jueves, 28 de febrero de 2019

EL PAPA RECHAZA LA INCOHERENCIA DE LOS CRISTIANOS QUE VIVEN SIN ASPIRAR A LA SANTIDAD


El Papa Francisco llamó la atención sobre la incoherencia de aquellos cristianos que viven sin aspirar a la santidad, reconociéndose cristianos, pero actuando como si no lo fueran.
“Dios es santo, pero si nosotros, si nuestra vida no es santa se produce una gran incoherencia. La santidad de Dios debe reflejarse en nuestras acciones, en nuestra vida. ‘Yo soy cristiano, Dios es Santo, pero yo hago muchas cosas malas’. No, esto no sirve, esto hace mal, esto escandaliza y no ayuda”, señaló el Santo Padre durante la Audiencia General de este miércoles 27 de febrero.
Durante su catequesis, el Pontífice continuó “el camino de redescubrimiento de la oración del Padre Nuestro”, “hoy profundizaremos en la primera de sus siete invocaciones, esto es, ‘sea santificado tu nombre’”.
Recordó que “las peticiones del Padre Nuestro son siete, fácilmente divisibles en dos subgrupos. Las primeras tienen al centro el ‘Tú’ de Dios Padre; las otras cuatro tienen en el centro el ‘nosotros’ y nuestras necesidades humanas”.
En la primera parte, “Jesús nos hace entrar en sus deseos, todos dirigidos al Padre: ‘sea santificado tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad’; en la segunda es Él el que entra en nosotros y se hace intérprete de nuestras necesidades: el pan de cada día, el perdón de los pecados, la ayuda en las tentaciones y la liberación del mal”.
“Aquí se encuentra la matriz de toda oración cristiana, diría que de toda oración humana, que siempre está hecha de, por una parte, contemplación de Dios, de su misterio, de su belleza y bondad, y, de otra, de sincera y valiente búsqueda de aquello que sirve para vivir, y vivir bien”.
De ese modo, “en su simplicidad y esencialidad, el Padre Nuestro educa a quien lo reza a no multiplicar palabras vanas”.
“Cuando hablamos con Dios, no lo hacemos para revelarle aquello que tenemos en el corazón: Él lo conoce mucho mejor que nosotros mismos. Si Dios es un misterio para nosotros, nosotros, en cambio, no somos un enigma a sus ojos. Dios es como esas madres a las que les basta una simple mirada para comprenderlo todo de sus hijos: si están contentos o tristes, si son sinceros o si esconden alguna cosa”.
Señaló Francisco que “el primer paso de la oración cristiana es, por lo tanto, confiarnos nosotros mismos a Dios, a su providencia”. “Las peticiones del cristiano expresan la confianza en el Padre, y es precisamente esta confianza la que nos hace pedir aquello de lo que tenemos necesidad sin ansia ni agitación”.
Por este motivo, “rezamos diciendo: ‘Santificado sea tu nombre’. En esta petición, la primera, se experimenta toda la admiración de Jesús por la belleza y la grandeza del Padre, y el deseo de que todos lo reconozcan y la amen como aquello que verdaderamente es. Y, al mismo tiempo, está la petición de que su nombre se santifique en nosotros, en nuestra familia, en nuestra comunidad, en el mundo entero”.
“Es Dios quien santifica, quien nos transforma con su amor, pero, al mismo tiempo, también somos nosotros los que, con nuestro testimonio, manifestamos la santidad de Dios en el mundo, haciendo presente su nombre”, concluyó el Papa su catequesis.
Redacción ACI Prensa

EL PAPA ENVÍA CARTA POR 800 AÑOS DEL ENCUENTRO DE SAN FRANCISCO DE ASÍS CON EL SULTÁN


El Papa hizo un llamado a no ceder a la violencia, y menos bajo pretexto religioso, en la carta que escribió con motivo de los 800 años del encuentro entre San Francisco de Asís y el sultán Al-Malik Al-Kamel, evento que será celebrado en Egipto del 1 al 3 de marzo.
La carta del Papa Francisco, escrita en latín, está dirigida al Prefecto de la Congregación para las Iglesias Orientales, Cardenal Leonardo Sandri, quien es el enviado pontificio en Egipto para las celebraciones del octavo centenario del encuentro entre San Francisco de Asís y el sultán Al-Malik Al-Kamel.
En su misiva, el Santo Padre recordó a San Francisco de Asís como un “hombre de paz” quien entendió que todo fue creado por un solo Creador bueno, por lo que “todos los hombres tienen en Él un Padre común”.
El Pontífice explicó que San Francisco “deseaba llevar a todos los hombres, con espíritu alegre y ardiente” e invitó a los frailes a llevar la noticia del amor inefable de “Dios todopoderoso y misericordioso que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” a pesar de los peligros.
NO A LA VIOLENCIA
El Papa Francisco pidió al Cardenal Sandri transmitir un “saludo fraterno” a todos, cristianos y musulmanes, y su exhortación de no ceder a la violencia “especialmente con algún pretexto religioso”.
En cambio, el Pontífice los animó a impulsar “proyectos de diálogo, reconciliación y cooperación” dirigidos a la “comunión fraterna” para difundir la paz y el bien.
Por último, el Papa impartió su bendición a “todos los promotores del diálogo interreligioso y de la paz” y a los participantes de las celebraciones de este octavo centenario.
Precisamente, durante el encuentro interreligioso en el que participó durante su reciente viaje apostólico a los Emiratos Árabes Unidos, el Santo Padre expresó que con ocasión de este aniversario aceptó la invitación “con gratitud al Señor” para ir a Abu Dhabi como “creyente sediento de paz, como un hermano que busca la paz con los hermanos” y animó a querer y a promover la paz, a ser “instrumentos de paz”.
El encuentro de san Francisco con el sultán ocurrió en 1219 en Damieta, cerca de la capital de Egipto, El Cairo. Según explicó el Papa, san Francisco conversó con el sultán “con un corazón intrépido que no había sido enviado por los hombres, sino por el Dios Altísimo, para mostrarle a él y a su pueblo el camino de salvación y proclamar el Evangelio de la verdad” y el sultán, “viendo el admirable fervor del espíritu y la virtud del hombre de Dios, lo escuchó con gusto”.
Redacción ACI Prensa

