
persona que me pidió que diera clases de Biblia en su parroquia. Yo no estaba
todavía preparada y, por supuesto, le dije que no, ¡todavía no había terminado
de leerme el Antiguo Testamento! Pero a ella le daba igual y me pidió que fuera
a hablar con su párroco. Finalmente, para no oírla, me fui a hablar con su
párroco, el padre Juan Pedro. ¡Menudo era el padre
Juan Pedro, cualquiera le decía que no! Le comenté que estaba todavía en
segundo de carrera, que no sabía nada de Biblia, que no sabía hablar, que nunca
había dado clases… pero a él le daba igual, cada vez que le decía que no sabía
nada me decía: ¿cuándo empiezas?
Y así empecé. Fui allí una
mañana de febrero, con el ordenador en la mano, y di mi primera clase a un
grupo de catorce personas. En la siguiente clase había el doble, y el doble y
el doble y el doble y así hasta hoy. Todavía hoy sigo diciendo que no sé nada,
pero cada vez que lo digo me ofrecen más clases, programas de radio y programas
de televisión… Está claro que la lógica de Dios no es nuestra lógica y que
muchas veces Dios se sirve de personas como yo que no sabemos nada.
Háblenos de la importancia del estudio y ¿qué
recomienda a los que quieran empezar a formarse?
El estudio es fundamental.
Está claro que Dios no nos pide a todos que hagamos una carrera universitaria,
pero sí que nos formemos, cada uno en la medida de sus posibilidades. Hoy día
los jóvenes estudian muchísimo, la mayoría de ellos hablan al menos dos o tres
idiomas. Hay dobles grados, todo tipo de masters… Sin embargo, damos muy poca
importancia a nuestra religión y eso es una pena. Es importante que los
católicos sepamos dar razón de nuestra fe, conozcamos la Palabra de Dios,
celebremos la Liturgia como es debido.
A los jóvenes les recomiendo
que hagan grupos en sus parroquias y que se formen. A los que ya no son tan
jóvenes y tienen más tiempo, les recomiendo que estudien. Hoy día se pueden
hacer un montón de cursos. Hay cursos a distancia en las Facultades de
Teología, cursos que son muy buenos. También se pueden pedir cursos a personas
que sepan y que estarían encantadas de darlos. Yo he empezado hace poco a dar
un curso de Biblia en Mater Mundi. Es un curso muy básico de Sagrada Escritura
que consta de quince capítulos de Antiguo Testamento y quince de Nuevo, y narra
la Historia de la Salvación. Cada capítulo se divide en dos partes de
veinticinco minutos cada una. Me escriben de algunas parroquias diciéndome que
han empezado a hacer el curso con su párroco. Lo que hacen es que ponen el
vídeo de veinticinco minutos y después lo comentan con su párroco. Para muchos
sacerdotes esto es muy cómodo ya que no suelen tener mucho tiempo para
prepararse las cosas, y de esta forma no tienen que dedicarle mucho tiempo a
preparar las clases.
Y, por supuesto,
recomiendo a todo el mundo, pequeños y grandes, que lean la Biblia y recen con
ella todos los días.
¿Por qué es muy peligroso leer la Biblia sin la
debida formación?
Del peligro de leer la Biblia
sin la debida formación ya nos habla San Pablo: “la
letra mata, pero el Espíritu da vida” (2Co 3,6). Por ello, debemos
acercarnos a la Biblia con el Espíritu con el que fue escrita y no quedarnos
simplemente en la letra, es decir, en su sentido literal. La Biblia es un
conjunto de libros escritos a lo largo de varios siglos en lenguas y culturas
muy distintas a la nuestra. Esto significa que no podemos acercarnos a la
Biblia con nuestra forma de pensar, de ver las cosas, de razonar, sino que
debemos intentar entender lo que los autores humanos querían decirnos.
