Suelo leer lo que escribe
Samuel Gregg, habitualmente ponderado e informado. Pero el artículo que
escribió la semana pasada, “Una Iglesia que se ahoga en el sentimentalismo” me llamó especialmente la atención porque abordaba un
fenómeno devastador y muy extendido que está desfigurando la Iglesia y
condenándola a la irrelevancia más atroz. El subtítulo también me pareció
significativo: “La fe y la razón están asediadas por una idolatría de los sentimientos”.
Y eso mientras muchos se alegran de los efímeros momentos de gloria que el sentimentalismo
desbocado les ofrece.
Gregg señala en su
recomendable artículo que la Iglesia
siempre ha tenido en alta estima la razón, la que nos permite usar la
lógica, conocer la verdad moral o entender y profundizar en la Revelación. Tal
valoración puede haber llevado, reconoce Gregg, en determinados momentos a
excesos. No es el caso en nuestros tiempos, cuando lo que parece prevalecer es
lo que Gregg califica como “affectus per solam”,
o lo que podemos traducir como “sentimientos
y nada más”. Una actitud, extendidísima, que se caracterizaría por “una exaltación de los sentimientos, un desprecio de
la razón y la subsiguiente infantilización de la fe cristiana”.
A continuación Gregg
se detiene en los síntomas de este peligroso fenómeno. Merece la pena repasarlos:
1.
Uso generalizado en la predicación y enseñanza de un lenguaje que es más característico de una terapia que de las
palabras usadas por Cristo y sus apóstoles. Palabras como “pecado” desaparecen y son sustituidas por “sufrimientos”, “remordimientos” o “errores”.
2. Rechazo de la defensa razonada
de la moral católica acusando a quien lo hace de ser hiriente o moralista.
Parece como si la verdad debiera ser
silenciada si puede herir los sentimientos de alguien.
3.
Rechazo a hablar sobre el juicio y la posibilidad real del infierno. El
sentimentalismo sencillamente evita el tema. Se pregunta Gregg, ¿cuándo fue la última vez que
la posibilidad de condenarse eternamente fue mencionada en la misa de tu
parroquia?
4.
Un Jesucristo deformado. “El Cristo que nos presentan es una especie de
rabino liberal que recicla trivialidades como “cada uno tiene su propia
verdad”, “haz lo que te haga sentir bien”, “sé autentico contigo mismo”, “quién
soy yo para juzgar”, etc. Y sobre todo, nunca tengas miedo: este Jesús garantiza el cielo, o lo que sea, a todo el
mundo”. Aquí la cita de Ratzinger que reproduce Gregg es impagable: “Un Jesús que está de acuerdo con todos y con todo, un
Jesús sin su santa ira, sin la dureza de la verdad y del verdadero amor no es
el Jesús real que nos muestran las Escrituras, sino una miserable caricatura.
Una concepción de los evangelios en la que la seriedad de la ira de Dios está
ausente no tiene nada que ver con el Evangelio bíblico”.
5. Y por último, un declinar de la claridad en la exposición
de la fe cristiana.
Cuestionándose
acerca de las causas que nos han llevado a esta situación Gregg enumera las
siguientes:
a) El contagio de un mundo en el que el
emotivismo es generalizado y que considera la moralidad como el compromiso con
determinadas causas. Lo que importa es
el grado de pasión en tu compromiso y el grado de corrección política del mismo.
b) Una
concepción de la fe que consiste en lo que ésta hace por cada uno de nosotros y
nuestro bienestar, y no en nuestra salvación.
c) Los esfuerzos por diluir y distorsionar la
ley natural desde el postconcilio. A pesar de algún loable intento de
recuperación, la ley natural tiene una posición marginal en el magisterio
actual. “El precio de esto es que cuando relegas
la razón a la periferia de la fe religiosa, empiezas a imaginar que la fe es de
algún modo independiente de la razón, o que la fe es de algún modo
inherentemente hostil a la razón. Finalmente la razonabilidad de la fe deja de
ser importante y de este modo se acaba en la ciénaga del sentimentalismo”.
d) La desaparición de la lógica del
currículo educativo.
e) La
excesiva insistencia en una mala
psicología y en una mala sociología por parte de muchos clérigos
formados durante la década de los 70.
La solución a esta plaga de
sentimentalismo no está en negar la importancia de los sentimientos y
emociones, sino en integrar estos de modo coherente con la fe, la razón y la
voluntad. No será fácil, pero la alternativa es una Iglesia convertida en
oenegé, y como dice Gregg, resignada a la pura irrelevancia.
Jorge Soley
No hay comentarios:
Publicar un comentario