ARZOBISPO RECHAZA DISTRIBUCIÓN DE 70 MIL PRESERVATIVOS DURANTE CARNAVAL EN BOLIVIA


El Arzobispo de Sucre (Bolivia), Mons. Jesús Juárez, llamó a vivir con alegría y moderación los días de carnaval, por ello rechazó enérgicamente que las autoridades locales hayan decidido distribuir preservativos, pues atentan contra la conciencia de los jóvenes.
La declaración del Prelado responde al anuncio del Servicio Departamental de Salud de Chuquisaca (SEDES) de tener a disposición más de 70 mil preservativos para los días de carnaval, dentro de su campaña para prevenir el VIH.
“Con estupor y hasta con vergüenza he escuchado que autoridades de SEDES están invitando y provocando a la juventud a que vaya en contra de su conciencia”, dijo Mons. Juárez el 27 de febrero.
“Yo creo que ofrecer tan fácilmente los condones en estos días es una falta de responsabilidad de estas autoridades y también hacia los jóvenes que son provocados e instigados”, reflexionó.
El Arzobispo de Sucre instó a que antes de los carnavales se eduque e instruya “a los jóvenes en el valor de la sexualidad como un don de Dios” y evitar “todo aquel exceso de erotismo, una falsa sexualidad que no lleva a la verdadera alegría sino después al arrepentimiento”.
En ese sentido, llamó a educar en los colegios y hogares “para que las personas sepamos y ejerzamos la sexualidad como el Señor ha querido”.
Asimismo, Mons. Juárez alentó a “vivir estos días con moderación, nada de excesos, nada que vaya en contra de la persona, de la moral, de las costumbres y de esa forma tendremos lindos días de carnaval para comenzar la Cuaresma”.
Del 2 al 5 de marzo, previo al inicio de la Cuaresma, se realizará el Carnaval de Antaño en la ciudad de Sucre. Durante la fiesta, cientos de danzantes y comparsas desfilan y bailan por las calles de la ciudad.
Estos días en Bolivia también se realizan el conocido Carnaval de Oruro, con la devoción a la Virgen del Socavón; el Carnaval de la Concordia, en Cochabamba, entre otros. 
POR GISELLE VARGAS | ACI Prensa

NORMAS ELEMENTALES PARA TRATAR DELITOS E INMORALIDADES


S.E.R. Ricardo Blázquez, cardenal de la Santa Madre Iglesia, arzobispo de Valladolid y presidente de la Conferencia Episcopal Española, dijo ayer en rueda de prensa que los obispos españoles están a la espera de que la Santa Sede envíe una serie de normas para el trato de los abusos sexuales cometidos y por cometer por parte de sacerdotes.
Sinceramente cuesta entender que los obispos del mundo entero necesiten que Roma les diga cómo tienen que actuar ante el caso de un cura que abusa de un menor. Todos los padres saben perfectamente cómo actuar si les dan evidencias creíbles de que un sacerdote ha abusado de alguno de sus hijos, pero no hace falta ser padre para tal cosa.
Ahora bien, ¿qué nos dice la Escritura sobre lo que conviene hacer? 
Primero de todo, no aceptar así como así cualquier acusación:
No admitas una acusación contra un presbítero, a menos que se apoye en dos o tres testigos.
1Ti 5,19 
Segundo, recordar que corresponde a las autoridades civiles ser ministros de Dios para el castigo de los delincuentes:
…. la autoridad es un ministro de Dios para bien tuyo; pero si haces el mal, teme, pues no en vano lleva la espada; ya que es ministro de Dios para aplicar el castigo al que obra el mal.
Rom 13,4
Tercero, obedecer al apóstol San Pablo sobre lo que hay que hacer con los inmorales que persisten en serlo:
En la carta que os escribí os decía que no os juntarais con los inmorales. No me refería a los inmorales de este mundo, ni tampoco a los codiciosos, a los estafadores o idólatras; para eso tendríais que salir de este mundo. Lo que de hecho os dije es que no os juntarais con uno que se llama hermano y es inmoral, codicioso, idólatra, difamador, borracho o estafador: con quien sea así, ni compartir la mesa.
¿Acaso me toca a mí juzgar a los de fuera? ¿No es a los de dentro a quienes juzgáis vosotros? 
A los de fuera los juzgará Dios. Expulsad al malvado de entre vosotros.
1ª Cor 5,9-13
Como ven ustedes, no hace falta ser doctor en teología moral para comprender cómo se ha de proceder ante este tipo de situaciones.
De hecho, a estas alturas se puede decir que a multitud de fieles les causa tanto o más escándalo la complicidad de los obispos y superiores de órdenes religiosas que encubrieron a abusadores, que el propio comportamiento de esos abusadores. Y muchos no podemos por menos que sospechar que hemos pasado a una nueva fase de toda esta crisis, que consiste en encubrir a los encubridores.
Por ejemplo, con todo lo que ha ocurrido en la Iglesia en relación a estos asuntos en las últimas dos décadas, ¿qué cabría decir de un obispo que, sabiendo que un sacerdote de su diócesis tiene en su teléfono móvil (celular) fotos pornográficas de sí mismo y que además acosa a seminaristas, toma la decisión de enviar a ese sacerdote a un “lugar seguro” y además le da un cargo? ¿se imaginan a ese obispo dando lecciones de lo que hay que hacer con los abusadores?
No basta con tener toda la autoridad canónica del mundo. Si se carece de autoridad moral, y eso es lo que ocurre cuando se pierde toda la credibilidad, de poco vale aquella. De hecho, el inmoral que pretende ejercer su autoridad, finalmente acaba comportándose como un tirano.
Luis Fernando Pérez Bustamante

¡NO NOS DEJES CAER EN TENTACIÓN!...


Lo que pedimos a Dios no es que no seamos tentados, sino que que no seamos tentados por encima de nuestras fuerzas. 

Por: P. Evaristo Sada LC | Fuente: laoracion.com
Tentaciones las tenemos todos y a cada paso. A veces las vemos venir, otras nos sorprenden como el ladrón. A veces son declaradas, otras como lobos con piel de oveja. A veces las vencemos, otras nos atrapan y nos hacen daño, tanto daño. Por eso Jesucristo nos enseñó a pedir: "No nos dejes caer en tentación".

LA TENTACIÓN ES CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE
Las tendencias desordenadas que llevamos dentro son agresivas y "son muerte; mas las del espíritu, vida y paz" (Rom 8,6) Nos pasamos toda la vida en guerra, guerra entre las tendencias del espíritu y las de la carne. "La vida del hombre sobre la tierra es una milicia" (Job 7,1)
Nos sirve para la ocasión la historia del viejo Cherokee en diálogo con su nieto: Una mañana un viejo Cherokee le contó a su nieto acerca de una batalla que ocurre en el interior de las personas. Él dijo, "Hijo mío, la batalla es entre dos lobos dentro de todos nosotros. Uno es malvado: es ira, envidia, celos, tristeza, pesar, avaricia, arrogancia, autocompasión, culpa, resentimiento, inferioridad, mentiras, falso orgullo, superioridad y ego. El otro es bueno: es alegría, paz amor, esperanza, serenidad, humildad, bondad, benevolencia, empatía, generosidad, verdad, compasión y fe." El nieto lo meditó por un minuto y luego preguntó a su abuelo: "¿Qué lobo gana?" El viejo Cherokee respondió: "Aquél al que tú alimentas."