Las Sagradas Escrituras tienen
como autor principal a Dios. A su vez, Dios inspiró a los autores humanos de
los libros sagrados. Por eso, aunque en un primer momento es necesario conocer
el significado literal de la Biblia, es decir, lo que los autores humanos
querían decir, no nos podemos quedar ahí. Tenemos que ir más allá, entrar en
diálogo con Dios a través de su Palabra, porque como dice la Dei Verbum: “En los Libros Sagrados, el Padre que está en los cielos
sale amorosamente al encuentro de sus hijos para hablar con ellos”. Cada
vez que rezamos con la Biblia, Dios sale a nuestro encuentro, nos habla, nos
enseña, nos corrige, nos alienta… y así entabla un diálogo de amor con
nosotros. Antes del pecado original, Dios paseaba con Adán y Eva a la hora de
la brisa por el paraíso. Así dice San Ambrosio que “Cuando
tomamos con fe las Sagradas Escrituras en nuestras manos, y las leemos con la
Iglesia, el hombre vuelve a pasear con Dios en el paraíso.” (Ambrosio d
Milán, Cf. Epistula 49, 3: PL 16, 1204 A).
Es importante que no olvidemos
que la Biblia debemos leerla, interpretarla y rezarla dentro de la Tradición
viva de toda la Iglesia. Tenemos a nuestro alcance un legado riquísimo de
Padres, Doctores, exégetas, que nos ayudan y enseñan a profundizar en la
Palabra de Dios, tanto en el sentido literal como en el espiritual. Además,
tenemos también el Catecismo de la Iglesia Católica y numerosos documentos del
Magisterio de la Iglesia que nos enseñan a interpretar las Sagradas Escrituras
como debemos hacerlo, ya que el Magisterio no está por encima de la Palabra de
Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido.
La Escritura, leída e
interpretada dentro del Magisterio de la Iglesia, es el camino que nos lleva al
conocimiento de Jesús. Como enseña San Jerónimo: “el desconocimiento de las Escrituras es
desconocimiento de Cristo”. Toda la
Sagrada Escritura es un libro único, y este libro único es Cristo, “porque toda la Sagrada
Escritura habla de Cristo, y toda la Sagrada Escritura se cumple en Cristo” (Hugo de San Víctor, Noe 2,8).
Para vivir de un modo que
realmente agrade a Cristo, necesitamos estudiar y meditar la Biblia. Es el
único modo de conocer verdaderamente a Jesús. Y, no hay duda, de que el lugar
por excelencia de la Palabra de Dios es la Liturgia.
El Antiguo Testamento es
todavía una asignatura pendiente para nosotros. Recuerdo que cuando empecé a
impartir las clases de Biblia yo no sabía por dónde empezar. Le pedí consejo a
un profesor de la Universidad de Navarra y me dijo algo que se me quedó
grabado: “si Dios empezó por el Antiguo Testamento,
¿por qué no vas a hacer tú lo mismo?”. Así empecé con el Antiguo
Testamento y así me encontré con un mundo absolutamente fascinante que
recomiendo a todos. Muchas veces oigo decir: “yo no
conozco el Antiguo Testamento, pero sí el Nuevo”. Esto es imposible, no
se puede conocer el Nuevo Testamento si no se conoce el Antiguo porque todo el
Antiguo habla de Cristo y se cumple en Cristo y no se puede conocer el Antiguo
Testamento si no se conoce el Nuevo. Lo que no podemos hacer es eliminar el
Antiguo Testamento, como ya hizo Marción en el siglo II d.C.
¿Qué condiciones deben darse para que la Palabra de
Dios sea eficaz?
En principio, para que la
Palabra de Dios sea eficaz debemos acogerla. La principal dificultad que
tenemos para ello es nuestra dureza de corazón. Pero no debemos olvidar que “la Palabra de Dios es viva y eficaz y más cortante que
una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de
las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos
del corazón” (Hebreos 4,12). Es decir, a pesar de nosotros y de nuestra
dureza de corazón, el Espíritu Santo continua obrando maravillas porque, como
dice San Juan: “sopla
donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo
el que ha nacido del Espíritu.” (Juan 3,8)
¿Quiere añadir algo?
Me gustaría animar a todas
aquellas personas que han leído este artículo a que tomen la Biblia y no dejen
de leerla y meditarla porque, “en los libros
sagrados, Dios Padre, que está en los cielos, sale amorosamente al encuentro de
sus hijos para dialogar con ellos”.
Javier Navascués Pérez
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