- La tentación nos ayuda a recordar que somos débiles y vulnerables, que tenemos una naturaleza caída que exige vigilancia, una flaqueza que necesita del auxilio de la fuerza de Dios. Nos recuerda que de todo ello hemos de ser salvados y nos llena de gratitud y amor hacia Jesús nuestro Redentor.
- El sufrimiento que trae la tentación es un modo de reparar por nuestros pecados.
- La circunstancia de la tentación nos da la oportunidad para confirmarle a Dios nuestra opción por Él.
- La situación de ser tentados nos ayuda a conocernos a nosotros mismos y a crecer en la virtud: "Quien no ha pasado pruebas poco sabe, quien ha corrido mundo posee gran destreza." (Eclesiástico 34,10) "El horno prueba las vasijas de alfarero, la prueba del hombre está en su razonamiento." (Eclesiástico, 27,5) Dios, por misericordia, quiere probarnos para instruirnos, dice San Agustín. Estos momentos son útiles como prueba de nuestras fuerzas espirituales. Abraham fue puesto a prueba, también Israel en el desierto. Cuando combatimos en la tentación y ponemos nuestra fuerza en Jesús y no en nuestras falsas seguridades, nos hacemos más fuertes y conquistamos la corona que Dios prometió a los que lo aman. El cristiano es un luchador, cuando deja de luchar se aleja de Dios. La militancia es indispensable para conquistar la cumbre del ideal cristiano. La tentación nos coloca en la verdad de nosotros mismos, y nos permite elevar los ojos a Dios misericordioso, poniendo toda nuestra confianza en Él, el Dios que no defrauda.

NO DEBEMOS EXPONERNOS A LA TENTACIÓN, PERO TAMPOCO DEBEMOS HUIR DE LA BATALLA
En la batalla debemos resistir con toda firmeza. San Cirilo de Jerusalén compara la tentación a un torrente difícil de atravesar. Algunos no dejan que la tentación les trague y atraviesan el río; son nadadores valientes y fuertes que no se dejan arrastrar por la corriente. Otros entran al río y se ven arrastrados. Una cosa es quemarse, otra chamuscarse.

En el Camino de Perfección, Santa Teresa explica que cuando un alma llega a la perfección no pide más al Señor que le libre de las tentaciones, de las persecuciones y las batallas. Más aún, desea el sufrimiento y lo pide al Señor, como el soldado que busca las grandes batallas porque sabe que el botín será generoso. Estas personas no temen a los enemigos declarados, se enfrentarán a ellos y saldrán victoriosas con la fuerza de Dios. El enemigo al que temen y del que piden al Señor que les proteja es al que se camufla, el demonio que se presenta con cara de ángel luminoso y que no se declara sino hasta después de haber vencido. Estos enemigos te hacen caer en tentación sin que te des cuenta. Te seducen, te engañan, te atrapan y dañan gravemente tu alma.

Santa Teresa recomienda que en la tentación, dediquemos más tiempo a la oración y supliquemos la ayuda del Señor con humildad, pidiéndole que nos permita sacar bien del mal. Cuando el Señor ve nuestro deseo de servirlo y darle gusto, será fiel y vendrá en nuestro auxilio. El demonio, que es muy astuto, nos hace creer que tenemos la virtud necesaria para afrontar las tentaciones. Es necesaria la humildad para reconocer nuestras debilidades y pedir ayuda al Señor a base de oración y vigilancia.

La postura de fondo debe ser una voluntad firmemente determinada a no ofender a Dios y siempre buscar agradarlo. En la tentación, aceptar que somos pobres y vulnerables; nunca la presunción de sentirse fuerte y virtuoso, porque por allí se mete el demonio. "Velad y orad, para no caer en tentación: el espíritu está pronto, pero la carne es débil" (Mt 26,41)

 ¿QUÉ PEDIMOS A DIOS EN EL PADRE NUESTRO?
Lo que pedimos a Dios no es que no seamos tentados, sino que que no seamos tentados por encima de nuestras fuerzas. "Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito". (1 Cor 10,13)
Cuando se te presenta la tentación, depende de ti cómo la manejas en tu interior. No ves al demonio, pero sientes tus pasiones y tienes que combatir para salir victorioso. Necesitamos la gracia de Dios para salir triunfantes, por eso le decimos: no nos dejes caer en tentación. Es decirle: ayúdame, solo no puedo. Por eso, junto con la oración y la vigilancia, nos fortalecemos cuando intensificamos nuestra vida sacramental. Es Dios, todo vida y salud del alma, quien nos concede las fuerzas que necesitamos. La confesión y la comunión frecuentes fortalecen nuestro organismo espiritual, algo así como las vitaminas cuando estamos débiles y tememos agarrar un buen resfriado o algo peor.

Con esta petición suplicamos a Dios que el enemigo no pueda nada contra nosotros si Él no lo permite. Como dijo Cristo a Pilato: "No tendrías ningún poder sobre mí si no se te hubiera dado de lo alto" (Jn 19,11)

Padre Nuestro, te lo suplico, ¡no me dejes caer en tentación!

EL REMEDIO PARA EL RESENTIMIENTO Y LA ENVIDIA


La lucha contra el resentimiento y la envidia será mucho más eficaz si se cuenta con la ayuda de Dios, que clarifica nuestra inteligencia, favorece la objetividad y potencia la voluntad.

Por: Francisco Ugarte Corcuera | Fuente: Catholic.net
RESENTIMIENTO Y ENVIDIA, OBSTÁCULOS PARA LA FELICIDAD

La persona humana tiene una fuerte inclinación a girar en torno a si, a convertir el yo en el centro de sus pensamientos y en el punto de referencia de sus acciones. A esta inclinación se le llama egocentrismo y es la antítesis, el polo opuesto, del olvido propio, de ese vivir hacia afuera de uno mismo, hacia los demás. Es un hecho de experiencia que el egocentrismo genera tristeza, infelicidad. No es difícil comprobarlo; basta ponerse a pensar en sí mismo, con enfoque egoísta, para sentir el decaimiento interior. Quien vive excesivamente pendiente de sí, concentrado en su propio yo, suele perder la visión objetiva de las cosas y se vuelve hipersensible y vulnerable. Todo le afecta mucho más, de lo bueno que la vida le ofrece. "Una de las cosas que entristece más al hombre es la egolatría, origen muchas veces de sufrimientos inútiles, producidos por una excesiva preocupación por lo personal, exagerando en demasía su importancia (70)

El egocentrismo se manifiesta de varias maneras. Dos de ellas constituyen grandes obstáculos para la felicidad y merecen tratarse con cierto detenimiento para comprenderlas, detectarlas en la vida personal y resolverlas oportunamente. Se trata, en concreto, del resentimiento y la envidia.

EL VENENO DEL RESENTIMIENTO

El resentimiento es frecuentemente el principal obstáculo para ser feliz (71), porque amarga la vida. Para Max Scheler "el resentimiento es una autointoxicación psíquica" (72) un envenenamiento de nuestro interior, que depende de nosotros mismos y que suele aparecer como reacción a un estímulo negativo en forma de ofensa o agresión. Evidentemente no toda ofensa produce un resentimiento, pero a todo resentimiento precede una ofensa.

La ofensa que causa resentimientos puede presentarse como acción de alguien contra mí, puede captarse en forma de omisión, o como atribuible a las circunstancias (la situación socioeconómica personal, algún defecto físico, enfermedades que se padecen y no se aceptan, etcétera). En cualquier caso, el estímulo que provoca la reacción de resentimiento puede juzgarse con objetividad, con exageración, o ser incluso producto de la imaginación. Estas variantes muestran en qué medida el resentimiento depende del modo como se juzgan las ofensas recibidas —con objetividad, exageradamente o de forma imaginaria — y explican el que
muchos resentimientos sean gratuitos, porque dependen de la propia subjetividad que aparta de la realidad, exagerando o imaginando situaciones o hechos que no se han producido o no estaban en la intención de nadie originar.

LA RESPUESTA PERSONAL

El resentimiento es un efecto reactivo ante la agresión, de tono negativo. Consiste en la respuesta ante la ofensa. Esta respuesta depende de cada quien, porque la libertad nos confiere el poder de orientar nuestras reacciones. Covey advierte que "no es lo que los otros hacen ni nuestros propios errores lo que más nos daña; es nuestra respuesta. Si perseguimos a la víbora venenosa que nos ha mordido, lo único que conseguiremos será provocar que el veneno se extienda por todo nuestro cuerpo. Es mucho mejor tomar medidas inmediatas para extraer el veneno". (73) Esta alternativa se presenta ante cada agresión: o nos concentramos en quien nos ofendió (y entonces seguirá actuando el veneno) o lo eliminamos mediante una respuesta adecuada, sin permitir que permanezca en nuestro interior.

La dificultad para configurar la respuesta conveniente radica en que el resentimiento se sitúa en el nivel emocional de la personalidad, porque en esencia es un sentimiento, una pasión, un movimiento que se experimenta sensiblemente. Quien está resentido se siente herido u ofendido por alguien o algo que influye contra su persona. Y es bien sabido que el manejo de los sentimientos no es tarea fácil. Unas veces no somos conscientes de ellos —con lo que pueden estar actuando dentro de nosotros sin que nos demos cuenta—, mientras que otras el resentimiento que-


LA INTERVENCIÓN DE LA INTELIGENCIA Y DE LA VOLUNTAD

Estas dificultades pueden mitigarse si hacemos buen uso de nuestra capacidad de pensar. El conocimiento propio y la reflexión nos permiten ir conectando las manifestaciones de nuestros resentimientos con sus causas y, en esta medida, nos vamos encontrando en condiciones de encauzarlos. Si al analizar los agravios recibidos nos esforzamos por comprender la forma de actuar del ofensor y por descubrir los atenuantes de su modo de proceder, en muchos casos nuestra reacción negativa desaparecerá por debilitamiento del estímulo. Nuestra inteligencia puede influir así, indirectamente — Aristóteles hablaba de un dominio político y no despótico de lo racional sobre lo sensible—, para evitar o eliminar los resentimientos, modificando las disposiciones afectivas.

Otro recurso con que contamos para echar fuera de nosotros el agravio, sin retenerlo, incluso en los casos de ofensas reales, es nuestra voluntad, por su capacidad de autodeterminarse. Cuando recibimos una agresión que nos duele, podemos decidir no retenerla para que no se convierta en resentimiento. Eleanor Roosevelt solía decir:

«Nadie puede herirte sin tu consentimiento». Marañón advertía que "el hombre fuerte reacciona con directa energía ante la agresión y automáticamente expulsa, como un cuerpo extraño, el agravio de su conciencia. Esta elasticidad salvadora no existe en el resentido"(74). Si, en cambio, la voluntad es débil, la ofensa se retiene y el sentimiento permanece dentro del sujeto, se vuelve a experimentar una y otra vez, aunque el tiempo transcurra. En esto precisamente consiste el resentimiento: "es un volver a vivir la emoción misma: un volver a sentir, un resentir".

La lucha contra el resentimiento será mucho más eficaz si se cuenta con la ayuda de Dios, que clarifica nuestra inteligencia, favoreciendo la objetividad en el conocimiento y la capacidad de comprensión; y que potencia nuestra voluntad y fortalece nuestro carácter, para que no se doblegue ante la presión de los agravios.

«SENTIRSE» Y RESENTIRSE

La forma de reaccionar ante los estímulos suele estar muy relacionada con los rasgos temperamentales. Por ejemplo, el emotivo siente más una agresión que el no emotivo; el secundario suele retener más la reacción ante el estímulo ofensivo que el primario; el que es activo cuenta con más recursos para dar salida al impacto recibido por la ofensa que el no activo. También la cultura y la educación, junto con el factor genético, influyen en la manera de reaccionar y, por tanto, en el modo como el resentimiento se origina y manifiesta.

Hay un modo de reaccionar ante las ofensas caracterizado sobre todo por su pasividad; consiste sencillamente en retraerse o distanciarse de quien ha cometido la agresión, en ocasiones incluso retirándole la palabra. Los mexicanos solemos calificarlo con el verbo sentirse. Peñalosa explica que "sentirse es verbo reflexivo que conjugamos todo el día, y que no es fácil hallarle digna explicación filológica, por la sencilla razón de que «sentirse» es verbo que registra más el alma mexicana que la gramática española. Estar sentido con alguien es lo mismo que estar dolido, triste, enojado por algún desaire que nos hicieron. Muchas veces real y, muchas más, aparente" (76). Cabe señalar que Cervantes, en El Quijote, utiliza este verbo, con este sentido "mexicano", en más de una ocasión (77).

En cambio, cuando el sentimiento de susceptibilidad que se guarda incluye el afán de reivindicación, de venganza, se trata entonces propiamente de un resentimiento, en el sentido completo del término. El resentido no sólo siente la ofensa que le infligieron, sino que la conserva unida a un sentimiento de rencor, de hostilidad hacia las personas causantes del daño, que le impulsa a la revancha.
Alguien afirmaba con acierto que "el resentimiento es un veneno que me tomo yo, esperando que le haga daño al otro". Y es que puede ocurrir que aquél contra quien va dirigido el rencor ni siquiera se entere, mientras que quien lo experimenta se está carcomiendo por dentro. Un veneno tiene efectos destructivos para el organismo y el resentimiento lo que produce es frustración, tristeza, amargura en el alma. Es uno de los peores enemigos de la felicidad, porque impide enfocar la vida positivamente y aleja de Dios y de los demás.

Algunas personas tienen una especial propensión al resentimiento: reaccionan desproporcionadamente ante estímulos de poca entidad o acumulan rencores infundados. El origen de esta inclinación suele estar en el egocentrismo, con su tendencia a girar en tomo a sí mismo, a convertir el propio yo en el centro de los pensamientos y en el punto de referencia de todas las acciones. Las personas egocéntricas se toman muy vulnerables por vivir concentradas en su propia subjetividad y "son inevitablemente infelices y desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás, puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo" (78). El olvido propio es, también, el mejor antídoto contra el resentimiento, porque reduce considerablemente la resonancia subjetiva de los agravios y evita retenerlos.

EL REMEDIO DEL PERDÓN

En el Antiguo Testamento prevalecía la ley del Talión, inspirada en la estricta justicia: «ojo por ojo, diente por diente». Jesucristo viene a perfeccionar la Antigua Ley e introduce una modificación fundamental que consiste en vincular la justicia a la misericordia, más aún, en subordinar la justicia al amor, lo cual resulta tremendamente revolucionario. A partir de Él, las ofensas recibidas deberán perdonarse, porque el perdón se convierte en parte esencial del amor.

La misericordia que Jesús practica y exige a los suyos choca, no sólo con el sentir de su época, sino con el de todos los tiempos: "Habéis oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y rogad por los que os persiguen y calumnian (79). "Al que te golpee en una mejilla, presentarle la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica"(80). Estas exigencias del amor superan la natural capacidad humana, por eso Jesús invita a los suyos a una meta que no tiene límites, porque sólo desde ahí podrán intentar lo que les está pidiendo: "Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso (81).

QUÉ ES PERDONAR

A diferencia del resentimiento, el perdón no es un sentimiento. Perdonar no equivale a dejar de sentir. Hay quienes consideran que están incapacitados para perdonar ciertos agravios porque no pueden eliminar sus efectos: no pueden dejar de experimentar la herida, ni el odio, ni el afán de venganza. De aquí suelen derivarse complicaciones en el ámbito de la conciencia moral, especialmente si se tiene en cuenta que Dios espera que perdonemos para perdonarnos El. La incapacidad para dejar de sentir el resentimiento, en el nivel emocional, puede ser, efectivamente, insuperable, al menos en el corto plazo. Sin embargo, si se comprende que el perdón se sitúa en un nivel distinto al del resentimiento, esto es, en el nivel de la voluntad, se descubrirá el camino que apunta a la solución.

El perdón es un acto de la voluntad porque consiste en una decisión. Al perdonar opto por cancelar la deuda moral que el otro ha contraído conmigo al ofenderme y, por tanto, lo libero en cuanto deudor. No se trata, evidentemente, de suprimir la ofensa cometida y hacer que nunca haya existido, porque carecemos de ese poder. Sólo Dios puede borrar la acción ofensiva y conseguir que el ofensor regrese a la situación en que se encontraba antes de cometerla. Pero nosotros, cuando perdonamos realmente, desearíamos que el otro quedara completamente eximido de la mala acción que cometió. Por eso, como señala Leonardo Polo, "perdonar implica pedir a Dios que perdone, pues sólo así la ofensa es aniquilada.(82)

PERDONAR Y OLVIDAR

Si bien el acto de perdonar consiste en una decisión, la acción de olvidar, en cambio, tiene lugar en el ámbito de la memoria, que no responde directamente a los mandatos de la voluntad. Yo puedo decidir olvidar una ofensa, pero no lo consigo. La ofensa sigue ahí, en el archivo de la memoria, a pesar del mandato voluntario. Lo primero que esto me dice es que olvidar no es lo mismo que perdonar. El perdón puede ser compatible con el recuerdo de la ofensa. Una señal elocuente de que se ha perdonado, aunque no se haya podido olvidar, es que el recuerdo de la ofensa no afecta en el modo de conducirse con el perdonado, a quien tratamos como si hubiéramos olvidado. El verdadero perdón exige obrar de este modo, porque el verdadero amor "no lleva cuentas del mal"(83) .

En cambio, la expresión «perdono pero no olvido» significa que, en el fondo, no quiero olvidar la ofensa, que equivale a no querer perdonar. ¿Por qué? Cuando se perdona, se cancela la deuda del ofensor, lo cual es incompatible con la intención de retenerla, de no querer olvidarla. En consecuencia, si bien no podemos identificar el perdón con el hecho de olvidar el agravio, sí se puede afirmar que perdonar es querer olvidar.

POR QUÉ PERDONAR

Cuando perdonamos, nos liberamos de la esclavitud producida por el odio y el resentimiento para recobrar la felicidad que había quedado bloqueada por esos sentimientos. También tiene mucho sentido perdonar en función de las relaciones con los demás. Si no se perdona, el amor se enfría o puede incluso convertirse en odio; y la amistad puede perderse para siempre.

Además de estos motivos humanos para perdonar, existen razones sobrenaturales, que posibilitan perdonar ciertas situaciones extremas donde los argumentos humanos resultan insuficientes. Dios nos ha hecho libres y, por tanto, capaces de amarle u ofenderle mediante el pecado. Si optamos por ofenderle, Él nos ofrece el perdón si nos arrepentimos, pero ha establecido para ello una condición: que antes perdonemos nosotros al prójimo que nos ha agraviado. Así lo repetimos en la oración que Jesucristo nos enseñó: "Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden". Cabría preguntarse por qué Dios condiciona su perdón a que perdonemos y, aún más, nos exige que perdonemos a nuestros enemigos incondicionalmente, es decir, aunque éstos no quieran rectificar.

Lógicamente Dios no pretende dificultarnos el camino y siempre quiere lo mejor para nosotros. Él desea profundamente perdonarnos, pero su perdón no puede penetrar en nosotros si no modificamos nuestras disposiciones. "Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre (84).

Además de esa ocasión en que enseñó el Padrenuestro, Jesús insistió muchas otras veces en la necesidad del perdón. Cuando Pedro le pregunta si debe perdonar hasta siete veces, le contesta que hasta setenta veces siete (85) porque el perdón no tiene límites; pidió perdonar incluso a los enemigos, (86) a los que devuelven mal por bien(87). Para el cristiano, estas enseñanzas constituyen una razón poderosa a favor del perdón, pues están dictadas por el Maestro.

Pero Jesús, que es el modelo a seguir, no sólo predicó el perdón sino que lo practicó innumerables veces. En su vida encontramos abundantes hechos en los que se pone de manifiesto su facilidad para perdonar, lo cual es probablemente la nota que mejor expresa el amor que hay en su corazón. Mientras los escribas y fariseos acusan a una mujer sorprendida en adulterio, Jesús la perdona y le indica que no peque más(88);cuando le llevan a un paralítico en una camilla para que lo cure, antes le perdona sus pecados(89); cuando Pedro lo niega por tres veces, a pesar de la advertencia, Jesús lo mira, lo hace reaccionar(90). y no solamente lo perdona, sino que le devuelve toda la confianza, dejándolo al frente de la Iglesia. Y el momento culminante del perdón de Jesús tiene lugar en la Cruz, cuando eleva su oración por aquellos que lo están martirizando: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (91).

La consideración de que el pecado es una ofensa a Dios, que la ofensa adquiere dimensiones infinitas por ser Dios el ofendido, y que a pesar de ello Dios perdona nuestros pecados cuando ponemos lo que está de nuestra parte, nos permite percibir la desproporción que existe entre ese perdón divino y el perdón humano. Por eso, también aquellas ofensas que parecerían imperdonables, por su magnitud, por recaer sobre personas inocentes o por las consecuencias que de ellas se derivan, habrán de ser perdonadas porque “no hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino” (92). De ahí que, para perdonar radicalmente, se necesite el auxilio de Dios.

Perdonar es la manifestación más alta del amor y, en consecuencia, es lo que más transforma el corazón humano. Por eso, cada vez que perdonamos se opera en nosotros una conversión interior, una verdadera metamorfosis, al grado que San Juan Crisóstomo llega a exclamar que “nada nos asemeja tanto a Dios como estar dispuestos al perdón" (93), con lo que se puede concluir que perdonar es el principal remedio contra el resentimiento.

EL PROBLEMA DE LA ENVIDIA

Lo mismo que el resentimiento, la envidia "es un serio obstáculo para la felicidad" (94) e incluye el agravante de que resulta difícil reconocerla en uno mismo: muy pocas veces escuchamos a alguien decir que es envidioso, cuando no tiene inconveniente en declararse ante los demás como ambicioso, desordenado, soberbio o destemplado. En un mundo competitivo como el nuestro, la propensión a la envidia se agudiza considerablemente. Tomás de Aquino explica que la envidia posee como característica específica el entristecerse del bien ajeno, en cuanto que se mira como un factor que disminuye la propia excelencia o felicidad (95). Analicemos cada una de estas nociones.

LA TRISTEZA DE LA ENVIDIA

La tristeza aparece como efecto inmediato y directo de la envidia. Si la alegría deriva de la posesión de un bien, la tristeza es causada por la relación con el mal. Cuando alguien pierde un ser querido, fracasa en un proyecto profesional o padece una grave enfermedad, se siente triste por esos sucesos adversos. Experimentar la tristeza en estos casos es algo natural, porque la carencia de ese bien para sí mismo, que se ve como un mal, es evidente, aunque quepa la posibilidad de sobreponerse a ella y, sin dejar de sentir el dolor que la origina, encauzarla dándole un sentido. En cambio, la envidia consiste en entristecerse del bien ajeno. Nos encontramos, pues, ante una situación distinta y un tanto sorprendente: lo que causa la tristeza no es un mal, sino un bien. Esto ya no es natural, porque lo que el bien suele provocar naturalmente es alegría. Si el resultado, en cambio, es la tristeza, no se ve cómo pueda justificarse la reacción. Más aún: lo anormal de tal respuesta ante el bien hace que resulte vergonzosa esa reacción y que instintivamente se intente ocultar. Esto explica la dificultad para que alguien se reconozca como envidioso: no es fácil justificar la tristeza ante la presencia del bien. Y entonces se intenta disimular, aunque no siempre se consiga. Los niños, que no tienen doblez, no pueden ocultarla y la suelen manifestar con toda naturalidad: todos hemos presenciado la reacción violenta del niño que arrebata a otro un juguete, o las lágrimas de la niña ante el regalo que su hermana acaba de recibir.

¿Por qué el bien del otro me produce tristeza? La respuesta no está en el bien en sí, sino en mi modo de percibirlo o de juzgarlo: es algo de lo que carezco y que, en el fondo, no acepto. La no aceptación de mi carencia me lleva a mirar ese bien ajeno con retorcimiento, que se traduce en inconformidad con quien lo posee. Si yo aceptara con paz mis limitaciones y estuviera identificado con lo que soy y tengo, el bien de los demás no me inquietaría, más aún, me alegraría. Y en este caso, al alegrarme de los méritos de los demás, estaría actuando conforme al querer de Dios (96).

Por tanto, el origen de la envidia radica en el egocentrismo, que toma cuerpo en forma de comparación (97). El propio sujeto se convierte en el término de referencia de los valores que descubre en los demás y, en lugar de mirarlos objetivamente, como cualidades que los harían dignos de admiración, los contempla en función de sí mismo y de manera negativa, como algo de lo que carece. Esta desviación en él enfoque, provocada por la comparación, produce tristeza por su efecto egocéntrico —la alegría depende de nuestra capacidad de salir de nosotros mismos— y porque concentra la atención en lo negativo: la carencia personal de esos valores. Si fuéramos capaces de descubrir lo bueno que hay en los demás, sin compararnos y con una disposición generosa, abierta al bien del prójimo, no habría reacciones de envidia.

UN DEFECTO EN EL MODO DE MIRAR

La envidia, como se ve, adolece de un defecto en el modo de mirar el bien de los otros. El mismo origen etimológico de la palabra hace referencia a esta manera equivocada de orientar la mirada: procede del latín invidia, que significa mirar con malos ojos, esto es, con mirada retorcida que interpreta negativamente lo positivo por excelencia: el bien. Y este mirar torcidamente el bien de los demás puede consistir también en mirarlo más de la cuenta, lo cual provoca, por añadidura, un entorpecimiento para valorar el bien propio. Séneca decía que «quien mira demasiado las cosas ajenas no goza con las propias». En cambio, quien sabe con-formarse con lo que tiene o, mejor aún, agradecerlo, puede disfrutarlo sin que el bien de los otros le perturbe.

Si damos un paso más y nos preguntamos por qué el envidioso se siente afectado negativamente al descubrir el bien ajeno, la respuesta la encontramos en la última parte de lo que Tomás de Aquino afirma: porque mira ese bien como un factor que disminuye su propia excelencia o felicidad. Esto lo entiende fácilmente quien vive comparándose con los demás y de alguna manera cifra su valía personal en salir favorecido de esas comparaciones. Si yo valgo porque soy mejor que el otro, porque tengo más cosas que él o porque lo supero en uno u otro aspecto, entonces dejaré de valer en cuanto me vea superado. Cada elemento positivo que surja en el otro me disminuirá y, en consecuencia, me entristecerá.

MANIFESTACIONES DE ENVIDIA


Aunque cueste mucho reconocerse envidioso e incluso se intente disimularlo, hay algunas manifestaciones que revelan la envidia a quien es buen observador. Todas ellas pretenden reducir de alguna manera el bien ajeno, para compensar el efecto peyorativo que provoca en el que envidia. Tal vez la más evidente sea la crítica negativa, que pretende subrayar deficiencias que quitan valor al envidiado. También la difamación, que consiste en propagar hechos peyorativos que disminuyen la fama de la otra persona- De manera más sutil, el silencio o la aparente indiferencia ante los méritos de los demás pueden revelar una envidia que se intenta ocultar. O una especie de resistencia o bloqueo que impide contemplar con apertura y visión positiva lo que los demás hacen, sus logros, su valía personal, puede Ser también una manifestación sutil de este problema. Otros recursos, como la burla o la ironía ante las cualidades o los buenos resultados del otro, frecuentemente llevan la intención de relativizar sus méritos y quitarles brillo, por la envidia que producen. Al envidioso le cuesta elogiar y, cuando no le queda más remedio que hacerlo por la evidencia de los hechos, se siente obligado a añadir un complemento reductivo al elogio: fulano es muy inteligente, pero no muy culto; mengano tiene mucho prestigio profesional, pero es egoísta; y así sucesivamente. O, en el mejor de los casos, dirá: hay que reconocer que es un buen arquitecto o un médico competente, si no hay más salida que aceptarlo.

La envidia suele tener también manifestaciones corporales. Como el ser humano forma una unidad, no sólo lo físico repercute en lo psíquico —como la salud en el estado de ánimo—, sino también a la inversa: las emociones pueden producir efectos fisiológicos. Y así como la vergüenza ruboriza el rostro, el sentimiento de envidia parece generar una reducción de la circulación sanguínea, que se refleja en 1a palidez de la cara. Por eso se habla de la pálida envidia o de la envidia lívida.

Quevedo decía que «la envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come». Hay, finalmente, una versión peculiar de la envidia, que manifiesta con mucha evidencia su malicia y consiste en alegrarse con el mal ajeno, disfrutando pausadamente cada una de las desgracias que ocurren al otro.

ESPECIAL INCLINACIÓN A LA ENVIDIA


Aunque cualquier persona pueda sentir envidia, hay quienes poseen una especial propensión. Tomas de Aquino dice que suelen ser envidiosos los ambiciosos de honor, los pusilánimes y los viejos98. Dejando de lado a estos últimos, cuya inclinación a la envidia puede originarse en la falta de aceptación ante las limitaciones impuestas por la edad, veamos los otros dos casos. El pusilánime, de ánimo pequeño, suele padecer un sentimiento de inferioridad que le lleva a sentirse agredido por todo lo que le resulta superior y, en esa medida, se considera disminuido. Ese sentimiento suele vincularse a la inseguridad provocada por diversos factores, entre ellos: los fracasos no resueltos interiormente, la falta de resultados en el cumplimiento de las obligaciones o en las metas propuestas, algún defecto físico no asimilado, etcétera.

La solución en este punto está, por una parte, en aceptar las propias limitaciones y, por la otra, en hacerse consciente de los propios valores y capacidades, que suelen ser más de los que se admiten, para empeñarse en sacarles el máximo partido, en función del desarrollo personal y del servicio a los demás.

El ambicioso de honor también está especialmente expuesto a la envidia por su egocentrismo y su vanidad. Posee un afán desordenado por destacar en todo y no soporta que alguien lo supere. Cuando esto ocurre, siente que le usurpan un derecho que considera exclusivo, y la reacción de envidia no se hace esperar. El efecto final es la tristeza, que puede convertirse en frustración o incluso en resentimiento acompañado de una reacción violenta de venganza.

NATURALEZA DE LA ENVIDIA

De acuerdo a la estructura y constitución de la persona humana, cabe distinguir en la envidia varias dimensiones. En primer lugar, es un sentimiento, una pasión, como lo advierte García Hoz: "En el panorama psicológico ocupa la envidia un lugar entre los sentimientos superiores (...); es una tendencia de aversión contra el que, por el mero hecho de su superioridad nos afecta desagradablemente; es fundamental esta conciencia de la propia inferioridad (99).

La pasión de la envidia puede traspasar el nivel racional de la persona, haciéndole perder el dominio de sí misma, y conducirle a reacciones violentas y descontroladas, como se ve en diversos pasajes de la Sagrada Escritura: por envidia, Caín mató a su hermano Abel (100), Esaú aborreció a Jacob (101), José fue vendido por sus hermanos (102) Saúl intentó asesinar a David, (103) Jesús fue condenado a muerte (104).

La envidia es también un acto de la voluntad, dotado - por ser voluntario- de libertad y, como va en contra del orden establecido por Dios, "la envidia es un pecado capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida (105). Desde el punto de vista moral, hay que diferenciar entre un acto libre de la voluntad y el mero sentimiento como tendencia emocional. Esto último, si no se consiente —si la voluntad lo rechaza y procura contrarrestar la mala inclinación (106)— no es pecado. Finalmente, cuando los actos libres se repiten en sucesivas ocasiones, suelen dar origen a hábitos que, si son malos, se denominan vicios. Así, la envidia se convierte en vicio si el acto se reitera una y otra vez. Cuando al vicio se une la pasión, las consecuencias pueden ser imprevisibles. "La envidia es a la vez un vicio y una pasión; el primero se contrapone a la virtud y el segundo recae sobre el plano afectivo, pero como algo que embarga tanto, que tiene tanta fuerza por su contenido, que siendo algo emocional es capaz de traspasar el nivel intelectual y provocar en éste una ceguera de sus facultades (107). Por tanto, la envidia no sólo va contra la felicidad del envidioso que la padece, sino en algunos casos también contra los envidiados.

La emulación es la otra cara de la envidia y, si cabe, su vertiente positiva. Emular es imitar, con competitividad sana, triunfos y ejemplos positivos observados en otras personas. Responde a un sentimiento noble y auténtico de superación. No va en contra de la felicidad. Por eso, en el lenguaje coloquial se le suele llamar envidia sana o envidia buena: lleva a la propia persona, gracias a un esfuerzo de su voluntad —estimulada por el triunfo ajeno—, a empresas humanas de altura. En el orden sobrenatural, cabe incluso hablar de santa envidia (108).

SOLUCIONES A LA ENVIDIA

Después de ver con tanta claridad la gravedad de la envidia — "no hay nada más implacable y cruel que la envidia (109), decía Schopenhauer — y el serio obstáculo que supone para la felicidad, ¿qué medios pueden ayudar a superarla? La solución estará en todo aquello que favorezca la capacidad de «alegrarse del bien ajeno», que es precisamente lo contrario a la envidia.

Las disposiciones adecuadas serían las siguientes:

1) Aceptarse a sí mismo, incluyendo defectos y cualidades, para aceptar a los demás con sus valores y sus logros.
2) No compararse egocéntricamente con los demás, ni hacer depender de ellos el juicio sobre sí; compararse, en cambio, positivamente, con la intención de superarse (emulación).
3) Cultivar el olvido propio y el servicio al prójimo, para ganar en humildad y valorar a quienes nos rodean.
4) Fomentar la magnanimidad, la grandeza de espíritu, para erradicar todo sentimiento de inferioridad.
5) Amar a los demás, de manera que su progreso, sus cualidades y sus éxitos sean vistos como un motivo de alegría propio.
6) Saberse amado por Dios, teniendo en cuenta que la persona humana es "la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma (110)
 
Referencia:
Resentimiento al perdón Una puerta a la felicidad:
Tema 3 libro Pag 37 38 39 40 y 41 42,43,44,45,46,47, 48, 49, 50,51,52,53, 54, 55,56

TODO POR AMOR


Por: Daniela Sandí Torres. | Fuente: Catholic.net

Esta cuaresma decidí que quería vivirla diferente, tenía miedo que se me pasara como 40 días ordinarios; así que pensé que sería bueno leer algún libro que me ayudara a reflexionar lo que próximamente viviremos en Semana Santa.

En medio de esta idea recordé que hacía un tiempo un amigo seminarista me había recomendado leer el libro “La amarga Pasión de Cristo” escrito por la beata Ana Catalina Emmerick.

Para situarnos mejor en el pensamiento que me ronda; este libro consta de las visiones que tuvo esta monjita alemana sobre la Pasión de Nuestro Señor; Dios le permitió ver todo lo que sucedió durante estos días santos.

Sabiendo esto, puedo decirles que en efecto todo lo que leí me llegó profundo al corazón; y me gustaría compartirles un poco de lo que me dejó esta lectura en estos días de reflexión y conversión; en este camino de 40 días en el desierto.

Jesús conocía cada detalle de la Pasión, Él sabía todo lo que tenía que sufrir y fue tentado por el Diablo para que no diera la vida por nosotros; mientras estuvo orando en el Monte de los Olivos se le presentaron todos los pecados de la humanidad, esto porque Satanás buscaba que el Señor desobedeciera la voluntad del Padre; pero resulta que Jesús TANTO NOS AMÓ, TANTO NOS AMA Y TANTO NOS AMARÁ SIEMPRE que ofreció su vida por cada uno de nosotros; sabía el dolor que pasaría y pese a ello se entregó por mí, por vos.

He de confesarles que mientras leía esta parte de la Pasión, se me estremeció el corazón, porque en algún momento de mi vida puse en duda que Jesús hubiera muerto por mis pecados, yo decía “pero ¿cómo puede ser esto? Si yo no había nacido, ¿cómo es que estaba dando la vida por pecados que no había cometido siquiera?”. Después de leer estas visiones de Ana Catalina entendí que sí, que Jesús murió por mis pecados, porque Él me conoció antes de que me formara en el vientre de mi madre, porque pensó en mí y me amó mucho antes de enviarme al mundo.

Leí entre lágrimas cada momento del viacrucis de Jesucristo; porque en más de una ocasión no le tomé la importancia y el respeto a esta meditación; aprendí que nuestra Madre, la Virgen María fue la primera persona en meditar este camino de dolor y de amor de Jesús, porque justo después de que el Señor llegó al Calvario, María acompañada por las santas mujeres y por Juan caminó y meditó cada parte por la que había pasado Jesús.

Jesús todo lo soportó por amor a nosotros; a pesar de los maltratos físicos y verbales que recibió Él nunca respondió con una mirada de rencor, sus respuestas eran miradas de misericordia, y cada persona que en este caminar al Calvario se convirtió fue acogida en la familia de Jesús, con las mujeres santas, con los apóstoles; incluso el ladrón Dimas se convirtió y Jesús le prometió que antes que acabara el día estaría con Él en el Paraíso. Quiere decir que, Jesús siempre nos estará esperando con los brazos abiertos, llenos de amor, siempre nos espera con una mirada de misericordia; que estamos a tiempo de convertir nuestro corazón al amor.

Mientras leía pensaba en cuánto debo cambiar en mis días, en cuánto debo aprender del Señor, como dice en el evangelio "Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso" Lucas 6, 36. Me detuve a pensar: "¿Con cuánta misericordia le respondo al mundo?"

Después de leer este libro, comprendo un poco mejor cuánto hizo Jesús por mí, entiendo con más claridad que verdaderamente pasó por todo aquel sufrimiento para el perdón de mis pecados; que tengo una familia santa en el Cielo que me espera para Alabar eternamente a Dios; pero que yo debo poner de mi parte y aprender a vivir en la Verdad y en el Amor.

Yo los invito a aprovechar este camino de 40 días por el desierto, para descubrir que en medio de las tentaciones necesitamos del amor de Dios y de la fuerza que proviene del Espíritu Santo para sostenernos; que necesitamos convertir nuestro corazón, alzar nuestra mirada al Padre que es amor, a aquel que decidió darlo TODO por amor, que entregó su vida en la cruz por amor a toda la humanidad.

 Daniela Sandí Torres.
Costa Rica.